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Bolaño
            
  una 
    tristeza insoportable
    
    Por 
      Carlos Franz
      Letras Libres, Enero de 2007
      
      
 
I. 
“La vida es de una tristeza insoportable”
“La vida es de una 
tristeza insoportable”, es lo que repite Fate en 2666. En realidad lo repiten 
muchos de los personajes, con distintas palabras y con distintos pretextos, en 
los libros de B. (hablo de B., y no de Bolaño, por aceptar la confusión 
entre autor y narrador con la que a B. le gustaba jugar). Esa tristeza la repiten 
tanto sus personajes que puede llegar a dar vergüenza ajena. Página 
por medio nos encontramos con machos corajudos que en situaciones inesperadas 
sienten deseos de llorar, o lloran, sencillamente. Los críticos Pelletier 
y Espinoza se pasean por Hamburgo
 
contándose amores: “La conversación y el paseo sólo sirvió 
para sumirlos aún más en ese estado melancólico, a tal grado 
que al cabo de dos horas ambos sintieron que se estaban ahogando.”
Casi 
todos los libros de B. son ferozmente melancólicos (ferocidad y melancolía, 
a un tiempo). Tanto que bordean peligrosamente el sentimentalismo –todo lo bordea 
peligrosamente B.– y luego entran de lleno en él. Y luego se “ahogan” en 
esa melancolía y luego salen más bien fortalecidos, casi invulnerables. 
¿Cómo diablos lo hacía B.?
Primera hipótesis: 
esa aguda melancolía, que a primera vista parece romántica (en el 
contemporáneo sentido de “sentimental”), adopta en B. una forma diferente, 
mucho más antigua. Una forma que el romanticismo más bien enmascaró 
y negó públicamente, haciéndolo sinónimo, como en 
Werther, de languidez y apatía (un depresivo sin fases maníacas, 
diríamos, en la jerga de estos días). 
La melancolía 
de B. no es de ese tipo. Sino que se acerca más a la etimología 
griega de la palabra. Melancolía viene de “mela-cholé”: la bilis 
negra. Uno de los cuatro humores de la medicina de Galeno e Hipócrates. 
A saber: la sangre, la saliva (en la cual se comprenden las lágrimas), 
la bilis blanca o pus (la de las heridas supurantes) y la bilis negra (la bilis 
de las heridas interiores, dijéramos). La mela cholé.
Cuando 
esa bilis negra, antiguamente llamada también “atrabilis”, se agolpa y 
estalla, estamos en presencia de lo atrabiliario. Muchos personajes creados por 
B., junto con querer llorar a gritos, sufren de esos ataques de ira –el estallido 
de la atrabilis– que les hace desear, como dice alguien en Estrella distante, 
“quemar el mundo”. 
  II. 
  La poesía como vida peligrosa
Hay otra manera de 
la melancolía, en la obra de B., cuyo parentesco sería hipocresía 
omitir. Es la estética fascista aludida de mil maneras en su obra, pero 
sobre todo en ese contubernio, ese matrimonio del cielo y el infierno, que habría 
dicho Blake, entre la belleza y la violencia. Un cierto dandismo cuya elegancia 
favorita y radical es la muerte. Para el que quiera ver no debieran hacer falta 
muchas pruebas. 
Desde La literatura nazi en América las ficciones 
de B. abundan en escritores a la vez vanguardistas y fascistas, abiertos o secretos,conscientes, 
o crípticos que no lo saben. Escritores nazis de tan vanguardistas, de 
tan dandis, justamente. Por cierto, hay muchos otros personajes, en esta obra 
torrencial, que no lo son; y más naturalmente aún, porque B. era 
un artista, los personajes afectados por esa estética fascista no son de 
una pieza sino que conviven con su propia humanidad y su delicadeza; y a veces 
hasta con lo que más desprecian: su normalidad burguesa.
Esa “ética 
de la resistencia”, que a veces se atribuye a B., parece un nombre demasiado elíptico 
y posmoderno para llamar a lo que es una vieja estética, en realidad. Esa 
que querría convertir a la vida en obra de arte, en poesía, mediante 
el dramático recurso del vivere pericolosamente. 
Querer vivir 
peligrosamente, y sólo poder imaginarlo.
Se diría que es un 
pesimismo luciferino. Pero del Lucifer recién expulsado de la presencia 
de Dios. Ferozmente triste, a la vez que ardiendo en deseos de actuar, de comunicar 
su melancolía al mundo; y hacerlo matando o escribiendo, que en tantos 
personajes de B. es lo mismo. Una belleza terrible.
La ética bestial 
del fascismo y el esteticismo angelical de las vanguardias se tocan. Lo sabemos 
demasiado y B. no lo ignoraba. Hay que recordar, en 2666, el placer sexual 
de esos críticos que se sacuden de todo su pretencioso humanismo, pateando 
hasta casi matarlo a un taxista paquistaní en Londres. Recordar el placer 
furibundo de esos estetas, de esos dandis.
Querer vivir peligrosamente, 
y sólo poder imaginarlo, o leerlo o escribirlo. Melancolía, mela-cholé, 
bilis negra.
  III. 
  La muerte de la melancolía.
La melancolía 
personal de B. no importa nada. Lo que importa aquí es esta melancolía 
como hipótesis de una estética nihilista: la literatura, al igual 
que nosotros, al igual que el mundo, va derecho hacia ese matadero en el desierto 
que es Santa Teresa. 
¿Qué hay de nuevo en esto? ¿Qué, 
que no hubiera podido escribir un poeta barroco del memento mori? O más 
atrás, hasta el origen. ¿Qué, que no hubiera escrito ya el 
profeta Isaías, verdadero autor de la imagen “manriqueana” aquella que 
hace menos a nuestras vidas que “verduras de las eras”? Nada nuevo.
Salvo 
que entendamos, o sospechemos, que en las novelas de B. no sólo somos nosotros 
como individuos, y la literatura y el arte, los que vamos al matadero. Sino que 
es la misma melancolía la que está en extinción (una manifestación 
más de la muerte de la tragedia; agonía lentísima que se 
arrastra desde Sócrates, más o menos, si hemos de creer a Nietzsche).
Ahora 
la melancolía ha dejado de ser poética y se ha vuelto prosaica, 
pero en el sentido de Prozac, el antidepresivo. Vivimos en la era del Prozac. 
A la melancolía ahora se le llama depresión, y se le trata masivamente. 
Se le receta una píldora y entretenimientos, diversión, literatura. 
Sí, literatura como distracción. Nada nuevo tampoco, salvo que hoy 
es masivo. “Leed y os distraeréis”, le recomendaba el médico al 
gran comediante Garrik para curarle su esplín romántico. “Tanto 
he leído”, le contestaba el actor meneando la cabeza. Doscientos años 
después Ophrah Winfrey nos recomienda lo mismo. Y casi podemos ver las 
cenizas de B. encendiéndose de nuevo, ardiendo de rabia: ¡la lectura 
como medicamento, adormidera, ansiolítico!
De ahí, sospechemos, 
el cuidado amoroso con el que B. amamantaba su rabia (hartándola de ella 
misma, de bilis negra, precisamente). Amamantaba su mela-cholé para que 
esa energía furiosa, luciferina, no sucumbiera al hechizo de su gemelo 
maldito: ese pesimismo esencial que a veces llamamos desidia (y que en tiempos 
medievales se llamaba acedia: la enfermedad de los monjes que un día perdían 
las ganas de vivir, la peor tentación de San Antonio). Esa desidia sospecha 
secretamente que toda acción es inútil, ya que la literatura –y 
con ella los escritores– está destinada solamente a los desiertos (que 
es como decir a los osarios) de Sonora, es decir al matadero. Olvido, extinción, 
desaparición en vida por la falta de lectores –como no sean los lectores 
otros escritores (más sobre esto, luego).
Es la melancolía 
de Amalfitano en Santa Teresa, o la de Duchamp, poniendo a colgar un libro de 
geometría. La geometría, precisamente, que ha sido desde la antigüedad 
una metáfora de la melancolía de la razón; o sea, de la inutilidad 
del esfuerzo intelectual por medir el misterio del mundo.
Lo valiente en 
la obra de B. tiene poco que ver con los desplantes de sus poetas malditos –que 
adoran los bolañistas adolescentes– y mucho más con su coraje para 
practicar una literatura que se atreve a esa melancolía radical, en la 
era prozaica; la era ferozmente anti-melancólica y prosaica 
del Prozac.
  IV. 
  El resentimiento de Los Ángeles.
Mihály 
Dés afirma que B. tenía a la literatura como única patria 
y tema, ya que era un desterrado proveniente de un pueblo perdido en Chile al 
que no lo ligaba nada. Creo que está en lo cierto, pero que se equivoca 
en un detalle. Yo diría que algo ligaba a B. con su pueblo de origen. Ese 
pueblo se llama Los Ángeles –no L.A., de California, sino Los Ángeles 
de la frontera, en el sur lluvioso de Chile. Y acaso lo que ligaba a B. a esa 
provincia perdida era el resentimiento. El resentimiento de Los Ángeles; 
en todo su doble sentido.
El re-sentir, el sentir dos veces, el sentirse, 
es algo muy chileno. Neruda decía que había que tener cuidado con 
Chile porque era “el país de los sentidos”. Pero no se refería a 
los cinco sentidos, sino a que en Chile la gente se enoja fácilmente, tiene 
la piel delicada y la memoria larga, y queda resentida; en realidad, casi como 
que gozáramos de resentirnos. Y parece que cuanto más al sur de 
Chile se nace, mayor el resentimiento (que perdonen los sureños). 
Naturalmente, 
tanto resentimiento produce melancolía. Una melancolía frecuentemente 
silenciosa o cuando mucho murmuradora, susurrante. El taimado, el amurrado, se 
dice en Chile de aquel que se queda sin voz de pura rabia. También se lo 
podría llamar “el melancólico”. 
B. tuvo un modo genial de 
eludir la melancolía silenciosa de los ángeles del resentimiento 
chileno. La convirtió en estética. Podría discernirse una 
estética específicamente chilena en la obra de B. Una estética 
del sur de Chile; una estética “penquista”, para usar el gentilicio con 
el que se designa a los habitantes de esa zona, en general. La investigación 
de esa estética conduciría a explorar cómo B. pudo elevar 
el chismorreo literario a la condición de épica, usando los recursos 
que le proporcionaba el chilenísimo arte del “pelambre”, también 
llamado con las voces mapuches “copucheo” o “cahuineo” (creo que pocos dialectos 
latinoamericanos tienen más palabras para denominar al chismorreo, lo que 
demuestra la matizada perfección que hemos alcanzado en ese campo del lenguaje).
“Nunca 
salí del horroroso Chile”, escribió otro poeta chileno, Enrique 
Lihn. En algún sentido, si no se podía hablar mal de México, 
ni bien de Chile, con B. (conforme lo ha observado Juan Villoro), es porque algo 
de él era muy chileno. Por muy expatriado que fuera, algo de B. nunca salió 
de la ciudad de Los Ángeles (tan lejos de los otros de California), cerca 
de la Araucanía de Chile. Nunca se libró de los horrorosos “ángeles” 
del resentimiento chileno. Lo que hizo, en cambio, fue derrotar su silencio; darles 
una voz que se oyera muy lejos. Una voz como un incendio en esos bosques, envuelta 
en llamas.
  V. 
  La cortesía de la desesperación
El gran 
remedio de B. contra su propia mela-cholé, y la de sus obras y personajes, 
es el humor. 
Alguien le preguntaba a Henry de Montherlant (dandi, adorador 
del coraje, suicida): ¿Cómo es posible que usted que es tan triste 
pueda reírse y hacer reír tanto? Y él contestaba: “Ah, es 
que mi humor es la cortesía de mi desesperación”.
  VI. 
  La soledad del Quijote
Mihály Dés ha hecho 
un paralelo arriesgado entre la obra de B. y el Quijote de Cervantes. 
Bien 
observado. ¿Pero dónde está Sancho en la obra de B.? Hay 
en ella Quijotes literarios, muchos, enloquecidos por la lectura. Aunque más 
por las lecturas sofisticadas que por las ingenuas; y aún más por 
la escritura vanguardista que por la lectura inocente; y aún más: 
enloquecidos por un ideal apocalíptico y milenarista de la literatura (no 
por “desfacer” los entuertos de este mundo). Pero no existe en su obra el escéptico, 
práctico y humanísimo Sancho que descree de esta cruzada ficticia 
de los caballeros de las letras. No hay un Sancho que llame al orden al caballero 
loco de poesía y le recuerde que los títeres del retablo de maese 
Pedro son sólo eso, y que la gente también vive y hasta es feliz, 
aunque ignore la existencia veraz y sagrada de la poesía (acaso sobre todo 
si la ignora). 
Carencia del contrapeso sanchopancista que contribuye a 
la melancolía general en la obra de B. Sus Quijotes carecen de escuderos 
que los calmen cuando les dan sus pataletas de furia o pena y empiezan a descabezar 
muñecos o patear taxistas. Nadie que les ridiculice un poco su mela-cholé.
Es 
como si esos escritores enloquecidos que pululan y ululan por sus libros hubieran 
enloquecido no sólo de tanto leer, sino de soledad. La soledad del Quijote 
abandonado por Sancho Panza. La soledad del escritor abandonado por su lector 
común, el del sentido común. El de B. es un Quijote escritor que 
sospecha que ya no quedan otros lectores más que los propios escritores. 
No hay lectores corrientes, escuderos que nos aterricen con un buen refrán, 
sino sólo Quijotes leyéndose a sí mismos. 
¿Distopía? 
No, si es que B. –el personaje, el alter ego, y acaso el autor también– 
hubiera tenido razón: habría que ser un Quijote, hoy día, 
para atreverse a leer un libro no por mera diversión, sino por la mera 
belleza de su melancolía.
  VII. 
  El bolañismo triste 
La rabia triste, la mela-cholé 
de B., siendo en general inofensiva para la vida real –como lo es la literatura–, 
no es sin embargo inocua –para la vida literaria. Su rabia atrabiliaria favoreció 
en algo un rasgo perverso de la vida literaria latinoamericana. En Santiago, como 
en Lima o Montevideo, y también en Buenos Aires y México y Madrid 
(menos, cuanto más grande es el ambiente), y sobre todo entre los practicantes 
del bolañismo, claro, que hoy son legión, oímos que se cita 
a B. –y en realidad se lo abusa– como un pretexto más para practicar nuestra 
vieja y descorazonadora capacidad para el maniqueísmo, para el absolutismo 
intelectual hispano. O dicho al revés: nuestra ancestral incapacidad para 
el claroscuro, para la duda, para el matiz. 
Aquella teoría y práctica 
de la vida literaria, entendida por B. en su obra y en su existencia, como guerrilla 
sin cuartel, atiza esa tendencia nuestra al maniqueísmo devorador –que 
vuelve a la comunidad latinoamericana de los literatti una peligrosa tribu 
caníbal. En seminarios, lanzamientos y “vinos de honor”, todos los días 
y a todas horas, en la bárbara literatura hispanoamericana, no hay escritor 
que no monde sus dientes con un huesito afilado, un astrágalo, acaso, que 
es todo lo que quedó después de que se comió crudo a algún 
colega.
Sería obtuso tomar demasiado en serio aquella contribución 
de B. al canibalismo literario hispanoamericano. Se trata más bien de una 
manifestación de humor que le sobrevive, una broma práctica a costa 
de nuestro penosísimo gremio. 
Hay otro aspecto del culto de B. que 
puede ser más serio. Es el bolañismo triste. O sea, aquel que da 
un poco de pena y rabia –o sea, ese que nos produce una legítima y bolañísima 
mela-cholé. Sus epígonos repercuten hoy la tonada de su maestro 
con devoción y hasta genuflexión. El asunto es un poco triste porque 
no es la primera vez que una gran influencia literaria aplasta, agosta, frustra 
a una generación de admiradores incautos. Y el estilo de B., peculiarmente 
rítmico, pegajoso, hipnótico, parece especialmente diseñado 
para ser imitado sin que el copión lo note. Y no digamos nada de sus temas, 
de su manera de presentar a jóvenes escritores como héroes, últimos 
caballeros cruzados en pos de un ideal poético perdido. Es comprensible 
el atractivo que esta supuesta soledad apocalíptica puede ejercer, sobre 
todo entre plumíferos nuevos, ya que tiene –como dijera Borges de una moda 
anterior– el “encanto de lo patético”.
Se ve esta escena en la película 
Patton. El general Patton (George C. Scott) está en lo alto de una 
colina, en el desierto de Libia, dirigiendo una batalla entre sus tanques y los 
de Rommel. Cuando Patton ve que sus Sherman derrotan por primera vez a los Panzer 
de Rommel (y aquí B. es Rommel, el zorro del desierto de Sonora), entonces 
el general yanqui, sin despegarse de sus binoculares, lanza o más bien 
muerde, este grito de triunfo: “¡Leí tu libro, hijo de puta, leí 
tu libro!”. 
¿Quién les dirá a los bolañitos 
que, en vez de venerar el libro de B., hay que estudiarlo, deshojarlo, desmenuzarlo, 
abusarlo y hasta torturarlo, hasta que cante, hasta que suelte –o no– el secreto 
de cómo lo hacía ese gran “hijo de puta” para escribir tan bien?
  VIII. El Otoño 
  de Arcimboldo
Hay una prodigiosa clave escondida en ese 
bello ángel y bestia que es su personaje final, su Benno von Arcimboldi, 
de 2666. Está el nombre de Benno –“Benito, como Mussolini, no te 
das cuenta”, le advierte su editor. Y está el apellido tomado del pintor 
milanés del siglo xvi cuyas obras, esos retratos alegóricos compuestos 
por frutos y cosas que en sí son otras cosas pero que, observadas con cierta 
distancia y acostumbrado el ojo, dejan aparecer una figura de conjunto. Como las 
digresiones y las historias intercaladas en los libros mayores de B. sugieren, 
observadas con cierta distancia (una distancia que a veces parece estratosférica 
o lunar) un diseño de conjunto. 
Semejantes a las pinturas de Arcimboldo 
(diseñador de vitrales, ilusionista, manierista, es decir, dandi), las 
novelas de B., compuestas de parcialidades y digresiones, de silencios e infinitos, 
sugieren también una morbidez del vacío. Una melancolía, 
de nuevo, en fin. Pero ésta es una melancolía final: no hay un sentido, 
no hay una suma, sólo hay una agregación de partes, que se montan 
sin jamás fundirse del todo. Para que no se olvide que si se desmontan 
no queda nada. El arte es un juego de ilusiones, al fin. Como dice B. que dice 
Benno: “estaban sus propios libros y sus proyectos de libros futuros, que veía 
como un juego…”
En el cuadro de Arcimboldo donde éste retrata al 
Otoño –mostrado hace poco en Berlín, en una exposición precisamente 
acerca de la melancolía– vemos el busto de un hombre hecho sólo 
de frutos maduros. La parte superior del cráneo, si no recuerdo mal, está 
formada por un apetitoso racimo de uvas pintonas. La nariz es un pepino dulce. 
En fin, es una naturaleza muerta, pero viva, montada con las cosechas de lo que 
maduró en el verano. Hay flores también pero ya pálidas. 
Porque, claro, se aproxima el invierno. Y en efecto, los ojos, que fueron pintados 
como unas castañas, miran tristes hacia la derecha divisando los fríos 
que se aproximan. (¿Que cómo es la mirada de unas castañas 
tristes? Nos haría falta B. para describirlo.) El caso es que ese hombre 
hecho de fragmentos ha cosechado todo, cuando ya es demasiado tarde y el invierno 
se aproxima. Siempre se cosecha cuando es demasiado tarde, parece decirnos.
En 
una de las tres ocasiones en que nos vimos le pregunté a Bolaño 
–no a B., porque esto sí va con el hombre y no con el personaje– cómo 
se sentía con el éxito y el triunfo que le estaban llegando. Levantó 
la cabeza de la sopa que cuchareaba en el restaurante Venecia de Santiago (pero 
por su gesto de amargura tanto podría haber estado en la crujía 
comedor de un presidio en Los Ángeles de la frontera) y me espetó: 
“Me llegó demasiado tarde”. 
Ay, de la melancolía del Otoño. 
Ay, de la melancolía que se esconde tras los juegos de manos y las ilusiones 
de Arcimboldo: todo está maduro, por fin, cuando ya no queda tiempo para 
nada.
Los libros que lo imitarán, las tesis que se cernirán 
sobre su obra, las cátedras que lo “deconstruirán”, y hasta –pobre 
de B.– los dibujitos expoliados del fondo de los discos duros más duros 
y el triste bolañismo epigonal, serán –ya son– esos frutos tardíos 
que no recogerá. Las uvas y el pepino dulce y las castañas tristes 
que, cuando los desmontamos y separamos, dejan de ser un retrato vivo, lleno de 
tristeza y rabia y deseo, como es la vida, y vuelven a ser una naturaleza muerta. 
Si nos acercamos demasiado al cuadro o al libro, la imagen se desvanece, las letras 
se borronean. 
Donde hubo un rostro queda solamente la monstruosa mela-cholé 
del vacío.