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"Print the legend!"

Por Javier Cercas
Babelia 14 de abril de 2007

La figura del escritor chileno Roberto Bolaño no para de crecer. Ya antes de su muerte con 50 años, en 2003, empezaba a ser leyenda, especialmente en América Latina. La edición de un libro de relatos y un poemario póstumos sirven para revisar la figura del creador de Los detectives salvajes y 2666 a través de un mosaico realista según varios escritores.

Casi cuatro años después de su muerte, la leyenda de Roberto Bolaño continúa. Me refiero a la leyenda que unos y otros empezaron a construir desde el mismo momento de su muerte, claro está, no a la que el propio Bolaño escribió en el frenesí monástico de sus últimos años tras una vida entera consagrada con tenacidad a la literatura. Como su propio nombre indica, ambas leyendas no se ajustan a la realidad, pero la que escribió Bolaño tiene la inmensa ventaja de que es, en cierto sentido, más verdadera que la verdad, mientras que la otra es en lo esencial mentira o es una mentira forjada con ingredientes de la verdad, que es la forma más cabal de la mentira. La leyenda que Bolaño construyó en sus libros vivirá muchos años, o eso es lo que yo creo; la que han construido los otros se esfumará pronto, o eso es lo que yo espero. Casi sobra decir que esta última era previsible: más allá (o más acá) del valor literario de su obra, el hecho de que Bolaño muriera joven y en la cima de su potencia creadora y su prestigio vedaba, supongo, cualquier otra posibilidad; la incurable propensión mitómana de nuestro medio literario, sumada a nuestra hipócrita e igualmente incurable propensión a hablar bien de los muertos -porque ya no molestan y pueden ser manipulados a placer, o quizá porque queremos compensarlos por lo mal que hablamos de ellos cuando estuvieron vivos-, ha hecho el resto. La historia de la literatura, como la otra, abunda en ejemplos de este tipo de canonización tras una muerte prematura, así que no hay de qué sorprenderse, al menos en lo que se refiere a este punto; en lo que a otros se refiere no ocurre lo mismo. Nada permitía presagiar, por ejemplo, que el mismo hombre que escribió La pista de hielo escribiera sólo tres años más tarde Estrella distante, y apenas seis años después Los detectives salvajes; que entre 1996, año de Estrella distante, y 2003, año de su muerte, escribiera lo que escribió entra de lleno en el terreno de lo asombroso. También es verdad, sin embargo, que en el caso de Bolaño, como en el de tantos otros escritores muertos en parecidas circunstancias, hay en la leyenda que rodea su fama póstuma una cierta justicia poética: al fin y al cabo, toda la obra de Bolaño puede leerse como un intento logrado de convertir su propia vida en leyenda y, si no fuera porque estaban socavados por un humor feroz que sus lectores más obcecados o literales no siempre parecen percibir, los arrebatos, insolencias y provocaciones de sus años fugaces de escritor consagrado podrían inducirnos a pensar que Bolaño acabó sus días creyéndose un personaje de Bolaño, cosa que por fortuna no es cierta o que sólo es cierta en la triste medida en que todo escritor acaba resignándose tarde o temprano a convertirse en un personaje de su propia obra. Pero no hay que ponerse pesimista: por mucho que la leyenda tergiverse la realidad a gusto de cada cual, por mucho que un muerto precoz y prestigioso sea pasto privilegiado de los desaprensivos de turno, por mucho que los muertos no puedan defenderse y los vivos que pueden defenderlo no sepan o no puedan o no quieran hacerlo, lo cierto es que a la corta este runrún permanente que envuelve la vida póstuma de Bolaño tiene la ventaja indudable de atraer cada día nuevos lectores sobre su obra; no hay que descartar que a la larga -o no tan a la larga- tenga algunos inconvenientes, pero cuando lleguen, si es que llegan, la propia obra de Bolaño ya se encargará de afrontarlos, y lo hará con entereza. Sea como sea, tal y como están las cosas es posible que tarde o temprano a algunos de sus lectores menos perspicaces o más atolondrados les decepcione saber que el escritor forajido en que han querido convertir a Bolaño fue en su vida real un hombre morigerado y prudente, alguien que -pongo por caso- políticamente no pasaba de ser un socialdemócrata o un liberal de izquierdas -que es, supongo, lo más prudente y morigerado que políticamente se puede ser-, pero eso ya no es problema de Bolaño ni de su obra, sino sólo de los atolondrados y de quienes alimentan su atolondramiento.

Lo que importa de verdad, ya digo, es la otra leyenda: la que Bolaño forjó con su vida y nos legó en sus libros. Ésta, por supuesto, también puede manipularse, sólo que en este caso manipularla es legítimo y a veces hasta indispensable, aunque no todas las manipulaciones son igual de inteligentes o valiosas, y no en todos los casos la obra de Bolaño las autoriza sin ser al mismo tiempo traicionada. A mi juicio, muchos de los tópicos más arraigados sobre la obra de Bolaño son equivocados. Se repite, por ejemplo, que su obra surge de una reacción contra los autores del, mejor o peor llamado, boom de la literatura latinoamericana, de los que sería a la vez el antídoto y la vía de escape, o una de las vías de escape; aunque ciertos desplantes para la galería del propio Bolaño parecen avalarla, esta idea sólo puede ser fruto de la torpeza o la impotencia de quien la defiende (cuando no de su mala índole) y de una lectura muy superficial de la obra de Bolaño, y tiene el inconveniente tremendo de proponer a un Bolaño torpe e impotente, además de casi indocumentado, incapaz en todo caso de comprender que escribir algo de provecho consiste en no ignorar a los gigantes, sino, por penoso o lesivo que resulte para el amor propio de según quién, en reconocerlos y en encaramarse en sus hombros, aunque sea incurriendo de vez en cuando en la coquetería venial de despreciarlos de boquilla. Lo que quiero decir es que Bolaño no fue en modo alguno (salvo en alguna zumbona intemperancia de última hora) un detractor del boom, sino precisamente su continuador más disciplinado: su obra no es sólo inimaginable sin una lectura a brazo partido de Borges, sino también sin la transparencia coloquial de la prosa de Cortázar o sin las astucias narrativas y las arquitecturas novelescas de Vargas Llosa, sin duda el novelista vivo en español a quien más admiró Bolaño, y uno de los que con más cuidado asimiló. Por otra parte, también parece halagar la vanidad o aliviar las frustraciones de ciertos lectores o exegetas de Bolaño imaginarlo como un vanguardista radical, como un outsider apartado de las formas literarias de una época prostituida por el convencionalismo de los usos narrativos y por la rapacidad del mercado; en este caso la miopía es si cabe más aparatosa, aunque, también en este caso, ciertas declaraciones de Bolaño -aceptadas con desconcertante docilidad por sus exegetas- no han contribuido desde luego a curarla: dejando de lado el hecho evidente de que la vanguardia, sea lo que sea tal cosa a estas alturas, es en Bolaño mucho antes un ademán, o si se prefiere una actitud, y sobre todo un yacimiento temático que una práctica literaria, lo cierto es que los dos rasgos más visibles de la obra de Bolaño son los dos rasgos más visibles, si no de la corriente dominante de la narrativa en castellano (o quizá debería decir en español, puesto que Bolaño fue también, y quizá sobre todo, un escritor español), sí de una cierta corriente dominante en la narrativa seria escrita en castellano en los últimos años: la legibilidad y la narratividad. Como cualquier lector de buena fe comprueba en cuanto abre cualquiera de sus libros, Bolaño no fue un narrador hermético o difícil, gratuitamente exigente con el lector, enrocado en autofagias experimentalistas más o menos novedosas -que suelen ser las más viejas o las que antes envejecen-, sino un escritor alérgico a cualquier forma de logomaquia, un narrador compulsivamente legible, inmediatamente cordial, arrebatadoramente atractivo, y un inagotable contador de historias cuya escritura, propulsada por una tracción sin freno, arrastra de una anécdota a otra, de un personaje a otro, de un paisaje al otro en un torbellino alucinado que deja al lector sin resuello. No: como tantos grandes escritores de cualquier época, Bolaño no fue en absoluto una excepción; fue, sin que tal vez él mismo lo sospechara -sin que acaso su obstinado espíritu de contradicción se sintiera demasiado cómodo con ello-, una inesperada y soberbia confirmación de la regla.

Si no me engaño, pese a ser una evidencia palmaria lo anterior no sería aceptado sin escándalo por los admiradores más superficiales o esquinados de Bolaño, que serán los más efímeros; me alegra pensar que tampoco lo aceptarían sus detractores más severos, a quienes ni siquiera la muerte de Bolaño ha silenciado del todo. No me refiero ahora a quienes parecen querer escatimar a la obra de Bolaño su valor incuestionable por las declaraciones o actitudes personales de su autor, lo que es una estupidez y una indignidad, o más bien las dos cosas a la vez: alegar, digamos, que el rencor contra su país, o contra el establishment de la literatura en lengua española, fue el principal carburante de la escritura de Bolaño no es sólo probablemente falso; es algo bastante peor: es ignorar que para un escritor el rencor puede ser un carburante tan legítimo como cualquier otro, y quizá más eficaz, y que en todo caso ese rencor no es un argumento contra Bolaño ni contra la obra de Bolaño, como no es un argumento, digamos, contra James Joyce ni contra la obra de James Joyce, cuyo fervoroso rencor contra Irlanda alimentó de por vida su escritura. Me refiero, por supuesto, a reproches propiamente literarios. De todos ellos hay dos que son, creo, los más comunes. El primero afirma que la prosa de Bolaño es pedestre, plana, elemental ("del tipo yo Tarzán, tú Chita", ha dicho Fernando Vallejo, con una maldad que parece sacada de cualquiera de los libros de Bolaño); el segundo afirma que el único tema de Bolaño es la literatura o, peor aún, la vida literaria. Puedo entender que algunos admiradores desprejuiciados de Bolaño concedan que ninguno de los dos reproches es del todo injusto, pero yo les recordaría que ambos son insuficientes: salvando todas las distancias, el primero de ellos olvida que también a Cervantes se le reprocha, y no sin razón, el uso de una prosa de sobremesa, a ratos ramplona y conversacional, y que, si Bolaño sacrifica las suntuosidades del lenguaje y las complejidades de la sintaxis y hasta del pensamiento, lo hace en aras de la eficacia torrencial, delirante y exactísima de sus fabulaciones; o dicho de forma más clara: esa prosa atonal y por momentos sin relieve es la prosa que Bolaño necesita -ésa y no otra- para contar lo que cuenta. En cuanto al segundo reproche, parte de una premisa verdadera, porque es un hecho que la escritura de Bolaño se tensa hasta el límite cuando el asunto que aborda es sólo literario, pero llega a una conclusión errónea, porque eso no lo convierte en un escritor endogámico, autocomplaciente o solipsista: en los libros de Bolaño la literatura o la vida literaria es sólo una metáfora de la vida a secas, y uno de los principales méritos de Bolaño consiste en haber dotado al chisme literario de una dimensión casi épica en la que todas las pasiones, los vértigos y las perplejidades del ser humano hallan una expresión desgarrada y nueva.

"Print the legend!", exclama al final de El hombre que mató al Liberty Valance el director del Morning Star tras comprender que la leyenda es más poderosa que la realidad, o que la ficción es más verdadera que la historia. Para Bolaño, la escritura consistió precisamente en eso: en imprimir la propia leyenda; para los lectores de Bolaño, como para los de cualquier otro escritor, ésa es la única leyenda que cuenta, porque ésa es la única que él quiso o supo o pudo contarnos y porque en los recovecos y líneas de fuga de esa leyenda se encuentra el único Bolaño de verdad. Lo demás es sólo literatura. Literatura en el sentido pestilente de la palabra, que es el que Bolaño detestaba más que ninguna otra cosa y el que con harta frecuencia se le ha infligido tras su muerte. Así que lo mejor es prescindir de todo eso. Prescindir de los ventajistas que se lanzaron desde el primer momento sobre su cadáver, de quienes lo ridiculizaron y humillaron en vida y lo canonizan cuando está muerto para humillar y ridiculizar a otros vivos a quienes quizá canonizarían de estar muertos, de la idolatría sonrojante de quienes suspiran por convertirlo en una especie de James Dean chileno, de los rencores estériles y extraviados de sus exegetas, de las ingenuidades y cursilerías de sus lectores cursis e ingenuos y hasta de los exabruptos e insolencias a que el propio Bolaño se sintió tal vez obligado por la celebridad o con los que le gustó jugar en sus últimos años. Prescindir de todo eso y quedarnos con lo único que era seguro cuando estaba vivo y sigue siéndolo cuando está muerto: el coraje y la honestidad inauditos con que Bolaño asumió su vocación de escritor y el hecho incontrovertible de que es, hasta donde alcanzo y a menos que alguien se apresure a demostrar lo contrario, el escritor latinoamericano menos prescindible de su generación.

Javier Cercas (Cáceres, 1962) es autor de Soldados de Salamina y La velocidad de la luz.

 

 

El hombre que escribía para morir por su cuenta

Por Rafael Gumucio
Babelia, 14 de Abril de 2007

Los adolescentes suelen querer creer que su patria está en los libros, y que los poetas y la poesía es lo único sagrado en un mundo lleno de vulgaridad y futilidades. Los padres suelen mirar este exceso de citas y discursos y nombres de escuelas literarias y divisiones trotskistas con una mirada piadosa, pensando: "Ya se le pasará". A Roberto Bolaño, por razones de carácter, pero también por razones históricas -hijo de los setenta, despatriado no sólo simbólicamente sino efectivamente, a golpe de metralleta-, la adolescencia no se le pasó. A Roberto Bolaño la adolescencia siguió -porque para su desgracia también era lúcido, porque no sólo le gustaba leer sino que sabía leer- doliéndole porque conocía mejor que nadie sus mentiras y sus torpezas.

Escribió como nadie sobre esas torpezas y esas mentiras. No lo hizo ni desde la nostalgia impostada, ni desde la decepción también impostada, sino con verdadera ternura, con secreta templanza, con adolescente entusiasmo, con juvenil sarcasmo, con maduro control de su prosa. Lo hizo en poco tiempo, poco tiempo antes de morir, con la autoridad del que sabe que no le quedan más fichas, que no tiene tiempo para otro intento. Es esa urgencia, y la fe que con contar basta para ser comprendido, lo que hace que lo que cuenta Bolaño sea tan directamente innegable. La extrema autoridad con que sus narradores nos hablan, nace de ese extraño lugar desde el que Bolaño mismo nos habla, un adolescente -es decir, alguien que cree que no puede morir- que habla con la voz de un hombre que lo único que sabe a ciencia cierta es que va a morir. Que escribe por eso y para eso, no para no morir sino para -como pedía Enrique Linh- morir por su cuenta.


Rafael Gumucio (Chile, 1970) es autor de Comedia nupcial y Memorias prematuras.

 

 

Bolaño: literatura y apocalipsis

Por Edmundo Paz Soldán
Babelia, 14 de Abril de 2007


En Apocalipsis en Solentiname, Julio Cortázar indaga en las posibilidades del arte en América Latina: dar una visión naif, folclórica de la realidad, o testimoniar el horror. Toda la obra de Roberto Bolaño puede entenderse a partir de una lectura del cuento fantástico de Cortázar. En el escritor chileno no hay otra opción que dar cuenta del horror y del mal, y hacerlo de la manera excesiva que se merece: el imaginario apocalíptico es el único que le hace justicia a la América Latina de los años setenta -explorada en Nocturno de Chile y Estrella distante-. Pero lo que al comienzo era una exploración del continente en un momento específico, en los años finales de Bolaño se generaliza al siglo XX, al mundo, a la condición humana. En 2666, la ciudad de Santa Teresa es un cráter, el agujero negro del crimen múltiple sin solución. En el cuento 'El policía de las ratas' (publicado en El gaucho insufrible), la pulsión criminal no parece ser la anomalía de una rata individualista, sino más bien parte de la naturaleza de la especie. En ese contexto, el escritor, figura cada vez más marginalizada, deviene esencial en Bolaño, y la literatura recupera su aura: el escritor es el testigo que debe ser capaz de mantener "los ojos abiertos", y una "escritura de calidad" es "saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso". Como en Borges, la literatura es en Bolaño una forma de conocimiento, la búsqueda absoluta de Arturo Belano y Ulises Lima en Los detectives salvajes, pero aquí ya no funciona la analogía del universo como una Biblioteca; se trata de algo más visceral, del escritor que entiende el arte como una aventura vitalista, y en otras ocasiones del narrador y del poeta como detectives en busca del origen del mal, y por ello condenados desde el principio a la derrota. En la obra de Roberto Bolaño, vida y muerte se funden para articular una reflexión existencialista en que, como en 'El policía de las ratas', el mundo se revela sin sentido y la especie, a la manera de Sísifo, "condenada desde el principio", no se arredra, continúa luchando y marcha en busca de "una felicidad que en el fondo sabe inexistente".

Edmundo Paz Soldán (Bolivia, 1967) es autor de novelas como Amores imperfectos y
El diario de Turing.

 

 

Mago de un solo truco

Por Darío Jaramillo Agudelo
Babelia, 14 de Abril de 2007


No me gusta hablar de lo que no me gusta. Prefiero equivocarme en el elogio. Cuando abandono un libro es porque la ecuación placer/dolor está de este último lado. Nunca me impongo la lectura como un cilicio. Sobre todo la de poesía y la de novelas. Soy lector sibarita. Cuando dejo un libro, en especial aquellos textos que vienen bendecidos por cierto consenso, tiendo a pensar que se trata de una carencia mía. Con Bolaño me sucedió eso. Fracasé. Tratándose de un autor tan reconocido, de seguro el problema es mío. Perdí por completo el interés en él.

Ahora, con motivo de esta valoración que presenta EL PAÍS, me obligo a tratar de aclarar(me) los motivos de mi fracaso. Leo algunas páginas. Tiene pocos recursos y los repite sin variar. Me doy cuenta de que su prosa va en remolinos. En cada párrafo uno pasa varias veces por la misma palabra. Abusa de la aliteración hasta el cansancio. Con esa muletilla, da la impresión de estar conversando, siempre con el mismo tono, que fluctúa entre la cantaleta y la salmodia. Mis ideales son otros, distintas mis admiraciones. Por mi parte, mientras leo voy tachando. Admiro la economía de medios. Me parece maravillosa, y dificilísima de lograr, una prosa como la de Pedro Zarraluki, como la de Martínez de Pisón, como la de Andrés Trapiello, todas distintas entre sí como para demostrar que la sobriedad no es monotonía. En cambio ese ir en eses es heces, digo para aliterar como alitera y repetir como repite Bolaño en dosis tan excesivas, que terminan por denunciar la bisutería de una prosa bastante poco recursiva. Bolaño es mago de un solo truco, retorcido (como un remolino), adornado truco, pero siempre igual a sí mismo. Es ahí cuando uno puede ver con nitidez la diferencia entra la pobreza -maquillada- y la difícil y maravillosa sencillez.

Ahora lo tengo más claro. Fracasé con Bolaño porque me marea su repetidora.

(De seguro estoy equivocado. Definitivamente no me gusta hablar de lo que no me gusta).


Darío Jaramillo (Colombia, 1947) es poeta y narrador, autor de Cantar por
cantar y La voz interior.

 

 

Una energía que no todos pueden seguir

Por Guillermo Fadanelli
Babelia, 14 de Abril de 2007

Hace apenas unas semanas llegué a Berlín, donde permaneceré un año. Para el viaje dispuse de 50 libros que habrían de acompañarme en la aventura: ensayos, novelas que acumulan sobre sí varias lecturas, relatos de escritores alemanes (para ejercer la hipocresía) y ninguna obra de Roberto Bolaño. Mis amigos que a su vez son escritores mexicanos discuten acerca de Bolaño, a unos les parece que se ha hecho una tormenta en un vaso de agua, es un buen escritor dicen, pero nada más. En cambio, otros lo consideran un Dios de talento no sólo evidente, sino indiscutible. Aunque he leído buena parte de la obra del escritor chileno me he mantenido fuera de la contienda. ¿Con qué se queda uno después de leer una novela? Acaso con un vaso roto y un conjunto de maldiciones, nadie lo sabe. Yo creo que Bolaño era un gran escritor: incontenible en su producción e impredecible en sus historias. Además es simpático, es decir, que su relatar tiene gracia, humanidad. Cuántos escritores conocemos sin una sola de gota de gracia. ¿Los contamos? No acabaríamos en varios días. Me sorprende de varios escritores su furia narrativa: no saben detenerse. Me imagino que también le sucedió a Bolaño, pero su caso es distinto porque casi siempre salió bien librado. ¿A qué se debe eso? Ojalá lo supiera, pero sospecho que su poder de fabulación extraordinario sumado a un talento para hacer de cualquier hecho un acontecimiento narrativo lo ponen del lado de los buenos. Los detectives salvajes me parece por mucho una obra más que importante, pese a que me arrastré para llegar a la última página. Y es que Bolaño tiene esa energía de escritor niño al que no todos pueden seguir. Y bueno, el entusiasmo se acaba: en sus relatos me siento bastante más cómodo, pero menos emocionado.

La discusión a la que aludí líneas atrás no tiene mayor sentido: cuando un escritor va más allá del mero oficio de narrar y crea un mundo desconocido, imposible, capaz de hacer de la imaginación de sus lectores un campo de batalla, estamos frente a un escritor de verdad. Y Bolaño lo era de sobra. (Ahora bien, mis cincuenta libros son intocables).

Guillermo Fadanelli (México, 1963) es autor de Lodo y Educar a los topos.

 

 

Cuando el arte nace a la contra

Por Mario Bellatín
Babelia, 14 de Abril de 2007


Lo que más llamó desde un principio mi atención con respecto a Roberto Bolaño fue que su obra es precisamente lo contrario a lo que se esperaría que fuera. Haciendo un rápido recuento a sus circunstancias de vida, a la época en la que ésta transcurrió, a su forma de asumir la realidad, a los acontecimientos que le tocó experimentar, la admiración mayor es que nos encontramos con una serie de libros publicados que desmienten de una manera rotunda una serie de mitos de época, detrás de los cuales muchos de sus compañeros de generación trataron de ocultar su mediocridad narrativa. Los libros de Roberto Bolaño, magníficos en sí mismos, adquieren para mí una importancia mayor porque de alguna manera representan lo que considero como arte: todo aquello que surge justamente cuando todo está dado para que no ocurra. Los libros de Bolaño me parecen pequeños milagros cuya existencia sólo se puede entender si se tiene fe en que la verdadera escritura se encuentra siempre por encima de cualquier condición inmediata. Incluso la de la existencia del propio autor.

Mario Bellatín (México, 1960) es narrador y autor de Salón de belleza y El gran vidrio.

 

 

El vacío donde no cabe la náusea

Por Nora Catelli
babelia, 14 de Abril de 2007


Nació en Chile en 1953, vivió desde los quince años en México; en 1973, volvió por una decisiva temporada a su país natal; regresó a México, desde donde se trasladó a España en 1977; murió en Barcelona en 2003. Empezó a publicar a mediados de la década de 1970. Se le deben poemarios e importantes volúmenes de cuentos, además de nouvelles y novelas, desde la interesantísima y singular La literatura nazi en América a Los detectives salvajes o la misma 2666. Algún día habrá que estudiar con detenimiento por qué Bolaño empezó cerca de Marcel Schwob o de Alfonso Reyes (cuyos Retratos reales e imaginarios admiraba) y cuándo se desplazó hacia una monumentalidad -de índole joyceana- que muchas veces recuerda a Leopoldo Marechal; sobre todo, al del viaje de los poetas porteños de vanguardia en busca del Neocriollo en Adán Buensayres (1948).

Estar atento a la vida de los otros y observar cómo viven son rasgos de narrador clásico, que debe mantener activa una primigenia curiosidad infantil, para después desplegarla de muchas maneras. La manera de Bolaño es su necesario tributo a la época: para fabricar la obra debe sostenerse en la observación de su propia vida. Una vida de artista. Y Bolaño era, en este aspecto, un neorromántico: nada existe más lleno de sentido que la vida de un artista, la única capaz de contener la vida de los otros. De hecho, construyó con minuciosidad uno de los relatos más reconocibles de la sociedad literaria: el escritor primero desdeñado y después celebrado.

En su obra torrencial y a la vez controladísima no falta ninguno de los ingredientes: inicios esforzados, rechazos editoriales, premios de provincia, alguna batalla por el canon latinoamericano y una guerra decisiva por el canon chileno, hoy disputado entre figuras como el mismo Bolaño, Pedro Lemebel o Diamela Eltit, más díficiles de desautorizar que Isabel Allende. Lo que Bolaño hizo con todo ello fue una contundente ficción de la epopeya del artista, y, sobre todo, la del Poeta; no por casualidad los chilenos usan esa mayúscula para aludir a Neruda. Bolaño logró utilizar la comunidad de los poetas para convertirlos -y convertirse- en personaje de novela: el intento más explícito es Los detectives salvajes, que se pone en marcha porque unos poetas buscan a otros poetas. Y lo hace en un castellano tan flexible que permite olvidar las frecuentes repeticiones en el dibujo de una situación y en su deslizamiento hacia otra idéntica. También 2666 participa de este esquema, cuya desmesura proviene precisamente de su ausencia de culminación.

Utilizó, como mecanismo básico, una técnica bien aceitada, de desdoblamientos, lo cual le permite ofrecer espejos en clara sucesión cronólogica, en los que "Bolaño" o personajes similares proponen ante el lector un itinerario vital como medio de seducción literaria. En ocasiones esos procedimientos se cruzan con otros menos autorreferenciales, que hacen patente la voluntad visible por lograr una objetividad triunfante. Ésta es la segunda vertiente de la que participan los relatos de El secreto del mal, algunos ya publicados, muchos inconclusos, y dos, al menos, concluidos: el excelente -y muy cortaziano- 'Laberinto' y, probablemente, 'Músculos'. La diferencia entre inconclusos y concluidos no es banal, porque los finales de Bolaño son suspensiones muy sutiles del mecanismo de la narración. Son finales interrogativos, preguntas por esa próxima máscara que en la escena vertiginosa del encuentro diferido con el doble se convertirá en próximo texto. Lo que sucede con los libros póstumos es que probablemente el movimiento de lectura deba invertirse. En este sentido, como movimiento de retrospección, los cuentos de El secreto del mal revelan la ambición del proyecto y la ansiedad por la posteridad que Bolaño escenificó y escribió con toda desnudez: "El instante prístino que es el pasaporte de R. B. en octubre de 1981, que lo acredita como chileno con permiso de residir en España, sin trabajar, durante otros tres meses. ¡El vacío donde ni siquiera cabe la naúsea!".

 

 

 

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El legado de Roberto Bolaño.
Babelia, 14 de Abril de 2007