NOTA DE LOS HEREDEROS DEL AUTOR 
          Ante la posibilidad de una muerte próxima, Roberto 
            dejó instrucciones de que su novela 2666 se publicara 
            dividida en cinco libros que se corresponden con las cinco partes 
            de la novela, especificando el orden y periodicidad de las publicaciones 
            (una por año) e incluso el precio a negociar con el editor. 
            Con esta decisión, comunicada días antes de su muerte 
            por el propio Roberto a Jorge Herralde, creía dejar solventado 
            el futuro económico de sus hijos. 
          Después de su muerte y tras la lectura y estudio 
            de la obra y del material de trabajo dejado por Roberto que lleva 
            a cabo Ignacio Echevarría (amigo al que designó como 
            persona referente para solicitar consejo sobre sus asuntos literarios), 
            surge otra consideración de orden menos práctico: el 
            respeto al valor literario de la obra, que hace que de forma conjunta 
            con Jorge Herralde cambiemos la decisión de Roberto y que 2666 
            se publique primero en toda su extensión en un solo volumen, 
            tal como él habría hecho de no haberse cumplido la peor 
            de las posibilidades que el proceso de su enfermedad ofrecía.
           
           
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            La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi 
            fue en la Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios 
            universitarios de literatura alemana, a la edad de diecinueve años. 
            El libro en cuestión era D’Arsonval. El joven Pelletier 
            ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía 
            (compuesta por El jardín, de tema inglés, La 
            máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval 
            era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o 
            ese vacío o  esa 
            dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada 
            a su extrema juventud, no restó un ápice del deslumbramiento 
            y de la admiración que le produjo la novela. A partir de ese 
            día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada 
            aquella lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano 
            entusiasta y dio comienzo su peregrinaje en busca de más obras 
            de dicho autor. No fue tarea fácil. Conseguir, aunque fuera 
            en París, libros de Benno von Archimboldi en los años 
            ochenta del siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara 
            múltiples dificultades. En la biblioteca del departamento de 
            literatura alemana de su universidad no se hallaba casi ninguna referencia 
            sobre Archimboldi. Sus profesores no habían oído hablar 
            de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le sonaba de algo. 
            Con furor (con espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez 
            minutos que lo que le sonaba a su profesor era el pintor italiano, 
            hacia el cual, por otra parte, su ignorancia también se extendía 
            de forma olímpica. Escribió a la editorial de Hamburgo 
            que había publicado D’Arsonval y jamás recibió 
            respuesta. Recorrió, asimismo, las pocas librerías alemanas 
            que pudo encontrar en París. El nombre de Archimboldi parecía 
            en un diccionario sobre literatura alemana y en una revista belga 
            dedicada, nunca supo si en broma o en serio, a la literatura prusiana. 
            En 1981 viajó, junto con tres amigos de facultad, por Baviera 
            y allí, en una pequeña librería de Munich, en 
            Voralmstrasse, encontró otros dos libros, el delgado tomo de 
            menos de cien páginas titulado El tesoro de Mitzi y 
            el ya mencionado El jardín, la novela inglesa. La lectura 
            de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la opinión 
            que ya tenía de Archimboldi. En 1983, a los veintidós 
            años, dio comienzo a la tarea de traducir D’Arsonval. 
            Nadie le pidió que lo hiciera. No había entonces ninguna 
            editorial francesa interesada en publicar a ese alemán de nombre 
            extraño. Pelletier empezó a traducirlo básicamente 
            porque le gustaba, porque era feliz haciéndolo, aunque también 
            pensó que podía presentar esa traducción, precedida 
            por un estudio sobre la obra archimboldiana, como tesis y, quién 
            sabe, como primera piedra de su futuro doctorado.
esa 
            dejadez bibliográfica, que sólo podía ser achacada 
            a su extrema juventud, no restó un ápice del deslumbramiento 
            y de la admiración que le produjo la novela. A partir de ese 
            día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada 
            aquella lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano 
            entusiasta y dio comienzo su peregrinaje en busca de más obras 
            de dicho autor. No fue tarea fácil. Conseguir, aunque fuera 
            en París, libros de Benno von Archimboldi en los años 
            ochenta del siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara 
            múltiples dificultades. En la biblioteca del departamento de 
            literatura alemana de su universidad no se hallaba casi ninguna referencia 
            sobre Archimboldi. Sus profesores no habían oído hablar 
            de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le sonaba de algo. 
            Con furor (con espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez 
            minutos que lo que le sonaba a su profesor era el pintor italiano, 
            hacia el cual, por otra parte, su ignorancia también se extendía 
            de forma olímpica. Escribió a la editorial de Hamburgo 
            que había publicado D’Arsonval y jamás recibió 
            respuesta. Recorrió, asimismo, las pocas librerías alemanas 
            que pudo encontrar en París. El nombre de Archimboldi parecía 
            en un diccionario sobre literatura alemana y en una revista belga 
            dedicada, nunca supo si en broma o en serio, a la literatura prusiana. 
            En 1981 viajó, junto con tres amigos de facultad, por Baviera 
            y allí, en una pequeña librería de Munich, en 
            Voralmstrasse, encontró otros dos libros, el delgado tomo de 
            menos de cien páginas titulado El tesoro de Mitzi y 
            el ya mencionado El jardín, la novela inglesa. La lectura 
            de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la opinión 
            que ya tenía de Archimboldi. En 1983, a los veintidós 
            años, dio comienzo a la tarea de traducir D’Arsonval. 
            Nadie le pidió que lo hiciera. No había entonces ninguna 
            editorial francesa interesada en publicar a ese alemán de nombre 
            extraño. Pelletier empezó a traducirlo básicamente 
            porque le gustaba, porque era feliz haciéndolo, aunque también 
            pensó que podía presentar esa traducción, precedida 
            por un estudio sobre la obra archimboldiana, como tesis y, quién 
            sabe, como primera piedra de su futuro doctorado. 
          Acabó la versión definitiva de la traducción 
            en 1984 y una editorial parisina, tras algunas vacilantes y contradictorias 
            lecturas, la aceptó y publicaron a Archimboldi, cuya novela, 
            destinada a priori a no superar la cifra de mil ejemplares vendidos, 
            agotó tras un par de reseñas contradictorias, positivas, 
            incluso excesivas, los tres mil ejemplares de tirada abriendo las 
            puertas de una segunda y tercera y cuarta edición. Para entonces 
            Pelletier ya había leído quince libros del autor alemán, 
            había traducido otros dos, y era considerado, casi unánimemente, 
            el mayor especialista sobre Benno von Archimboldi que había 
            a lo largo y ancho de Francia. 
          Entonces Pelletier pudo recordar el día en que 
            leyó por primera vez a Archimboldi y se vio a sí mismo, 
            joven y pobre, viviendo en una chambre de bonne, compartiendo 
            el lavamanos, en donde se lavaba la cara y los dientes, con otras 
            quince personas que habitaban la oscura buhardilla, cagando en un 
            horrible y poco higiénico baño que nada tenía 
            de baño sino más bien de retrete o pozo séptico, 
            compartido igualmente con los quince residentes de la buhardilla, 
            algunos de los cuales ya habían retornado a provincias, provistos 
            de su correspondiente título universitario, o bien se habían 
            mudado a lugares un poco más confortables en el mismo París, 
            o bien, unos pocos, seguían allí, vegetando o muriéndose 
            lentamente de asco. 
          Se vio, como queda dicho, a sí mismo, ascético 
            e inclinado sobre sus diccionarios alemanes, iluminado por una débil 
            bombilla, flaco y recalcitrante, como si todo él fuera voluntad 
            hecha carne, huesos y músculos, nada de grasa, fanático 
            y decidido a llegar a buen puerto, en fin, una imagen bastante normal 
            de estudiante en la capital pero que obró en él como 
            una droga, una droga que lo hizo llorar, una droga que abrió, 
            como dijo un cursi poeta holandés del siglo XIX, las esclusas 
            de la emoción y de algo que a primera vista parecía 
            autoconmiseración pero que no lo era (¿qué era, 
            entonces?, ¿rabia?, probablemente), y que lo llevó a 
            pensar y a repensar, pero no con palabras sino con imágenes 
            dolientes, su período de aprendizaje juvenil, y que tras una 
            larga noche tal vez inútil forzó en su mente dos conclusiones: 
            la primera, que la vida tal como la había vivido hasta entonces 
            se había acabado; la segunda, que una brillante carrera se 
            abría delante de él y que para que ésta no perdiera 
            el brillo debía conservar, como único recuerdo de aquella 
            buhardilla, su voluntad. La tarea no le pareció difícil. 
          
          Jean-Claude Pelletier nació en 1961 y en 1986 era 
            ya catedrático de alemán en París. Piero Morini 
            nació en 1956, en un pueblo cercano a Nápoles, y aunque 
            leyó por primera vez a Benno von Archimboldi en 1976, es decir 
            cuatro años antes que Pelletier, no sería sino hasta 
            1988 cuando tradujo su primera novela del autor alemán, Bifurcaria 
            bifurcata, que pasó por las librerías italianas 
            con más pena que gloria.
          La situación de Archimboldi en Italia, esto hay 
            que remarcarlo, era bien distinta que en Francia. De hecho, Morini 
            no fue el primer traductor que tuvo. Es más, la primera novela 
            de Archimboldi que cayó en manos de Morini fue una traducción 
            de La máscara de cuero hecha por un tal Colossimo para 
            Einaudi en el año 1969. Después de La máscara 
            de cuero en Italia se publicó Ríos de Europa, 
            en 1971, Herencia, en 1973, y La perfección ferroviaria 
            en 1975, y antes se había publicado, en una editorial romana, 
            en 1964, una selección de cuentos en donde no escaseaban las 
            historias de guerra, titulada Los bajos fondos de Berlín. 
            De modo que podría decirse que Archimboldi no era un completo 
            desconocido en Italia, aunque tampoco podía decirse que fuera 
            un autor de éxito o de mediano éxito o de escaso éxito 
            sino más bien de nulo éxito, cuyos libros envejecían 
            en los anaqueles más mohosos de las librerías o se saldaban 
            o eran olvidados en los almacenes de las editoriales antes de ser 
            guillotinados. 
          Morini, por supuesto, no se arredró ante las pocas 
            expectativas que provocaba en el público italiano la obra de 
            Archimboldi y después de traducir Bifurcaria bifurcata 
            dio a una revista de Milán y a otra de Palermo sendos estudios 
            archimboldianos, uno sobre el destino en La perfección ferroviaria 
            y otro sobre los múltiples disfraces de la conciencia y la 
            culpa en Letea, una novela de apariencia erótica, y 
            en Bitzius, una novelita de menos de cien páginas, similar 
            en cierto modo a El tesoro de Mitzi, el libro que Pelletier 
            encontró en una vieja librería muniquesa, y cuyo argumento 
            se centraba en la vida de Albert Bitzius, pastor de Lützelflüh, 
            en el cantón de Berna, y autor de sermones, además de 
            escritor bajo el seudónimo de Jeremias Gotthelf. Ambos ensayos 
            fueron publicados y la elocuencia o el poder de seducción desplegado 
            por Morini al presentar la figura de Archimboldi derribaron los obstáculos 
            y en 1991 una segunda traducción de Piero Morini, esta vez 
            de Santo Tomás, vio la luz en Italia. Por aquella época 
            Morini trabajaba dando clases de literatura alemana en la Universidad 
            de Turín y ya los médicos le habían detectado 
            una esclerosis múltiple y ya había sufrido un aparatoso 
            y extraño accidente que lo había atado para siempre 
            a una silla de ruedas. 
          Manuel Espinoza llegó a Archimboldi por otros caminos. 
            Más joven que Morini y que Pelletier, Espinoza no estudió, 
            al menos durante los dos primeros años de su carrera universitaria, 
            filología alemana sino filología española, entre 
            otras tristes razones porque Espinoza soñaba con ser escritor. 
            De la literatura alemana sólo conocía (y mal) a tres 
            clásicos, Hölderlin, porque a los dieciséis años 
            creyó que su destino estaba en la poesía y devoraba 
            todos los libros de poesía a su alcance, Goethe, porque en 
            el último año del instituto un profesor humorista le 
            recomendó que leyera Werther, en donde encontraría 
            un alma gemela, y Schiller, del que había leído una 
            obra de teatro. Después frecuentaría la obra de un autor 
            moderno, Jünger, más que nada por simbiosis, pues los 
            escritores madrileños a los que admiraba y, en el fondo, odiaba 
            con toda su alma hablaban de Jünger sin parar. Así que 
            se puede decir que Espinoza sólo conocía a un autor 
            alemán y ese autor era Jünger. Al principio, la obra de 
            éste le pareció magnífica, y como gran parte 
            de sus libros estaban traducidos al español, Espinoza no tuvo 
            problemas en encontrarlos y leerlos todos. A él le hubiera 
            gustado que no fuera tan fácil. La gente a la que frecuentaba, 
            por otra parte, no sólo eran devotos de Jünger sino que 
            algunos de ellos también eran sus traductores, algo que a Espinoza 
            le traía sin cuidado, pues el brillo que él codiciaba 
            no era el del traductor sino el del escritor. 
          El paso de los meses y de los años, que suele ser 
            callado y cruel, le trajo algunas desgracias que hicieron variar sus 
            opiniones. No tardó, por ejemplo, en descubrir que el grupo 
            de jungerianos no era tan jungeriano como él había creído 
            sino que, como todo grupo literario, estaba sujeto al cambio de las 
            estaciones, y en otoño, efectivamente, eran jungerianos, pero 
            en invierno se transformaban abruptamente en barojianos, y en primavera 
            en orteguianos, y en verano incluso abandonaban el bar donde se reunían 
            para salir a la calle a entonar versos bucólicos en honor de 
            Camilo José Cela, algo que el joven Espinoza, que en el fondo 
            era un patriota, hubiera estado dispuesto a aceptar sin reservas de 
            haber habido un espíritu más jovial, más carnavalesco 
            en tales manifestaciones, pero que en modo alguno podía tomarse 
            tan en serio como se lo tomaban los jungerianos espurios. 
          Más grave fue descubrir la opinión que sus 
            propios ensayos narrativos suscitaban en el grupo, una opinión 
            tan mala que en alguna ocasión, durante una noche en vela, 
            por ejemplo, se llegó a preguntar seriamente si esa gente no 
            le estaba pidiendo entre líneas que se fuera, que dejara de 
            molestarlos, que no volviera más. 
          Y aún más grave fue cuando Jünger en 
            persona apareció por Madrid y el grupo de los jungerianos le 
            organizó una visita a El Escorial, extraño capricho 
            del maestro, visitar El Escorial, y cuando Espinoza quiso sumarse 
            a la expedición, en el rol que fuera, este honor le fue denegado, 
            como si los jungerianos simuladores no le consideraran con méritos 
            suficientes como para formar parte de la guardia de corps del alemán 
            o como si temieran que él, Espinoza, pudiera dejarlos mal parados 
            con alguna salida de jovenzuelo abstruso, aunque la explicación 
            oficial que se le dio (puede que dictada por un impulso piadoso) fue 
            que él no sabía alemán y todos los que se iban 
            de picnic con Jünger sí lo sabían. 
          Ahí se acabó la historia de Espinoza con 
            los jungerianos. Y ahí empezó la soledad y la lluvia 
            (o el temporal) de propósitos a menudo contradictorios o imposibles 
            de realizar. No fueron noches cómodas ni mucho menos placenteras, 
            pero Espinoza descubrió dos cosas que lo ayudaron mucho en 
            los primeros días: jamás sería un narrador y, 
            a su manera, era un joven valiente. 
          También descubrió que era un joven rencoroso 
            y que estaba lleno de resentimiento, que supuraba resentimiento, y 
            que no le hubiera costado nada matar a alguien, a quien fuera, con 
            tal de aliviar la soledad y la lluvia y el frío de Madrid, 
            pero este descubrimiento prefirió dejarlo en la oscuridad y 
            centrarse en su aceptación de que jamás sería 
            un escritor y sacarle todo el partido del mundo a su recién 
            exhumado valor.
          Siguió, pues, en la universidad, estudiando filología 
            española, pero al mismo tiempo se matriculó en filología 
            alemana. Dormía entre cuatro y cinco horas diarias y el resto 
            del día lo invertía en estudiar. Antes de terminar filología 
            alemana escribió un ensayo de veinte páginas sobre la 
            relación entre Werther y la música, que fue publicado 
            en una revista literaria madrileña y en una revista universitaria 
            de Gottingen. A los veinticinco años había terminado 
            ambas carreras. En 1990, alcanzó el doctorado en literatura 
            alemana con un trabajo sobre Benno von Archimboldi que una editorial 
            barcelonesa publicaría un año después. Para entonces 
            Espinoza era un habitual de congresos y mesas redondas sobre literatura 
            alemana. Su dominio de esta lengua era si no excelente, más 
            que pasable. También hablaba inglés y francés. 
            Como Morini y Pelletier, tenía un buen trabajo y unos ingresos 
            considerables y era respetado (hasta donde esto es posible) tanto 
            por sus estudiantes como por sus colegas. Nunca tradujo a Archimboldi 
            ni a ningún otro autor alemán.
          Aparte de Archimboldi una cosa tenían en común 
            Morini, Pelletier y Espinoza. Los tres poseían una voluntad 
            de hierro. En realidad, otra cosa más tenían en común, 
            pero de esto hablaremos más tarde. Liz Norton, por el contrario, 
            no era lo que comúnmente se llama una mujer con una gran voluntad, 
            es decir no se trazaba planes a medio o largo plazo ni ponía 
            en juego todas sus energías para conseguirlos. Estaba exenta 
            de los atributos de la voluntad. Cuando sufría el dolor fácilmente 
            se traslucía y cuando era feliz la felicidad que experimentaba 
            se volvía contagiosa. Era incapaz de trazar con claridad una 
            meta determinada y de mantener una continuidad en la acción 
            que la llevara a coronar esa meta. Ninguna meta, por lo demás, 
            era lo suficientemente apetecible o deseada como para que ella se 
            comprometiera totalmente con ésta. La expresión "lograr 
            un fin", aplicada a algo personal, le parecía una trampa 
            llena de mezquindad. A "lograr un fin" anteponía 
            la palabra "vivir" y en raras ocasiones la palabra "felicidad". 
            Si la voluntad se relaciona con una exigencia social, como creía 
            William James, y por lo tanto es más fácil ir a la guerra 
            que dejar de fumar, de Liz Norton se podía decir que era una 
            mujer a la que le resultaba más fácil dejar de fumar 
            que ir a la guerra. 
          Una vez, en la universidad, alguien se lo dijo, y a ella 
            le encantó, aunque no por ello se puso a leer a William James, 
            ni antes ni después ni nunca. Para ella la lectura estaba relacionada 
            directamente con el placer y no directamente con el conocimiento o 
            con los enigmas o con las construcciones y laberintos verbales, como 
            creían Morini, Espinoza y Pelletier. Su descubrimiento de Archimboldi 
            fue el menos traumático o poético de todos. Durante 
            los tres meses que vivió en Berlín, en 1988, a la edad 
            de veinte años, un amigo alemán le prestó una 
            novela de un autor que ella desconocía. El nombre le causó 
            extrañeza, ¿cómo era posible, le preguntó 
            a su amigo, que existiera un escritor alemán que se apellidara 
            como un italiano y que sin embargo tuviera el von, indicativo de cierta 
            nobleza, precediendo al nombre? El amigo alemán no supo qué 
            contestarle. Probablemente era un seudónimo, le dijo. Y también 
            añadió, para sumar más extrañeza a la 
            extrañeza inicial, que en Alemania no eran comunes los nombres 
            propios masculinos terminados en vocal. Los nombres propios femeninos 
            sí. Pero los nombres propios masculinos ciertamente no. La 
            novela era La ciega y le gustó, pero no hasta el grado 
            de salir corriendo a una librería a comprar el resto de la 
            obra de Benno von Archimboldi. 
          Cinco meses después, ya instalada otra vez en Inglaterra, 
            Liz Norton recibió por correo un regalo de su amigo alemán. 
            Se trataba, como es fácil adivinar, de otra novela de Archimboldi. 
            La leyó, le gustó, buscó en la biblioteca de 
            su college más libros del alemán de nombre italiano 
            y encontró dos: uno de ellos era el que ya había leído 
            en Berlín, el otro era Bitzius. La lectura de este último 
            sí que la hizo salir corriendo. En el patio cuadriculado llovía, 
            el cielo cuadriculado parecía el rictus de un robot o de un 
            dios hecho a nuestra semejanza, en el pasto del parque las oblicuas 
            gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo mismo hubiera significado 
            que se deslizaran hacia arriba, después las oblicuas (gotas) 
            se convertían en circulares (gotas) que eran tragadas por la 
            tierra que sostenía el pasto, el pasto y la tierra parecían 
            hablar, no, hablar no, discutir, y sus palabras ininteligibles eran 
            como telarañas cristalizadas o brevísimos vómitos 
            cristalizados, un crujido apenas audible, como si Norton en lugar 
            de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de peyote. 
          
          Pero la verdad es que sólo había bebido 
            té y que se sentía abrumada, como si una voz le hubiera 
            repetido en el oído una oración terrible, cuyas palabras 
            se fueron desdibujando a medida que se alejaba del college y la lluvia 
            le mojaba la falda gris y las rodillas huesudas y los hermosos tobillos 
            y poca cosa más, pues Liz Norton antes de salir corriendo a 
            través del parque no había olvidado coger su paraguas.