El escritor Roberto Bolaño, Premio Herralde de Novela con Los detectives salvajes, ha vuelto a su Chile natal tras 25 años de exilio. Hace tres meses nos contaba en estas mismas páginas que le hubiera gustado encontrar "un país tolerante", pero que eso era "sólo un sueño". Esta es la crónica de un reencuentro amargo.

Es extraño volver a Chile, el país pasillo, pero si uno lo piensa dos y hasta tres veces, es extraño volver a cualquier parte. En el supuesto, claro, de que uno efectivamente vuelva y no esté soñando que vuelve. Yo volví después de 25 años. Las calles, en realidad, parecían las mismas de siempre. Los rostros de los chilenos también. Eso puede conducir al más mortal de los aburrimientos o a la locura. Así que esta vez, para variar, me lo tomé con calma y decidí esperar los acontecimientos sentado en una silla que es el mejor sitio para evitar que un pasillo te sorprenda.
Un día me invitaron a cenar a casa de un ministro. La oportunidad de mi vida para hacer un artículo a fondo sobre el poder. En realidad me invitaron a cenar a casa de la escritora
Diamela Eltit, cuyo novio o compañero sentimental, en fin, el hombre con el que vivía, era el ministro Jorge Arrate, socialista, portavoz del gobierno de Frei. Era como para ponerse nervioso. Nuestra amiga, Lina Meruane, nos pasó a recoger a las ocho de la noche al hotel en el que nos alojábamos y partimos.
Primera sorpresa: el barrio donde viven Eltit y Arrate es un barrio de clase media-media, no de clase alta o media-alta. El típico barrio de donde salieron los gladiadores ilustrados (y no tan ilustrados) de la década de los 70. Segunda sorpresa: la casa es relativamente pequeña y carece por completo del boato que uno espera encontrar en la casa de un ministro chileno. Tercera sorpresa: al bajarnos del coche busco en la calle el coche camuflado de los guardaespaldas del ministro y no lo hallo.
Muchas horas más tarde, al preguntarle a Jorge por sus guardaespaldas, me contesta que no los tiene. ¿Cómo que no los tienes?, digo yo. Pues no, dice él, a Diamela no le gustan los guardaespaldas y además resultan un engorro. ¿Pero tú vives seguro?, le pregunto. Jorge Arrate ha conocido la persecución y el exilio y sabe que uno nunca está seguro. Diamela lo mira. Estamos en la mesa, comiendo la cena que Jorge personalmente ha preparado. No hay carne. Alguien en la casa es vegetariano y presumiblemente ha impuesto su dieta sobre los demás. En cualquier caso es Jorge el que cocina y no lo hace nada mal. A mi la comida vegetariana me sienta como una patada en el estómago, pero me como todo lo que me ponen. Diamela mira a Jorge y luego mira a mi mujer, Carolina, y luego a Lina y al novelista Pablo Azocar, el quinto comensal, y a mi no me mira. Tengo la impresión de que le he caído mal. O tal vez Diamela es excesivamente tímida. Bueno. La verdad es que en este momento lo único que me preocupa es que una pandilla de nazis irrumpa en la casa con el pretexto de matar al ministro y que de paso maten a mi mujer y a mi hijo Lautaro (que no se ha sentado a la mesa y duerme en una habitación con la tele encendida). ¿Y si vienen unos cabrones de Patria y Libertad?, digo. Espero que no vengan, dice Jorge con una tranquilidad que me pone los pelos de punta.
Este país no es para mi, pienso.
Por la mañana Jorge Arrate salió a la calle, él solo, a comprar los ingredientes de la cena. Salta a la vista que no se ha hecho rico como ministro de Frei. Creo que también fue ministro en el gobierno Aylwin. No lo sé con certeza. Lo que sé es que no se ha hecho rico. Sin embargo, mientras esperaba pacientemente en la cola para pagar las lechugas y los tomates, unos jóvenes que probablemente no habían nacido cuando él ya era un proscrito se han puesto a decirle "amarillo, amarillo, amarillo". En otras ocasiones, claro, lo
que le gritan (jóvenes también, señoras insoportablemente vulgares) es "rojo, rojo". ¿Y qué hiciste cuando te dijeron amarillo?, pregunté. Nada. ¿qué iba a hacer?, dice Jorge. Si juntaras los dos tipos de insulto, le digo, te quedaría la bandera española. Jorge no me oye. Está contándole a mi mujer la historia de una candidata independiente en las primeras elecciones democráticas que, por mor de la proporcionalidad, sólo tenia quince segundos de espacio publicitario gratuito en la televisión. La candidata había optado por decir únicamente su nombre. Pero el tiempo a su disposición ni siquiera le alcanzaba para eso. Mi que decía su nombre, pero a una velocidad tan grande que apenas se entendía nada y todo quedaba reducido a un graznido desesperado y brevísimo.
Lo sorprendente es que la candidata ganó, lo que dio mucho que pensar a los estrategas y publicitarios de los grandes partidos. En fin, dice Jorge, como si quisiera desdramatizar ésta y cualquier otra historia, lo cierto es que al poco tiempo la candidata independiente se afilió a un partido de la extrema derecha.
Información que rompe el sueño de la mujer heroica y solitaria, excéntrica al menos, como se rompe todo en Chile, y en esto quizá resida el encanto del país, su fuerza: en la voluntad de hundirse cuando puede volar y de volar cuando está irremisiblemente hundido. En el gusto por las paradojas de sangre. En sus reacciones esquizofrénicas.
Tal vez esa sea la razón, me digo. de que en Chile haya tantos escritores. Pues aquí, lo constato a diario, todo el mundo escribe. A un escritor le basta publicar un libro de cuentos en una editorial de ínfima categoría para a continuación poner un anuncio en un periódico o en una revista y que de la nada surja otro taller literario más, lleno de jóvenes y no tan jóvenes deseosos de enfrentarse al misterio de la página en blanco. Por supuesto, los escritores se ganan la vida así. La mayoría no gana mucho, pero hay algunos que se forran.
Los chilenos acuden a los talleres literarios (me da miedo pensar cuántos existen a lo largo de la República) con la misma disposición mental con que algunos neoyorquinos acuden al psicoanalista. No están desesperados, pero casi no están serenos del todo, pero casi. No son funambulistas, pero a la hora de caerse al abismo sin fondo, ese abismo que cada día parece más latinoamericano, consiguen mantenerse en un equilibrio precario que tiene algo de profundamente miserable, pero también tiene algo de heroico.
Por supuesto, no todos van sólo a los talleres literarios. Algunos también se psicoanalizan. Una amiga muy querida, durante una cena en un restaurante, me habló de su psicoanalista, que resultó ser ni más ni menos que la hija de Norman Mailer. Otro amigo (éste escritor, nada desdeñable, por lo demás) la escucha y dice que él también se psicoanaliza con la hija de Norman Mailer. Casi sin transición, otra chica mete baza y afirma lo mismo. Por un momento creo que me están tomando el pelo. Todos han bebido mucho pisco, yo no he bebido nada porque ya no puedo beber, pero la impresión que tengo es que el único borracho de la cena soy yo. ¿La hija de Norman Mailer es psicoanalista y vive en Chile? No me lo puedo creer. Pero es verdad. ¿Qué se le habrá perdido a la hija de Norman Mailer en Chile? Si estuviéramos en México esto sería comprensible: allí hay una tradición de la desmesura y en esa tradición se incluye el subgénero de los visitantes limítrofes. Pero no en Chile. Y sin embargo la hija de Norman Mailer vive aquí y psicoanaliza desde hace ya bastante tiempo a mis amigos. ¿Y qué tal es?, les pregunto. Mi amiga dice que es buena, aunque no creo que lo diga muy convencida. El escritor dice que a veces es muy buena y a veces no se entera de nada. ¿Pero por qué se vino a vivir a Chile?, les pregunto al borde de las lágrimas. Nadie lo sabe.
Jorge Arrate, hasta donde sé, no se psicoanaliza. Pero no se ha salvado de los talleres literarios. Me contaron cómo conoció a Diamela
Eltit. Ella tenia un taller y él decidió inscribirse. Al principio acudía a la hora, como todos los demás integrantes, sólo que Arrate lo hacía con chófer y en un coche oficial, pues ya era ministro. Hasta que un día llegó media hora antes. Y otro día llegó una hora antes. Y finalmente llegó tres horas antes. Y durante esas horas muertas, horas que Diamela, supongo, utilizaba para escribir o para cocinar o para plancharle la ropa a su hijo, Arrate se instalaba en un sillón de su casa, que es donde los escritores dan sus talleres, y se dedicaba a hablar con ella de literatura. Me gusta imaginarios así, Jorge sentado y Diamela planchando y echándole de vez en cuando esas miradas diamelescas entre turbias e ingenuas, y hablando de su literatura, una de las más complejas que se escriben hoy en español, y seguramente también de otras escrituras, escrituras femeninas, escrituras de vanguardia que Arrate, socialista, exiliado, fogueado en combates en donde esos textos, precisamente, no circulaban, desconocía y que a partir de entonces se dedicó a leer con pasión y con humor, la misma pasión y el mismo humor que pone en todo lo que hace, y también con la temeridad de los enamorados. Al cabo del tiempo ya estaba saliendo con Diamela, la escritora más maldita de la literatura chilena actual, y luego, en fin, como a veces pasa, se pusieron a vivir juntos.
Entonces desaparecieron los guardaespaldas. ¿Y si te ataca una noche un grupo de Patria y Libertad?, le pregunté por enésima vez y con ganas de tomar el postre y marcharme. Bueno, espero que no tengan mi dirección, dice Arrate. Nunca como entonces la casa de Diamela y de Arrate me pareció más precaria. La habitación donde Diamela escribe está en el patio y es grande y está llena de libros. El estudio de Arrate, por el contrario, es pequeño y de las paredes cuelgan fotos: en la mayoría se ve a dos jóvenes, los hijos de Jorge, que viven en Holanda, en otras aparecen figuras legendarias de la izquierda, una brevísima
historia inmóvil de los sueños perdidos. En un momento de la noche hablamos de Carson McCullers y de su desdichado esposo que quiso ser escritor y no pudo. Diamela conoce muy bien la obra de McCullers. Arrate, en broma, dice que él, reciente ex-miembro de un taller literario, se parece al marido de la estadounidense. Supongo que lo dice pensando en sus esfuerzos literarios. No lo sé. No he leído nada de Arrate y probablemente nunca lea nada
de él. Pero tiene razón en una cosa: el marido de Carson McCullers participó en la Segunda Guerra Mundial y fue valiente, y Arrate participó en las desastrosas guerras floridas latinoamericanas y es valiente. Valiente a la manera de los antiguos compañeros de Allende. Es decir, resignadamente valiente. Pero eso no se lo digo.
Los escritores chilenos, los que lo son y los que quieren serlo, no tienen remedio. Eso pienso cuando dejo, a altas horas de la noche, la casa de Diamela y del ministro y nos despedimos en la calle de Pablo Azócar, que quiere irse de Chile lo antes posible y no se acaba nunca de marchar y finalmente se pierde, mientras Lina, Carolina y yo le decimos adiós Pablo, por una calle oscura de ese barrio de donde salieron tantos gladiadores ilustrados.
Y eso pienso cuando hablo a altas horas de la noche con Pedro Lemebel, uno de los escritores más brillantes de Chile, el día de su cumpleaños. Lemebel, nacido a mediados de los 50, según afirma, aunque yo creo que nació a principios de los 50, ha publicado cuatro libros (Incontables, 1986; La esquina es mi corazón, 1995; Loco afán, 1996; y De perlas y cicatrices, 1998), y durante un tiempo, un tiempo, por otra parte, bastante jodido, fue uno de los dos integrantes
del grupo Las Yeguas del Apocalipsis, cuyo nombre ya es un hallazgo y cuya supervivencia más bien fue un milagro.
¿Quiénes eran las Yeguas? Las Yeguas eran, antes que nada, dos homosexuales pobres, lo que en un país homofóbico y jerarquizado (en donde ser pobre es una vergüenza, y pobre y artista, un delito), constituía casi una invitación a ser pasado por las armas en todos los sentidos. Una buena parte del honor de la
República real y de la República de las Letras fue salvado por las Yeguas. Después vino la separación y Lemebel comenzó su carrera en solitario. Travestido, militante, tercer-mundista, anarquista, mapuche de adopción, vilipendiado por un establishment que no soporta sus palabras certeras, memorioso hasta las lágrimas, no hay campo de batalla en donde Lemebel, fragilísimo, no haya combatido y perdido.
Para mí Lemebel es uno de los mejores escritores de Chile y el mejor poeta de mi generación, aunque no escriba poesía. Lemebel es de los pocos que no buscan la respetabilidad (esa respetabilidad por la que los escritores chilenos pierden el culo) sino la libertad. Sus colegas, la horda de mediocres procedente de la derecha y de la izquierda lo miran por encima del hombro y procuran sonreír. No es el primer homosexual, válgame Dios, del
Parnaso chileno, lleno de locas en los armarios, pero es el primer travestí que sube al escenario, solo, iluminado por todos los focos, y que se pone a hablar ante un público literalmente estupefacto.
A mi no me perdonan que tenga boca, Robert, me dice Lemebel al otro lado de la línea telefónica. Santiago resplandece con la iluminación nocturna. Parece la última gran ciudad del Hemisferio Sur. Los coches pasan bajo mi balcón y Pinochet está preso en Londres. ¿Cuántos años hace desde el último toque de queda? ¿Cuántos años faltan para el próximo? A mi no me perdonan que recuerde todo lo que hicieron, dice Lemebel. ¿Pero quieres saber lo que menos me perdonan, Robert? No me perdonan que yo no los haya perdonado.
Tengo la impresión de que Lemebel y Jorge Arrate no se entenderían. En cualquier parte de Europa esto seria una pena, pero en Chile también es una tragedia. Y ya para terminar, una historia verídica. Lo repito: esto no es un cuento, es real, ocurrió en Chile durante la dictadura de Pinochet y más o menos todo el mundo (ese "todo el mundo" pequeño y lejano que es Chile) lo sabe. Una mujer joven de derechas se pone a vivir o se casa con un estadounidense joven de derechas. Los dos, además de jóvenes, son guapos y orgullosos. Él es un agente de la DINA, posiblemente también es un agente de la CIA. Ella ama la literatura y ama a su hombre. Alquilan o compran una gran casa en las afueras de Santiago. En los sótanos de esa casa el estadounidense se dedica a interrogar y torturar a presos políticos que luego pasan a otros centros de detenciones o a engrosar la lista de desaparecidos. Ella se dedica a escribir y asistir a talleres de literatura. En aquel entonces, supongo, no había tantos talleres como hoy, pero los había. En Santiago la gente ya se ha acostumbrado al toque de queda. Por las noches no hay muchos sitios donde divertirse, los inviernos, además, son largos. Así que ella cada fin de semana o cada tres noches se lleva para su casa a un grupo de escritores. No es un grupo fijo. Los invitados cambian. Algunos sólo van una vez, otros repiten varias veces, en la casa hay whisky, buen vino, a veces las reuniones se convierten en cenas. Una noche una invitada o un invitado se levanta para ir al baño y se pierde. Es la primera vez y no conoce la casa. Probablemente el invitado está un poco achispado o tal vez ya empieza a transitar por la borrachera del fin de semana. Lo cierto es que en vez de doblar a la derecha dobla a la izquierda y luego baja unos escalones que no debería haber bajado y abre una puerta que está al final de un largo pasillo semejante a Chile. La habitación está a oscuras pero aún así distingue un bulto amarrado y doliente o tal vez narcotizado. Sabe qué es lo que está viendo. Cierra la puerta y regresa a la fiesta. Ya no está borracho sino aterrorizado, pero no dice nada. Seguramente, quienes asistieron a estas veladas de la cursilería cultural post-golpe podrán recordar las molestias por los tiritones del voltaje que hacía pestañear las lámparas y la música interrumpiendo el baile. Seguramente nunca supieron de otro baile paralelo, donde la contorsión de la picana tensaba en arco voltaico la corva torturada. Es posible que no puedan reconocer un grito en el destemple de la música disco, de moda en esos años, dice Pedro Lemebel. En cualquier caso los escritores se van. Pero a la próxima fiesta vuelven. Incluso ella, la anfitriona, gana un premio de cuento o de poesía en la única revista literaria que por aquellos años funciona, una revista de izquierdas.
Y así se va construyendo la literatura de cada país.