Si con la publicación del Ulises la literatura perdía su ingenuidad al replegarse sobre sí misma y convertirse en medio y fin de su realización, las primeras obras de la vanguardia, por la misma época, forzaban al lector a mirar más allá de los márgenes de los libros, indagar en el mundo de los referentes y calar la literatura por su incidencia en esa dimensión empírica en la que habita el minotauro moderno: un angustiado animal mitad individuo, mitad sociedad. Las dos posiciones implicaban un sacrificio y una apuesta por llevar la literatura hasta sus extremos. Joyce, en un movimiento hacia el interior de la obra, se abstuvo de adoptar una convención y puso en primer plano la convencionalidad misma. Arrastró el lenguaje hasta las zonas primigenias de la inteligencia donde aún la palabra apenas nombra y la sintaxis adolece de su efectividad lógica. Los surrealistas, por su parte, rodeaban durante horas a un Robert Desnos hipnotizado para transcribir al francés lo que en jerga bovina escuchaban y presumían el dictado de su inconciente. Dadaístas, letristas, situacionistas y futuristas, trocaban las palabras y los gestos, y asfixiaban el lenguaje hasta dejarlo fuera de los dominios del verbo, trasmutado en grito, onomatopeya o ademán. Tanto la interrogante por la capacidad de representación del lenguaje como la politización del arte remitían inexorablemente a explorar el proceso que media entre la percepción de la realidad y su paso a la escritura. Ambos movimientos, aunque en direcciones contrarias, arribaron a una misma evidencia: la literatura se hace de sus propios límites, allí donde ya ha empezado a constituirse, empieza también a extinguirse.
Roberto Bolaño aprendió de uno la majestad del lenguaje y, del otro, una manera de agitar el imperio de la realidad. En sus años de juventud persiguió hacer de su vida un poema épico y, con el paso del tiempo, cada verso, cada línea, una pieza que añadir a una sola gran obra que comprendiera todas las historias del mundo. Cómo justificar si no el larguísimo y aciago viaje en la geografía creativa de Bolaño hacia la cenital 2666; cómo comprender la sarta de textos menores que se continuaban y completaban de volumen en volumen, si no la asociamos a un permanente tanteo de posibilidades narrativas, o a un interminable work in progress por el cual cada página final nos dejaba el sabor de una perturbadora imperfección. De qué otro modo nos explicaríamos una vida consagrada hasta sus últimas horas a la escritura, si no viéramos en Bolaño la encarnación de su metáfora predilecta para la creación: la búsqueda.
Por qué no juzgar entonces el conjunto de textos como un proyecto escritural que barajó los pocos temas a su disposición (los pocos grandes temas de la cultura occidental), y ensayó una serie ilimitada de variantes (elocutivas, narrativas, retóricas, tropológicas) sin privarse de invertir todos sus recursos en ello, de mostrar todos los medios. Esa empresa impía y borgeana de tentar el infinito, tan anticuada de tan excesiva, recupera los anhelos de una época en la que todavía se creía posible aprehender la totalidad por la acumulación lineal y consecutiva de historias (pienso en la Comedia humana de Balzac, en Emile Zola y su aspiración de escribir una «novela total», o en los registros históricos novelados de Pérez Galdós en los Episodios nacionales). Bolaño los actualiza cínicamente –porque la sabe empresa imposible– al urdir una y otra vez relatos que giran en torno a los mismos temas y buscan las mil maneras de «leer la vida», que es, en principio, la única forma de escribir. A diferencia de Borges, quien tendía a resumir «los posibles narrativos» a su forma más pura (arquetípica), Bolaño desoye principios de economía y narra –casi siempre a partir de la misma fórmula– las anécdotas más peregrinas con la certeza de que el mundo existe a pesar del Libro que lo narre, pero que en narrarlo se halla, precisamente, la finalidad de la escritura.
Sobre esa paradoja no es de extrañar que dedique demasiadas páginas a discursar sobre la literatura y los escritores; sí, por el contrario, en algo nos alerta el hecho de que proceda negativamente. Explorar la literatura en sus extremos le permite acercarse a casi todas sus marcas negativas, o sea, a magnificarla a propósito de los momentos en que aparece asediada por el silencio, a intuirla allí donde no alcanza la grafía. Un pequeño muestrario de pruebas nos remite a los poemas inexistentes de Cesárea Tinajero; los versos trazados por Auxilio Lacouture sobre papel higiénico y luego deglutidos en un baño de la Facultad de Letras durante la ocupación de la universidad por los granaderos y el ejército en el 68 mexicano; el espacio en blanco que precede los testimonios en Los detectives salvajes y en los que intuimos a los perseguidores de Lima y Belano; en las confesiones, gritos, temores, anécdotas de vuelta del trabajo, ostentaciones heroicas de reclutas que regresan de la guerra, enterradas en un bosque de Alemania o en el desierto de Sonora, donde los cuerpos despojados de todas sus funciones preservan la de comunicar y cuentan, desprovistos de voz, a través de contusiones, perforaciones y turgencias, el relato de su propia muerte.
Por momentos me inquieta la idea de que, en la obra de Bolaño, la literatura, en tanto dominio del discurso en el que «lo literario» es la cualidad que contiene lo bello, lo artístico o lo estético, sea un pretexto temático más para internarse en la frontera imprecisa con la realidad, pues ahí habita, precisamente, la figura del individuo-escritor. En vano intentaría recordar una sola novela cuyo argumento se organice a partir de un texto en específico, o trasiegue por el intelecto de un autor para develar las interioridades del momento creativo en sí mismo (como ocurre en Piglia, Saer, Borges, Castellanos Moya o Macedonio Fernández, por solo limitarme a la América Latina). Antes bien, Bolaño habla de conductas, de aposturas, de aptitudes o efectos. Muchas veces las historias se construyen del material que está antes y después de la obra misma: las idas y venidas de autores y lectores, sus contingencias diarias, sus pasiones y frustraciones, las socorridas mezquindades para mantenerse a flote. La mayoría de los relatos se tornan menos hacia el fenómeno estético que hacia los distintos eventos de naturaleza pragmática entre los cuales la literatura, en su estado puramente intransitivo, acaso se sobrentienda en alguna meditación, o se sospeche tras algunas de las conductas radicales tan del gusto de los personajes bolañianos. Con razón lo más cercano a un motivo textual que sirva de centro –y quizá por eso no tenga mucho sentido asignarle esa condición– sea el artefacto gráfico adjudicado a Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes. El famoso poema-figura, sin más palabra que el título, parece la caricatura de la obra perfecta, del poema absoluto. Ni perlas de estilo que ponderar ni pasajes electrizantes que nos consternen. El engendro solo cobra valor en la nostalgia visceral de Amadeo Salvatierra y en la lectura eufórica de Lima y Belano. Y en efecto, «Sion» nos echa en cara la dudosa maestría de la poetisa-vellocino pero revela, entre tantos impulsos ágrafos y maloja sentimental, lo que posiblemente sea la gran concepción poética de Arturo Belano y Ulises Lima en toda su existencia como personajes: una Musa. Ambos hicieron de Cesárea, a golpe de deseo y entusiasmo, una figuración viviente, una invención primordial, genésica y germinativa: un constructo de la memoria y la imaginación por el cual una persona ordinaria queda investida de atributos teogónicos.
Bolaño prefiere apostarse en esa franja en que la anécdota vivencial, la ficción y lo épico se unen para la emergencia de la figura mitificada del escritor. Pocos personajes escapan a su fascinación por dotar vidas comunes de un aura agonística y espartana. Así como el aeda hace eterno al aqueo de solo nombrarlo, Bolaño dignifica al hombre haciendo de él todos los escritores posibles: el escritor-callejero, el aventurero, el ninfómano, el sádico, el verdugo, el neurótico, el mesiánico, el funcionario, el performático, el parásito, el criminal, el dictador, el filósofo, el autor sin obra: todos son «escritores» en el reino de Bolaño y pocos, muy pocos, escriben realmente.
De hecho, nadie lamentará perderse los millares de poemas que amenazaban con pergeñar los realvisceralistas, ni la crónica del perturbado Fate sobre los asesinatos de mujeres y la pelea entre el semipesado de Nueva York, Count Pickett, y el mexicano Merolino Fernández; mucho menos los opúsculos de la crema y nata de la intelectualidad chilena que asistía a las tertulias de María Canales en el Santiago de la dictadura. En su mayoría, estos personajes aparecen, introducen una historia nueva que puede ser la suya o la de un tercero, que puede o no tocar tangencialmente la literatura, y solo cuando se esfuman adquieren sentido definitivo en la constelación Bolaño. En los personajes-escritores, por lo general, esa ausencia viene acompañada del abandono de la escritura. Curiosamente escriben para dejar de escribir. ¿Por qué renuncian? Por temor a la muerte, por miedo a la verdad, por aprecio a la vida, por salud, por pereza, por dinero, porque nada les da ni nada les quita. Pero después de tanto leer arriba y abajo sus libros (o tal vez por eso), Bolaño me ha persuadido de una razón en particular, si bien no más lógica, al menos más hermosa. Cada personaje es creado para ofrendarse en sacrificio a esa bestia jánica que muestra de un lado a Arturo Belano y del otro a Benno von Archimboldi.
Entre Los detectives salvajes y 2666 se encumbran los dos tipos de escritores que finalmente Bolaño no terminó siendo pero que constituyen los paradigmas por excelencia de lo que consideró «un poeta de calidad» y que, desde luego, admiró en los dos programas de principios del siglo XX a los que me referí al inicio de estas páginas: ni el escritor de vanguardia, anárquico, de una energía adolescente que sobrepasaba el poema, fácilmente identificable con el mozalbete infrarrealista y melenudo del D.F.; ni el autor de culto que fue soldado y conoció el horror antes de publicar cualquiera de sus libros.
Junto a Belano la camada realvisceralista entendía que vivir estéticamente implicaba, por alguna lógica –que en plena década de los sesenta muchos creían además «histórica»–, un resultado recíproco, o sea, que era posible cambiar el mundo con la palabra. La misma fe había hecho al totémico Arthur Rimbaud confiar en el arribo a un tiempo en que un lenguaje universal permitiese expresar todas las cosas del mundo y cancelar, de una vez y por todas, la agonía del poeta. Sabemos que todo terminó, como suele sucederles a los héroes homéricos, con una caída proporcional a la intensidad de la empresa. Con la misma fuerza que deseó, fracasó: «Ya no sé hablar», dice, y abandona la escritura para siempre. Como Rimbaud, Belano se interna en el África como quien busca en la guerra la experiencia más intensa de la existencia porque allí conviven en el hombre su principio y su final, el nacimiento y la muerte. Ya para entonces la literatura había quedado en el pasado de los tiempos mozos del D.F. Como Rimbaud, Belano llevó la literatura hasta el límite en que cede paso a la realidad dura y cruda, y convirtió el silencio en la marca de estilo de su última obra. Callar quizá sea la mejor manera de conseguir la gran aspiración vanguardista de llevar la literatura a la vida. Me atrevería a decir: es la manera más propiamente vanguardista que conlleva a la aniquilación de la escritura pues, ya lo decía Wittgenstein, no se puede salir del lenguaje con el lenguaje. Callar es el gesto poético más radical del poeta de vanguardia.
Si llevar la literatura hasta sus fronteras con el mundo natural lanza a Belano a la guerra, la experiencia de la guerra lleva a Benno von Archimboldi a convertirse en escritor. Tanto la vida de uno como la del otro están signadas por el crimen. Belano se ve obligado a huir luego de la trifulca que sostiene con el padrote de Lupe y sus secuaces policías corruptos que lo seguirán a lo largo de la segunda parte de Los detectives... Aún me cuesta olvidar la imagen del Ford Impala de Joaquín Font mientras se aleja, por cierto, por el mismo desierto de Sonora adonde irá a parar el bueno de Benno (von Archimboldi, por supuesto) para intervenir en el proceso que enfrenta su sobrino Klaus Haus, acusado de ser el asesino de las maquiladoras.
Archimboldi es der Krieger, el hoplites, el soldado que, en probidad, nunca fue Bolaño. Su aventurilla de víctima de la dictadura parece más bien la historia de una trastada juvenil que el contacto aurático y martirológico de un luchador por la causa. Como dice Pedro Lemebel: Bolaño llegó tarde a esa batalla.
Es posible reconocer en el mapa-Bolaño un periplo de estructura mítica que enlaza a los dos extremos, o sea, a los dos personajes. La búsqueda de Cesárea Tinajero, emprendida por Belano y Lima (la creación mítica de la poesía), los conduce al desierto donde se perpetra, con un crimen, el nacimiento poético de Belano. Este termina buscando la muerte en la guerra pero, como personaje mítico que es, sobrevivirá en otras aventuras y en otros libros, con funciones distintas o semejantes. De la guerra sobrevive Archimboldi a quien, al final de 2666, imaginamos como una de las tantas encarnaciones de Belano (porque Belano es Fate, porque Belano es García Madero) arribando al punto de partida, esa Ítaca arrasada por las guerras que es hoy un desierto habitado por cadáveres.
Como un espejismo siniestro, en el desierto de Sonora Archimboldi verá reflejado aquel bosque frente al que una vez estuvo de pie y del que emergían en acto de resistencia los cadáveres de los judíos griegos. La misma experiencia de lo real que lo condujo a pasar el resto de su vida tratando de verbalizar el horror del holocausto se presenta ante él en la forma de una plenitud árida y amarilla. Ignoramos si ante esa figuración de la página en blanco –que es también la de un laberinto–, Archimboldi continuará escribiendo. Lo que había procurado en una obra en la cual «a medida que uno se internaba en ella devoraba a sus exploradores», se desvanece en ese encuentro puro de la realidad y la inteligencia en que no media la palabra y que Bolaño denomina horror. El lenguaje, en su indigencia, no logra verbalizar todos los estremecimientos de ese mínimo instante en que el mal se hace perceptible. No hablo de una simple expresión del mal, sino del mal absoluto, ese que, a falta de una definición mejor, diré que escapa a los códigos históricos que permiten reconocerlo en una época determinada; ese que solo es posible intuir porque aún lo desconocemos en su dimensión mayor. Como Zeus en la forma del cisne o Dios en la zarza, el mal se erige entre nosotros como una deidad corporizada, encarnada en el cuerpo gélido de una mujer mexicana o en un montículo de huesos roídos por el fuego. Del mismo modo que siglos atrás una teofanía dejaba secuelas en los inermes mortales, la experiencia del mal priva de voz y de vista o nos extirpa la razón y nos abrasa en el delirio. Por supuesto, Bolaño no «deja al mudo dar noticias de lo inimaginable», como el Dante que rehúsa cantar porque le resulta imposible comunicar la divina Beldad. En su obra ese momento de luz que silencia al poeta no es más que el choque rotundo con el desierto de lo real, un páramo que no es obra de dios ni diablo alguno, sino el resultado de nuestra manía de imaginar y mundanizar el infierno.
La literatura, parece decirnos Bolaño, ha de llevarse al punto donde ella misma se agota y donde el escritor asumirá, como un guerrero homérico, un mal necesario. Así, Bolaño: escribimos para cuando el mal aparezca tener palabras que lo nombren. Aunque quién sabe si todo lo dicho hasta aquí ha sido en vano. Quizá Roberto, simplemente, se refería a la muerte.
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dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Una pelea de Bolaño contra la literatura
Por Roberto Rodríguez Reyes
Publicado en Revista Casa de las Américas, N°274, enero-marzo 2014