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Belascoarán y Heredia: detectives postcoloniales

Patricia Varas
Willamette University


El escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II acuñó el término neopolicial para referirse a un género policiaco nuevo que se distancia de la novela negra tradicional. Esta se caracteriza por reforzar la legalidad de un sistema sostenido por aparatos represores, por estar centrada en la solución de un enigma y por ser escrita para divertir. El neopoliciaco, según Paco Ignacio Taibo II, en cambio se caracteriza por “la obsesión por las ciudades; una incidencia recurrente temática de los problemas del Estado como generador del crimen, la corrupción, la arbitrariedad política” (Argüelles 14). De esta manera el nuevo policiaco al mismo tiempo que se mantiene firmemente enraizado en la literatura popular que llega a un vasto público, rompe con esquemas tradicionales del género al mismo tiempo que hace una denuncia social.

Este elemento de crítica social es central en las novelas del detective Heredia del chileno Ramón Díaz Eterovic y del detective Héctor Belascoarán Shayne del mexicano Paco Ignacio Taibo II. Su esfuerzo por denunciar la corrupción del gobierno y del Estado va acompañado de un fuerte deseo por rescatar episodios históricos específicos de sus respectivos países para oponerse al silencio y al olvido del pasado. En No habrá final feliz (1989) (1) de Taibo II y El ojo del alma (2001) (2) de Díaz Eterovic los casos llevan a los detectives a tratar con eventos recluidos en la memoria amnésica de sus países. Belascoarán Shayne debe encarar a un grupo paramilitar creado para reprimir el movimiento estudiantil, los Halcones, responsable de la Masacre de Corpus Cristi de 1971. Mientras que Heredia se ve obligado a enfrentar recuerdos de su vida universitaria durante la dictadura de Pinochet cuando un excompañero de la universidad y político de renombre de la izquierda desaparece misteriosamente.

Como resultado de este afán denunciatorio y de meditar sobre el pasado para desentrañar el crimen, en ambas novelas los detectives concluyen que el enemigo es el sistema y que la búsqueda del orden y de la justicia es un acto fallido. Taibo II y Díaz Eterovic se sirven del formato policial para rescatar el pasado y hacer literatura realista (Franken Kurzen 14), al mismo tiempo que sus detectives sostienen una posición antiheroica. Sin embargo, esta posición antiheroica no consiste en darse por vencido, sino más bien en tomar conciencia del monstruoso tamaño de “las fuerzas del mal”—como las llama Belascoarán Shayne—y de la necesidad de buscar refuerzos en la colectividad, ya que “el detective nunca conseguirá atrapar y castigar [al culpable]. Tal convicción bloquea cualquier posibilidad de salvación a través del individuo” (Balibrea-Enríquez 50). Por esto, para comprender el mensaje social de las novelas ya mencionadas debemos analizar las posturas culturales e ideológicas de los detectives. Sólo de esta manera el discurso denunciatorio del neopolicial podrá ser interpretado cabalmente.

Tanto Belascoarán como Heredia comparten las características de lo que Ed Christian llama el detective postcolonial:

post-colonial detectives are always indigenous to or settlers in the countries where they work; they are usually marginalized in some way, which affects their ability to work at their full potential; they are always central and sympathetic characters; and their creators’ interest usually lies in an exploration of how these detectives’ approaches to criminal investigation are influenced by their cultural attitudes. (2)

Ambos son de las ciudades en donde viven y por donde deambulan como buenos flâneurs, México D.F. y Santiago; se mueven por elección propia en ámbitos marginados; son personajes atractivos por su ingenio, honestidad y búsqueda de la justicia; y comparten una actitud cultural que se puede llamar desencanto.

El neopoliciaco se caracteriza por ser un género urbano por excelencia. Tanto Belascoarán como Heredia son habitantes de grandes ciudades latinoamericanas, las cuales no tienen secretos para ellos. La relación entre Belascoarán y el D.F. es una de amor-odio: “[el D.F.] es ese puercoespín lleno de púas y suaves pliegues. Carajo, estaba enamorado del DF. Otro amor imposible a la lista. Una ciudad para querer, para querer locamente. En arrebatos” (142). Es una ciudad dominada por el caos que conoce al dedillo, por la que se mueve sin titubeos. Su entusiasmo nunca decae; al contrario, cada salida del detective “callejero,” como lo llama su vecino el Gallo, es descrita con una mirada llena de pasión y jovialidad:

la violencia del metro acabó por despejar la borrachera del detective y transformarla en un sordo dolor de cabeza. [...]. Héctor quedó con los pies en el aire, prensado entre dos oficinistas y un jugador de fútbol americano que perdió su casco y su bolsa en el caos. (161)

El narrador termina el episodio de desorden urbano remarcando, “otra vez el encanto de la ciudad lo perseguía en medio del dolor de cabeza y el mal sabor de boca” (161).

Esta violencia y exceso caótico hacen que el D.F. se carnavalice en más de una descripción donde el vernáculo soez y chilango se convierte en el lenguaje apropiado para comunicar la experiencia: “como en la ciudad de México todo espectáculo gratuito adquiere instantáneamente espectadores, no bien hubo trepado la rama totalmente, cuando dos estudiantes de secundaria [...], se colocaron bajo el detective” para apostar “a que se parte la madre” (218). Héctor “escupió hacia el siniestro pronosticador” que respondió: “Orale güey, era broma” (218). El caos que genera lo grotesco es el estado normal de la gran ciudad y Belascoarán Shayne —haciendo eco de una postura bakhtiniana-lo asume como la única manera popular contestataria que le queda al pueblo de defenderse y cuestionar el poder: “[the grotesque] discloses the potentiality of an entirely different world, of another order, another way of life. It leads man out of the confines of the apparent (false) unity, of the indisputable and stable” (Bakhtin 48). Esta respuesta tiene una función apelativa que resulta en el humor y la solidaridad del lector, quien inevitablemente se identifica con la lucha popular y la de Belascoarán que son una, pues como asevera el detective: “en tres años no había perdido el sentido del humor, la actitud burlona ante sí mismo. Había aceptado que lo honesto era el caos, el desconcierto, el miedo, la sorpresa” (189).

Para Heredia su relación con Santiago es quizá menos ambigua que la de Belascoarán. Sus paseos por la ciudad son de un ritmo más lento que los de Héctor, quien a veces parece estar motivado por la pura acción. Heredia colecciona libros, postales antiguas, le gusta visitar mercados de pulgas y detenerse, huronear, regatear: “a menudo me gusta ir a esa feria persa [del mercado del Barrio Franklin] y dejar que las horas transcurran [...]” (99). Heredia conoce bien los “boliches, picadas, comederos, boites y restaurantes que puede encontrar en la calle San Diego, de la Alameda hasta Matta” (67) y asegura a un entrevistado que “yo colecciono bares” (67). El detective chileno escoge deambular por las zonas desgastadas y olvidadas de la ciudad: “los rincones de la noche santiaguina ya no tenían la placidez de antaño y en los rostros que se cruzaban en mi camino, veía más amenazas que posibilidades de compartir una hora de amistad” (91). El paso reflexivo de Heredia le permite meditar y pasear por la realidad de Chile, comentar y mezclar pensamientos que como un fluir de conciencia son reflejados por la estructura misma de la novela de brevísimos capítulos que exigen la argucia del lector para no perder el hilo narrativo:

me dije que amaba Santiago; cada uno de sus rincones desde Plaza Italia al poniente, sus calles semidesiertas a las dos de la madrugada y la promesa de una navaja en el vientre de los solitarios; los bares que prolongan la Alameda con sus luces, murmullos y promesas de encuentros inesperados. (36)

La relación entre los detectives y la ciudad está basada en un acercamiento realista, donde las relaciones humanas están dictadas por variables de clase, sexo e ideología, entre otras. La ciudad en el neopolicial no es un ambiente más que sirve de trasfondo para las aventuras detectivescas, sino que es un personaje clave con el cual interactúa el detective para resolver el crimen.

Ambos detectives están marcados por una marginalización que han elegido ellos mismos, la cual se ve directamente reflejada por el barrio en que viven y donde tienen sus oficinas. Stavans nos recuerda que Belascoarán Shayne “tuvo una educación universitaria, una hermosa casa, esposa y un salario de $22,000 pesos al mes como ingeniero. Pero lo sacrificó todo” (134). Heredia, por su parte, sabe que para sus excompañeros de la universidad que se han dedicado a participar en la competición capitalista por un bienestar marcado por el consumerismo, el dinero o el poder, es un perdedor, un hombre sin iniciativa ni grandes aspiraciones. Pero Heredia ha seguido una vida consecuente con sus ideas, no se ha vendido a ningún postor y no ha perdido su libertad.

Ambos detectives han dejado sus comodidades materiales y prometedores futuros para ser libres, investigadores independientes que no deben nada a nadie. Esto les da un aire de soledad y autenticidad que a veces se puede confundir con gazmoñería, como le recuerda Osorio a Heredia: “no pierdes la capacidad de decir a la gente las cosas que no quiere oír. En la universidad lo hacías como un juego, pero ahora te has vuelto amargo” (158-159). Esta posición marginal es una convención de la novela negra que “often provides the basis for an exploration of social and moral problems” (Thompson 45).

Sin embargo, en el neopoliciaco esta postura individualista determinada por la soledad es parte de una denuncia social más amplia. En el caso de Belascoarán sus opciones lo han llevado a una soledad existencial que dicta sus relaciones humanas. En el plano amoroso el detective sabe “que ya no voy a poder sostener relaciones estables con nadie” (144); en cuanto a sus hermanos hay un amor incondicional que los ata, pero la relación está marcada por habituales silencios parte del “reducto mafioso de solidaridad familiar” (149); finalmente, sus amistades son sólidas y todas parten de sus aventuras de los últimos tres años, con quienes le une “una forma de tomar distancia sobre el país y separarse de la parte más jodida de la patria” (149).

Heredia también vive la soledad a fondo. Sus amistades son aún menos que las de Héctor y no tiene familia ya que es huérfano. El ha amado con pasión a Griseta, quien es un personaje constante en las novelas del chileno; pero Heredia tampoco puede mantener relaciones amorosas duraderas: “la soledad es un negocio que siempre da utilidades: Horas tristes, camas frías, un espejo para mí solo, silencio en abundancia [...]” (199). Heredia cuenta, sin embargo, con un amigo especial con quien conversa y al que retorna a su apartamento, su gato, Simenon. Simenon actúa como la conciencia del detective, es su “expresión estética y surrealista” (García-Corales 86). Simenon se atreve a confrontar a Heredia, a decirle las cosas como son, sin dorarle la píldora, siendo caústico en sus consejos: “tu caparazón recubre un corazón de flan. Tú y esa muchacha no tenían futuro” (198). Esta soledad existencial pone a Heredia (y extrapolaríamos a Belascoarán) en una posición de espectador, “de agente moral” como señala Díaz Eterovic en una entrevista con García-Corales (192).

En el nuevo género policial el crimen no es una abstracción, una fantasía de la imaginación del autor; es un problema social, no analítico. Jon Thompson en su lectura de Poe señala que la valorización del intelecto en Dupin indica el poder del individuo sobre la colectividad y crea la figura del detective que preside sobre “an urban agglomeration that ceases to have any affective force whatsoever” (57). Stavans asegura que los detectives neopoliciacos “no están interesados en ponerle orden al caos, una obligación que queda para Lord Wimsey, Hercules Poirot o Armando Zosaya” (140). Esta actitud introduce un rompimiento enorme con el detectivesco clásico, el cual se fundamenta en el raciocinio, en el poder del conocimiento. Los detectives clásicos son superiores a la policía o a los otros personajes porque tienen las llaves del enigma, y todos dependen de él para descifrarlo. En Héctor y Heredia su soledad existencial, la cual es típica del detective duro del hard boiled que enfrenta los peligros sin temor a ser emocionalmente chantajeado por estar libre de ataduras sentimentales, y sus limitaciones para encontrar y castigar al culpable son una postura antiheroica y antiintelectual.

Nuestros detectives se caracterizan en ambas novelas por encontrarse confundidos ante el crimen. Belascoarán Shayne transcurre casi toda la novela tratando de comprender los asesinatos y su papel en ellos: “ahí estaba el problema, en que no lograba hilvanar la aparente claridad con nada” (151), para concluir reflexivamente, “en las buenas novelas policiacas, los pasos eran claros; hasta cuando el detective se desconcertaba, su desconcierto era claro” (204). Finalmente, como resultado de su inhabilidad de descrifrar el enigma a tiempo, que concluye siendo un malentendido trágico y fatal, termina acribillado a balazos.

En el caso de Heredia, sigue una serie de pistas falsas que confirman que la desaparición de Traverso, un político del Partido, “continuaba siendo un enigma” (115) y sólo al final de la novela logra desenredar el problema. Este caso al principio no le interesa porque lo puede llevar a recorrer “los viejos dolores” (57) y porque está dominado por la política y Heredia afirma “no quiero entrar en el juego” (19). Heredia funciona con la intuición más que con la razón y por eso piensa, “tuve una intuición que de inmediato consideré errática: en la desaparición de Traverso no existían huellas porque no había crimen que resolver” (116). Como Héctor, Heredia se encuentra perplejo, un estado nada satisfactorio para un detective: “nada a que asirse, como si cada uno de mis pasos estuviera destinado al fracaso, [...]” (115) e incluso en un momento de frustración está listo a “arrojar la toalla” y a abandonar la investigación (171).

La soledad existencial de nuestros detectives como postura antiheroica se complementa con su contrario: la solidaridad.(3)

Belascoarán y Heredia necesitan el apoyo de los otros, de sus amigos, socios, familiares y amantes, de la comunidad entera para entender lo que pasa y encontrar una solución. Como indican García-Corales y Pino del neopoliciaco:

el detective solitario ahora se convierte en buscador de una verdad, sale del cuarto cerrado y se reconoce en cierto modo como parte solidaria de los grupos subordinados de la sociedad. Trabaja en los lindes de la justicia que no es tal. La verdad y el crimen revelados en la investigación se transforman en una verdad histórica y política. (48)

Una vez que Héctor y Heredia se dedican a sus casos se encuentran completamente comprometidos porque les llevan a lidiar con su pasado personal y el de su país. Aunque el resultado de sus pesquisas no resulta en que el criminal sea castigado porque es parte de un sistema complejo y corrupto, la búsqueda detectivesca lleva a los detectives a conocerse mejor a sí mismos, a revisar el pasado, a hacerse preguntas y a obtener respuestas sobre una justicia que tarda en llegar.

Sostiene Cánovas que la novela detectivesca chilena es “el modo privilegiado de la Generación del 80 para rescatar el pasado” (41). Efectivamente, Heredia en El ojo del alma se embarca a revivir su vida estudiantil durante 1974 justo después del golpe. Su conciencia de cómo el pasado lo determina queda clara desde el comienzo de la novela: “el pasado, mi pasado y todo lo que me rodeaba, estaba impreso en mí, como una segunda huella digital, y nada de lo que hiciera en el futuro podía estar desligado de ese tiempo” (35). El detective se ve con antiguos compañeros, recuerda los errores y horrores de vivir una juventud determinada por la carencia de democracia y el temor: “miedo, mucho miedo, y la inocencia cortada de raíz” (27). De su viaje por el pasado Heredia concluirá que ha sido honesto consigo mismo, que no lamenta su activismo político y su decisión de cortar su carrera de derecho y abandonar la universidad. Si bien al final resuelve la desaparición de Traverso hay una respuesta más profunda que alcanza sin habérselo propuesto: descubrir la verdad de quién traicionó a Pablito Durán. Heredia resume conmovedoramente el legado de la dictadura a su generación:

estábamos condenados a mirar hacia el pasado, inconclusos y temerosos; a preguntarnos una y otra vez, si el fracaso correspondía al curso normal de la vida o era el resultado de sobrevivir a ese tiempo doloroso que nos había obligado a mantener una doble identidad, a sobrellevar las máscaras impuestas por el clandestinaje o por el temor a reconocer el horror invocado [...] (182)

El nombre de Pablo Durán aparece y reaparece a través de la novela, convirtiéndose en un fantasma que acompaña obsesivamente a Heredia y que representa el trauma de la dictadura. Pablito el compañero desaparecido, cuyo error fue ser honesto y no tener miedo, cae debido a la traición de un soplón. Por años Heredia ha llevado este vacío consigo y reconoce que fue el motivo por el que decidió abandonar la Facultad. El detective al darle un nombre y una conclusión a su búsqueda individualiza el dolor de los chilenos, resultado de los años de la dictadura. Díaz Eterovic simbólicamente le da una cara a los desaparecidos, quienes en Pablito Durán dejan de ser una abstracción o un número aberrante. Comprendemos de esta manera concreta la magnitud del dolor de perder a un amigo y las consecuencias enormes que tuvo en un grupo de jóvenes idealistas la desaparición de un compañero, quien en la novela es Pablito Durán. Al encontrar a Traverso Heredia descubre que él fue el soplón y haciendo ecos del cuento de Borges “Tema del traidor y del héroe” averiguamos que Traverso era un “cuadro” del partido “un solitario químicamente puro, al que muchos de sus compañeros respetan” (30) al mismo tiempo que fue un agente de la CIA, un infiltrado.

Belascoarán también se remonta a los tiempos de su juventud universitaria durante la investigación del grupo paramilitar, los Halcones. Como señala Nichols “en todas sus investigaciones, el detective mexicano encuentra restos del pasado que no solamente revelan la interpenetración del pasado y el presente, sino que también ilustran su deseo de reivindicar la historia” (96). Héctor recuerda los días de su activismo estudiantil, del “(movimiento con mayúsculas, el punto de partida, el no va más de nuestras vidas y nuestros nacimientos, nuestra referencia como humanos frente al país y la vida toda)” (197). Su lenguaje chilango, sus posturas culturales, su humor negro, lo marcan como un habitante del D.F. pero “además de ser un personaje cultural representativo... es un participante activo en la historiografía mexicana” (Bertin 3). Su obstinación por comprender el por qué de los asesinatos lo lleva a vislumbrar la posibilidad de una conspiración mayor: los Halcones “están vivos y los van a volver a usar” (226). Como con Heredia, el crimen es una excusa para indagar el pasado y establecer sus trágicas conexiones con el presente del cual se concluye que “no habrá final feliz.”

Después de todo, el orden no se equipara necesariamente con lo justo ni la verdad en una sociedad dominada por la corrupción. Belascoarán “percibía al Estado como el gran castillo de la bruja de Blancanieves, del que salían no sólo los Halcones, sino también los diplomas de ingeniero y la programación de Televisa” (222). El neopoliciaco no convalida los aparatos represores del Estado, al contrario de lo que sostiene el detectivesco clásico: “crime in these stories is perceived as an outside evil which threatens to penetrate the otherwise peaceful an orderly society” (Craig-Odders 29).

Hay una diferencia importante entre las actitudes de nuestros detectives y su búsqueda. Belascoarán acepta el caos y la violencia del D.F. y los asume como parte de su vivir cotidiano. El sistema, el PRI y el Estado postrevolucionario son enemigos demasiado poderosos. El detective mexicano resume su sentir sobre el orden en el gran D.F., “la única posibilidad de sobrevivir era aceptar el caos y hacerse uno con él en silencio” (142). Mientras que Heredia cree en la posibilidad de unir las piezas del rompecabezas—ayudado por un milagro o su intuición—y encontrar una solución al problema, “una investigación policiaca no es diferente al armado de un rompecabezas” (59). Héctor es más pesimista, comprende la inmensidad del monstruo con que debe combatir y esto lo hace más irónico y con un sentido de humor negro; mientras que en Heredia prevalece el sentimiento de una inocencia perdida y una fuerte nostalgia por ella.(4) Aunque bien puede ser que la sang froid de Héctor no sea más que una postura, sirve para enfatizar el absurdo de su situación: buscar justicia en un antro de corrupción, el D.F. Es más, Belascoarán usa la violencia sin temor a la muerte, corriendo el riesgo de su deshumanización: “eso había aprendido en dos días, que la vida de los pistoleros de las fuerzas del mal le valía madres. Que se morían, sucios, botaban mucha sangre, pero no se lloraba por ellos” (207). Las novelas de Heredia, como indica Franken Curzen, son una estilización del género negro que “se caracteriza más por sus sentimientos, emociones y acciones que por sus raciocinios” (16). El detective chileno tiene una fe en su actividad detectivesca que lo aleja de la ironía preponderante en las aventuras de Belascoarán.

La búsqueda de la justicia y de la verdad remite a una creencia en la posibilidad de que éstas existan; ambos detectives reconocen que su móvil principal es la curiosidad y el deseo de justicia. Hay un maniqueísmo que dicta el actuar del detective, como dice Belascoarán: él es el bueno contra las fuerzas del mal (189). Este elemento quijotesco se remonta al código de honor de la novela negra, en la cual el detective se mueve entre el hampa pero mantiene una pureza de intenciones: resolver el crimen. La herencia de la novela negra norteamericana en el neopoliciaco latinoamericano vincula esta motivación con lo social (Giardinelli 1: 27). Esta característica vital permite que el género sirva para “recrear la realidad de los países latinoamericanos donde el crimen y la política han constituido una ecuación trágicamente perfecta” (García Corales y Pino 53).

Héctor y Heredia son hombres de acción, están lejos del armchair detective. No tienen interés en el dinero ni el poder y como otros detectives del género tienen “una moral propia, casi atípica para esa sociedad, y aunque no pretende erigirse como un modelo moral, su ética se convierte en un valor ideal” (Giardinelli 1: 33). La ideología particular que une a Héctor y Heredia es una actitud postcolonial –el desencanto- que se resume en esta frase de Heredia, “engañarse a sí mismo es la peor estafa que uno puede cometer” (82).

Según Weber el desencanto es el resultado del proceso de racionalización o secularización que reemplaza a las interpretaciones mágicas del mundo. La ciencia adquiere el valor supremo y el ser humano se encuentra más solo que nunca (428), desencantado/alienado. Esta racionalización, producto de un desarrollo capitalista, se transforma en una modernidad (o modernidades) que en América Latina no produjo igualdad social ni democratización política.(5) Como asevera Yúdice, “[...] en América Latina no se impuso la modernidad según el modelo weberiano” (118). Podríamos decir que como consecuencia de esto, nuestros detectives viven el desencanto doblemente, como promesa no cumplida y como aberración histórica importada.

Tanto Héctor como Heredia son testigos de grandes cambios impulsados por la modernidad en sus barrios, ciudades y amistades. Heredia, por un lado, nos describe los cambios urbanos: “la ciudad se transfiguraba. A diario podía ver máquinas que destruían las casas antiguas, horadaban la tierra y comenzaban a levantar las construcciones [...]” (183). Por otro lado, a través de las vidas de los vecinos de Belascoarán se presentan los cambios humanos. Ninguno de ellos logró alcanzar lo prometido ya sea en el ámbito de la educación, del trabajo o de la reforma social y por eso los tres se abstuvieron de votar en las últimas elecciones como prueba de su inconformismo y desconfianza en el sistema. El Gallo sostiene que “conmigo el sistema se apendejó. [...] Y sin embargo, algo me dieron: miedo al país, al poder, al sistema” (181).

Heredia y Belascoarán viven el desencanto plenamente. Heredia hace más de una alusión a este estado, el cual en su caso está relacionado a su juventud universitaria bajo la dictadura. El fracaso de la democracia marcó a los jóvenes de su generación y por esto cada uno de sus compañeros vive su perdida de la inocencia traicionando sus sueños a su manera. Incluso Campbell, su amigo periodista, con tono cansado le confía a Heredia mientras comen y beben: “ya no quedan oportunidades para gente como nosotros, Heredia. Estamos viejos y escépticos, condenados a ver pasar la historia por nuestro lado” (89).

Héctor con su apariencia dura de quien acepta “que bastaba de verdades claras, de consejos de cocina para la vida” (189) se deja llevar por la memoria y recuerda el Movimiento estudiantil, la euforia de sentir el poder de los estudiantes que en grandes números llenaban las calles gritando “Viva Che Guevara” (197). En sus recuerdos, tanto el chileno como el mexicano reviven momentos de gran alegría y entusiasmo junto al gran miedo de la represión. Belascoarán cuenta cómo terminó esa marcha en “una tarde de terror, más de 40 muertos” (198).

El desencanto del presente, sin embargo, da paso a la rabia, que sirve a los detectives como impulso motor para sus aventuras, sus hallazgos que pueden terminar en pérdidas. Y aunque a veces se sienten abandonados por las utopías no se dan por vencidos. Dice Heredia al respecto: “lo importante es reconocer que ha llegado la hora de arrojar por la borda el desencanto” (90). Hay que crear esperanza y ésta no se encontrará en un proyecto convencional político. El sueño en sí perdura, el anhelo de justicia y de una sociedad mejor para todos; lo que ha cambiado es la manera de lograrlo. Ese cambio indica el fin de certidumbres pasadas y una apertura a lo que Bartra llama “un periodo de incoherecia” (Ferman 49).

En No habrá final feliz y El ojo del alma, los detectives resuelven sus casos, pero sin agarrar ni castigar a los culpables. En el caso de Belascoarán, muere venciendo “el miedo a no saber, el miedo a morir a lo pendejo” (232) para ser revivido más tarde en otra novela ha pedido de los lectores. Heredia conduce a los gringos de la CIA hacia el escondite de Traverso, quien no logra escapar. Pero no hay manera de esclarecer esta muerte lo que lleva al policía Zelada a decir, “me encabrona que se burlen de la ley, Heredia” para que el detective le responda, “no es la primera ni la última vez” (241). El orden no ha llegado a un sistema donde su legitimidad no está presupuesta.

Padura Fuentes, el escritor cubano y creador del detective Mario Conde, acota como “característica importante” del neopolicial “la renuncia a crear grandes héroes. Los policías, investigadores, detectives, como se les llame, son por lo general gente frustrada, jodida, y no tienen nada de triunfadores” (60). En la búsqueda de la verdad ambos detectives se caracterizan por su testarudez, por una sed de justicia que los lleva a preocuparse por los débiles, a buscar respuestas y, como dice Heredia, a “meterse en las patas de los caballos” (242). Paco Ignacio Taibo II sostiene en una entrevista con Nichols que: “yo escribo historias de derrotados pero de derrotados que no se rinden” (221).

Podemos concluir sobre nuestros detectives postcoloniales en el neopoliciaco latinoamericano que aman a su ciudad; que optan por una posición marginal desde la cual pueden observar con cierta objetividad y desapego el mundo que les rodea y llevar a cabo su crítica y lucha contra el sistema; que son personajes solitarios y solidarios, amados por sus contados amigos y múltiples lectores; y que adoptan el desencanto como postura postcolonial para problematizar el presente, recuperar la historia con la memoria y continuar con una dirección ética que llama a la lucha por la justicia. Lo que parece un código de honor caduco y quijotesco, no es más que una manera de ver y vivir la realidad latinoamericana. Como asevera Ramón Díaz Eterovic: “creemos que todavía se pueden rescatar valores que mantienen en pie a la persona tales como el amor, la solidaridad y el jugarse por el otro” (Reflexiones, 194). (6)

 

 

Notas

(1). Todas las citas de No habrá final feliz provienen de la misma edición, México: Editorial Planeta Mexicana, 2003.

(2). Todas las citas de El ojo del alma provienen de la misma edición, Santiago: LOM, 2001.

(3). No debemos de olvidar que en Cosa fácil de Taibo II el interlocutor de radio y amigo de Héctor, el Cuervo Valdivia, tiene como consigna de su programa “solos pero solidarios” (86).

(4). Ver el artículo de Guillermo García-Corales donde aplica los conceptos de Julia Kristeva, “Nostalgia y melancolía en la novela detectivesca del Chile de los noventa,” Revista Iberoamericana 65.186 (1999): 81-87.

(5). Ver mi artículo “Modernidades ecuatorianas: ira, desencanto y esperanza,” Kipus 12 (2000-2001): 91-10.

(6). Quiero agradecer a mi colega Robert Dash, ávido lector de policiacos, que me presentó a Heredia y a los alumnos de mi clase de “Topics in Latin American Literature: Detective Fiction” cuyos comentarios y lecturas han sido inapreciables.

 

 

Bibliografía


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