Heredia, el detective protagonista de la mayoría de mis novelas, vive en un viejo barrio de Santiago y su principal, y a veces única compañía, es un gordo gato blanco llamado Simenon. Que el gato tenga ese nombre no es casual. Por una parte, en mis textos suelo incorporar menciones de personajes y autores que pertenecen a mis afectos literarios; y por otra, al dar ese nombre a uno de mis personajes quise homenajear a un escritor con el que suelo recorrer París. No recuerdo el título de la primera novela que leí de Simenon, pero sí que su inspector Maigret me cautivó por su personalidad, sus manías de fumador y sus descripciones de París. Por eso, no es extraño que siempre vuelva a sus novelas y que sintiéndome amigo de Maigret lo acompañe hasta su oficina o comparta sus meditaciones y el humo de su pipa mientras bebe una copa de Calvados en un bar del Barrio Latino.
Durante muchos años la imagen que tuve de París era la descrita en las novelas de Maigret. Y hace ocho o nueve años, cuando viajé a París por primera vez, llevaba en mi memoria los nombres de algunos de los lugares de la ciudad que se recrean en esas novelas. Una imagen absolutamente literaria, a la que también habían contribuido las novelas de Balzac. Nada sabía de su ordenamiento ni de la forma de llegar a un punto u otro de la ciudad, y sin embargo, un simple hecho me hizo recordar que estaba en la ciudad de Maigret. Vivía mis primeras horas en París, y sin haber conocido aún nada de la ciudad, salí de la casa en la Calle Boyer donde me alojaba, abordé el metro y luego de andar en él diez o quince minutos, elegí al azar una estación en la cual descender del tren y volver a la superficie. Al hacerlo me encontré con dos imágenes hasta ahora inolvidables. Una, la del siempre hermoso cielo parisino cargado de nubes y presagios de lluvia, y la otra, la de un letrero con la leyenda: Quai des Orfèvres, lugar tantas veces citado en las novelas de Simenon y en donde está la oficina del inspector Maigret.
Me pareció mágico ese encuentro con un personaje literario tan querido, en una ciudad que desde esa primera visita y en otras posteriores, siempre asocio a la felicidad; a la alegría, casi indescriptible, que he sentido al observar sus coloridos bulevares, caminar por los bordes del Sena, escudriñar los libros de los buquinistas, entrar a sus cafés o simplemente, sumergirme en la magia que emana de sus calles y su gente.
