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La escritura del movimiento: Animales lentos, de Jorge Volpi Bravo.
Periferias Ediciones-Arte-Archivo. Temuco, 2016.

Por Ricardo Herrera Alarcón




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En el verso “La manta doblada que pones bajo tu cabeza se deshace”,  y en el espíritu del poema donde aparece (en prosa, como casi la mayoría, y sin título), la manta es el texto sobre el cual descansa y sueña el hablante. Texto como omisión, afán, curiosidad, palabras que al realizarse se dibujan de una manera brumosa e imprecisa. Fuego y agua como dos signos que cruzan la escritura: un viaje al interior de la palabra, que es humedad y calor. Imágenes visuales de un libro experimental  y heredero, por cierto, de La nueva novela, de Exit, de Anteparaíso. Una edición de cincuenta ejemplares artesanales, plastificados, con imágenes del desierto y un pixelado que parece la materia orgánica de un jeans o un lino grueso, el uso de una variada tipografía y el fotocopiado que ya es una marca registrada de editoriales independientes como Poleo, Venérea o, en este caso, Periferias Ediciones-Arte-Archivo, que se niegan a la impresión digital e industrial de las imprentas. En algunos o muchos sentidos estos editores y poetas jóvenes han trasladado, a la sociedad de las redes sociales y la tecnología, la precariedad de la década de los ochenta en un signo de resistencia cultural que no es menor ni es tampoco un mero gesto. Hay un hastío, que no puedo sino compartir, por esta sociedad de la higiene y la uniformidad, donde el color de los libros combina con el decomural y las cortinas en el living room.

Jorge Volpi (Temuco, 1986) es otro en Animales lentos. O inventa un hablante lírico a años luz del temple y la resolución textual de Azúcar, su primer libro publicado el 2010. En Azúcar no existe la opacidad del lenguaje y los poemas se solucionan intentando que su lectura sea el camino natural que los lectores debemos tomar entre los vaivenes de una escudo al mediodía y la teleserie de la once. Las citas a escritores como Millán (“La radio era un artefacto más de la melancolía”), Sergio Hernández (“La tarde es un sollozo contenido”) o Leonel Lienlaf (“Veo ejércitos de pinos”) hablan de una opción por sumergirse en los afectos y las cosas simples observadas por un sujeto que resiente la fragilidad del mundo ajeno y personal. En su momento escribí un pequeño prólogo a este primer libro de Jorge y destacaba en él su capacidad de síntesis, la celebración de la realidad -sin que por ello se excluyera a la nostalgia-, la desvinculación de su poética con el neobarroco que predominó en ciertos escritores de la generación del 2000, a la que pertenecería por cuestiones etarias.

En su nuevo libro Jorge toma otro rumbo para intentar responder las mismas preguntas  (“Cuáles las preguntas básicas de la existencia situada/ cual el gesto/ los cuadros de colores que bailan”).  Pero intuyo la misma fragilidad de Azúcar, porque las palabras son eso, fragilidad.  Así leer al otro es leer su perplejidad frente a la tarde o la noche, la pregunta que se repite de habitación en habitación y que el lenguaje en los ecos de su arbitrariedad deja rebotando en las paredes de la caverna y el mall vacío. Sabemos que la poesía es, desde hace tiempo, un lenguaje de señas en una habitación llena de humo, un braille gastado. Pero insistimos en machacar las palabras contra las cosas como lo haríamos con una bolsa con locos apaleada contra una roca.

Si bien los poemas de Animales lentos tienden a la movilidad del sentido, hay ciertos indicios que en cada texto se despliegan como posibles señales de ruta: la búsqueda de símbolos  para “salirse de la enfermedad del yo” es uno de ellos: intento por borrar al sujeto hablante, a ese yo romántico y carmínico, para  desembocar en la polifonía. En otro poema lo táctil es el tiempo de la escritura, pero un contacto siempre afectado, un poco falso. Si se escribe también desde el cuerpo y en sus relaciones aparentes con otros cuerpos se produce “el desorden de los íconos…en las aguas móviles de lo vivo”,  Volpi propone secuencias de exploración, que luego sugiere invertir  para que un otro vuelva sobre las mismas interrogantes.  Preguntas sobre preguntas en una semiosis ilimitada, donde queda registro de cada formulación o cada escucha, como si lo relevante fuera eso: el dudoso ingreso a una red de comunicación virtual (la poesía? El recorrido por un paisaje virtual reflejado en la concavidad del espejo que se refleja convexo?). Cito el poema: “Proponer una secuencia_explorarla_invertirla_que otra la vea y la describa: ¿Qué hacía ¿Qué viste? ¿Se relaciona la narración del suceso con la acción? volver a la secuencia ¿Se puede entrar en ella? ¿Cómo se entra al espacio de quien ejecuta la secuencia? presentar un número de preguntas y exponer el registro de sus formulaciones_hacemos la pregunta y usted responde_su respuesta queda registrada_otra vez estamos sugiriendo preguntas_otra vez imágenes de cuerpos_la ampliación_un ingreso dudoso a redes o círculos o líneas aproximadas a cuerpos_otra vez quedarse a escuchar”. El poema siguiente a este continúa la idea de la línea que se acerca al cuerpo, asociando la manualidad de oficios diversos (su orfebrería) con el tejido textual (“-realidad la cestería la –obra la ejecución la – sentarnos para suelo el en manta la ponemos ¿tejidos del usos los cuáles?), rompiendo la coherencia y cohesión en busca de ampliar el entramado que se construye. Escritura de la movilidad o registro de la especulación y el ensayo que significa deambular como animales vivos en un paisaje a ratos desolado. Registro del ensayo y error que le permite transcribir la variación de un mismo poema donde se insiste en lo visual, más que lo lingüístico, o la palabra que se impone capturar la imagen: “Cada corte una pantalla/ cada  corte  imágenes/ brotan/ la política del registro/ esa estética de la captura/ la captación de tiempo/ palabras que hablen sobre quien escribe/ una escritura que es una parte de algo/ densidades de la imagen/ consistencia de la espera”. Un libro en que la interpretación  y búsqueda por los sentidos de la palabra y su realización se cruzan con las interrogantes sobre nuestra capacidad de abrir nuestras experiencias  a la sexualidad, el viaje físico y espiritual, el azar y la especulación, el ensayo, la fragmentariedad como antídoto al paradigma y con ello la duda, como no, como forma de intuición y gnosis.

Volpi propone fuego al final del camino, propone también arena, mar, un espejo “algo (que) te dice por acá/ mira esto/ es por este lado”. Pero, por sobre todo, nos entrega una mirada, su mirada, sobre un mundo que se hace y deshace cada día o momento,  donde  el ser humano o animal (que se vuelca hacia adentro para luego disgregarse en algunos sentidos) parece no querer o no poder echar raíces en ninguna parte. Pero que en su porfía nos entrega, como dice el autor: “las raíces móviles contenidas aquí adentro”.


 

 

 

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