... Monsieur Homard 
          golpeó las manos para alentar a sus cuatro ayudantes.
... La mesa estaba dispuesta en forma espléndida. 
          Sólo faltaba la llegada de los comensales.
... Rufino, el mozo, 
          se arregló una vez más la corbata y escogió, del aparador, los guantes 
          de cambray. Los cubiertos de plata de Chañarcillo y las copas de 
          vidrio y cristal de Montbéliard se encontraban ordenadas sobre el 
          mantel de fina Holanda.
... 
          M. Homard, utilizando un cuchillo previamente 
          congelado, había esculpido la forma de un ganso en el perfumado cubo 
          de paté y ahora le arreglaba un nido con finas hierbas y semillas de 
          alcaravea. Para esta pasta trufada había hecho amasar delicados discos 
          con harina de germen de trigo que se tostaban y endurecían a fuego 
          bajo en el horno de leña. Una salsa delgada a base de caldo de res, 
          aromatizado con algo de orégano y pimienta, iba a permitir, a quien 
          así lo quisiera, humedecer su sabor.
... M. Homard, en su momento, había exigido al 
          sommelier que bajara las botellas del Chateau Gillete a los once 
          grados de la cava menor. De ese modo, aquel vino blanco permitiría 
          apreciar de mejor forma la cremosa consistencia del paté y la 
          contradictoria dulzura de la trufa.
... 
          Sebástian revolvía con parsimonia el caldillo. 
          Era quizás uno de los pocos en la estancia que no estaba preocupado 
          por la demora de los convidados. Aunque ya hervía la sopa de erizos 
          con sus hierbas esenciales: mejorana, tomillo, ajedrea, cebollino y 
          una pizca de ají de cacho de cabra. Porque la consistencia y el aroma 
          se lograban en paz. Gracias al calor que irradia, desde el centro de 
          su base, una olla de madera de canelo que, para esos menesteres, se 
          usa una sola vez.
... 
          Sebástian pidió para su obra una champaña. Le 
          parecía la mejor, para la sabrosa y refinada aspereza de esas lenguas, 
          un Louis Roderer Christal Brut. Fresco, pero no en exceso. Champaña 
          escarchada, champaña malograda.
... 
          Alfred había esparcido las brasas 
          convenientemente en el piso intermedio de la cocina. Ya sofrita en 
          grasa de ternera se doraba el filete deshuesado del jabato, adobado 
          con la salsa de las moras, las frambruesas y los arándanos. Sólo un 
          vino como un Musigny, o en su defecto un Cháteau La Fleur Petrus, 
          podría hacer el honor a esas carnes que se servían sobre un lecho de 
          hilos de setas del bosque. Alfred ordenó al criador que, antes de 
          retirarse, dejara respirar los vinos por lo menos noventa minutos bajo 
          la magnolia del jardín y que manejara las botellas con todo el cuidado 
          que su vejez se merecía.
... 
          Miñón, la confitera, entre tanto 
          había empezado a cortar la pasta de almendras y yemas de huevo 
          cubiertas con fondant. Los pequeños rectángulos de este dulce debían 
          servirse junto a los helados de mango y lúcuma. A veces se daba el 
          caso de que un invitado rechazaba los chocolates al fin de la cena. Un 
          vino de oporto casero, aromatizado con la flor del jazmín, acompañaba 
          este plato final.
... 
          Después del café, responsabilidad de Rufino, 
          quien en las grandes ocasiones molía una mezcla de granos colombianos 
          y peruanos, Sebástian presentaba el coñac y el brandy. De los primeros 
          un X.O. de Courvoisier y de los originados en España, un antiguo 
          Cardenal Mendoza.
... 
          Quienes con su copa quisieran pasar al salón de 
          fumar encontrarían una caja de Cohibas, o de Romeo y Julieta de 
          catorce gramos provenientes de La Habana, u otra con los Davidoff 
          Aniversario, de la República Dominicana.
... 
          Pero los comensales no 
          llegaban.
... Rufino, M. Homard, Sebástian, Alfred y Miñón 
          esperaban alineados en la puerta del salón. Las luces estaban 
          encendidas y las dos chimeneas del comedor irradiaban una agradable 
          tibieza.
... El reloj del vestíbulo tocó las campanadas y 
          Rufino carraspeó.
... 
          -Quizás, después de todo -dijo-, ellos se 
          demoren.
... Miñón fue la primera en regresar a la espaciosa 
          cocina. Con la punta de su dedo meñique probó la densidad de su 
          confite. Alfred, preocupado, introdujo una brizna de paja entre las 
          costillas del jabato. Sebástian dejó escurrir una gota desde la 
          cuchara, buscando así el punto de hebra de su sopa. M. Homard afirmó, 
          con el frío de un puñado de hielo, su modelado de paté.
... Pero no se oían aún las campanillas del 
          trineo.
... M. Homard tuvo que bajar a la bodega a reclamar 
          el vino blanco. No podía concederle más tiempo en ese frío. Sebástian 
          recostó otra vez las botellas del Roderer. Facilitar el salto del 
          corcho de la champaña era una cosa; permitir su desvanecimiento, una 
          especial crueldad. Alfred se sintió perdido. Un Musigny o un Petrus 
          destapados en vano son una pérdida irreparable. Miñón guardó el 
          asoleado en el estante. Más se impregnaría con el jazmín si nadie lo 
          bebía hoy.
... Rufino selló el envase con el café. Maldijo a 
          los infiernos por haberse adelantado en el molido.
... Otra vez las campanadas del reloj estremecieron 
          el cristal de las vitrinas donde se guardaban los marfiles, pero nadie 
          llegaba a cenar.
... M. Homard revivió con pesar una amarga 
          experiencia. ¡Cómo cambia la fragancia de un Périgord cuando se 
          entibia! Sebástian, por su parte, regresó de un paseo al fogón, 
          desolado. Algunas de las lenguas de sus erizos flotaban, ajadas, en el 
          caldo. Alfred no necesitó comunicar a sus colegas lo que estaba 
          sucediendo. El olor de la carne achicharrada es penetrante y perdura 
          en la cocina. Miñón, con una espátula, trataba de evitar el desborde 
          del melindre. Crecía el dulce, escurriendo más allá del mármol de la 
          mesa.
... Alfred, angustiado, distribuyó con el badil las 
          ascuas marginales. Por los bordes de la puerta del horno se insinuaba 
          una humareda. Miró después el Cháteau La Fleur y descubrió, en su 
          nivel, las burbujas del desbrave. Sebástian cubrió las botellas de 
          champaña con la cortina de muselina y sacó la olla de canelo de la 
          lumbre. Lloraba. M. Homard, con una cucharilla de alabastro, en una 
          acción reiterada e ineficaz, adosaba su cabeza al ganso de paté que se 
          desmoronaba.
... Cuando la campana sonó otra vez, las 
          anaranjadas lenguas de los erizos sobrenadaban el caldo como peces 
          marchitos. El hollín de la carne del puerco salvaje enturbiaba el 
          empavonado de los vidrios del quinqué y el ganso de paté o el paté de 
          ganso, ya no se sabía, era una pulpa insípida e informe sobre la 
          bandeja y el hielo. El café de Rufino, aunque en su envase, no era más 
          que un polvo rancio y arenoso y la pasta de San Estanislao, que con 
          tanto esmero había formado Miñón, se había convertido en una espuma 
          azucarada y cerosa.
... 
          Pero nadie venía a comer.
... Al Courvoisier se le había disipado el ámbar de 
          su esencia y al brandy del Cardenal Mendoza apenas le quedaba un olor 
          ácido y menor. Los habanos, en sus cajas, se veían quebradizos y con 
          seguridad que a broza hubiesen olido.
... Rufino y Sebástian se habían sentado en los 
          pisos de palo de rosa de la cocina. M. Homard vagabundeaba por el 
          salón como un sonámbulo y Alfred y Miñón hablaban en voz baja, como 
          asistiendo a un funeral.
... 
          Y nada se sabía de los comensales.
... A esa hora el sorbete de mango era ya un 
          almíbar dulzón y los helados de lúcuma, un montón de grumos 
          descoloridos y untuosos.
... 
          Pronto empezaron a chorrear 
          esperma las velas de la araña del comedor y Rufino, con el 
          matacandelas, las fue ahogando, una a una. Los troncos del hogar ya 
          eran pura ceniza y la nieve empezó a opacar el cristal de las 
          ventanas.
... Miñón se puso sus pieles sobre el delantal 
          almidonado y Alfred su grueso tabardo negro. M. Homard se frotaba las 
          manos en la insuficiente tibieza que irradiaba la cocina y Rufino y 
          Sebástian se habían echado sobre la espalda los espesos mantones con 
          que se protege la vajilla.
... 
          Por primera vez se sintió el viento y a lo 
          lejos, quizás, el lamento de un lobo. Unos golpes apagados y distantes 
          revelaban la inquietud de los caballos en la cuadra, y el silencio de 
          los perros, su temor.
... 
          La nevisca iba cubriendo las huellas del último 
          paseo y las enormes puertas de hierro forjado, al fondo del parque, 
          abiertas todavía, repicaban con la fuerza del viento.
... Rufino aguzó el oído cuando oyó que el cierzo 
          arrancaba las primeras tejas. Y Miñón, a través del nimbo que el hielo 
          dejaba libre en las ventanas, las vio volando desordenadas por la 
          ventolera, como lúgubres mariposas de invierno.
... Después le tocó al cañón de la chimenea, que se 
          desplomó como el paté de Périgord. Una bocanada de carbón sumergió en 
          la oscuridad, por un momento, la estancia donde estaba la cocina y M. 
          Homard, con su uniforme ennegrecido, ahogado por una tos de 
          tuberculoso, corrió a la galería. Sebástian y Rufino, con los antiguos 
          manteles de restaño, aventaron el polvo y la ceniza por la puerta del 
          sótano. Rufino y Miñón miraban el hollín, que imitando la escoria de 
          un volcán, iba carcomiendo la plata del servicio.
... El granizo no tardó en quebrar los vidrios de 
          los ventanales y penetrar a raudales en la mansión. Como una alfombra 
          del fondant preparado por Miñón, se fue quedando sobre el piso, sobre 
          las escaleras, sobre los pasamanos, recubriendo los tapices y nevando 
          los paisajes primaverales colgados de las paredes.
... El abeto muerto, cercano a la glorieta, fue 
          alcanzado en su base por un rayo. Y hundió el techo de la casa con el 
          peso de un elefante. Una de sus ramas secas, gruesa y puntiaguda, rozó 
          en su caída una oreja de Sebástian.
... 
          Miñón recogió su cartera, Rufino 
          su morral y corriendo huyeron por la puerta trasera. M. Homard se 
          había sentado en el comedor y contaba las piñatas del abeto, 
          desparramadas entre la porcelana rota de los platos, incrustadas en 
          las copas para el vino, rodando algunas sobre la caoba de la mesa. 
          Sólo Alfred, arrebujado en su buen abrigo, acompañaba todavía a Homard 
          en su destino. Sebástian, sentado en un rincón, se preparaba para huir 
          calzándose las botas. La nieve, 
          que caía por el cráter abierto en la techumbre por el pino, se 
          acumulaba con rapidez y pronto fue otro mantel, de incólume blancura, 
          sobre el mantel que había esperado, sobre los destrozos del abeto, 
          sobre la intolerable paciencia de M. Homard a quien algunos carámbanos 
          le crecían en la barba.
... 
          Sebástian siguió el camino de Miñón y Rufino 
          pocos segundos antes de que se cayera la pared norte del palacio, 
          aquella que daba el fondo al gran salón del comedor. Sin el apoyo del 
          arbotante que sostenía a la chimenea, perdiendo su sustentación, se 
          vino abajo arrastrando consigo, también, el cielo y su elaborado 
          alfarje.
... Desde el hueco de un brochal saltó una rata. 
          Tenía la cola negra y estaba crecida como un conejo. Llevaba una presa 
          calcinada del jabato prendida en el hocico y la seguían las quince 
          crías de su camada. Alfred la alcanzó a ver cuando se sumergía en las 
          descubiertas fundaciones del palacio.
... 
          M. Homard no se lamentaba. 
          Inmóvil, a la intemperie, hacía caso omiso a las advertencias de 
          Alfred.
... -Los lobos ya estarán cerca -le gritaba por 
          encima del ruido del viento.
... Pero 
          algo le decía a Alfred que el viejo Cordón Bleu no le haría 
          caso.
... Y más tarde, cuando las ramas de las encinas 
          se quebraron por el peso de la nieve que seguía cayendo, Alfred se 
          despidió. Al cruzar la verja se volvió. Alcanzó a ver los restos 
          brillantes de un candelabro y a su lado, entre los escombros, con el 
          catavino de Baccarat intacto sobre el pecho, a M. Homard, esperando 
          aún a los comensales.
           
           
          en Cuento chileno 
          contemporáneo
Breve antología
Poli Délano (compilador)
          UNAM, México. 1996