Hernán Rivera Letelier

   
 
proyecto patrimonio

 

Hernán Rivera Letelier

"Este mundo es una gran humorada"


Al lanzar su cuarto libro, "Los trenes se van al purgatorio", que ya prepara su segunda edición, el escritor confiesa sentirse un hombre afortunado. "No creo en Dios, pero él sí cree en mí".


Cae la noche del 11 de julio y se anuncia por alto parlante la llegada del tren 0050 procedente del purgatorio; la banda de música comienza a tocar y los invitados se aglomeran en el andén de la vieja Estación del Ferrocarril de Antofagasta a Bolivia. Todo indica que el escritor pampino Hernán Rivera Letelier está por llegar y que su ingreso será a lo grande. Y no es para menos. Porque ésta no es sólo la manera elegida por el autor para presentar su cuarta novela (que relata la historia del Longino, el tren Longitudinal Norte), sino también el modo de celebrar sus 50 años. Nadie quiere perderse esta humorada, cuyo invitado estrella se ha convertido desde la publicación de su primera novela -"La Reina Isabel cantaba rancheras", en 1994-, en una verdadera revelación del desierto atacameño.

"Por uno de esos accidentes de la vida", como él mismo cuenta, Hernán Rivera Letelier nació en Talca en 1950. Pero a los pocos meses partió de regreso a las desérticas tierras de sus padres abordo del "Longino", nombre con el que se denominaba al tren Longitudinal Norte.

"Me crié en el desierto más triste del mundo, persiguiendo remolinos de arena. Si los alcanzabas, te metías dentro, y abrías los ojos para verle la cara al diablo".

Vivió su primeros años y su primer gran amor en Algorta, oficina salitrera que cerró en 1959. Entonces, el matrimonio Rivera Letelier se trasladó a Antofagasta con sus cinco hijos. A los pocos días murió la madre y decidieron emigrar hacia la salitrera Coya Sur. Ahí Hernán pasó toda su adolescencia hasta que, a los 19 años, pescó su mochila y salió a recorrer el mundo. Tres años viajó por Perú, Bolivia y Argentina. "Fue en este viaje donde decidí convertirme en el mejor escritor del mundo".

Mientras la banda sigue tocando, el tren se asoma en la oscuridad y empieza a definirse la silueta del autor que, desde el vagón, saluda emocionado a sus más de 300 invitados. Lleva puesta una chaqueta de cuero café, zapatos del mismo color, blue jeans y camisa negra. "Hernán nunca ha usado chaqueta y corbata porque él es del pueblo", explica su hermana Teresa, mientras aplaude al festejado. El está feliz y radiante; el foco más luminoso de la noche. Sus familiares lo reciben con besos y abrazos y todos comienzan a cantar "cumpleaños feliz, te deseamos a ti...".

De vuelta de su viaje por Sudamérica, Hernán se integró como operario en la oficina Pedro de Valdivia, donde comenzó a dar sus primeros pasos en la literatura. Pero había un detallito que solucionar; para poder ser "el mejor" tenía que partir por lo básico: completar su educación. En la escuela noctura de la salitrera hizo séptimo y octavo básico. Después estudió toda la enseñanza media y dio la Prueba de Aptitud, en la que sacó unos notables 700 puntos.

"Habría estudiado Letras; por suerte no lo hice porque no sirve para nada. Te ponen fronteras y yo escribo por instinto", cuenta. En la biblioteca de Pedro de Valdivia se encerraba todas las tardes a leer y escribir, mientras su compañeros se iban a tomar a los ranchos. "En Arica compré mi primer libro que se llamaba ‘Poesía y estilo de Pablo Neruda’ escrito por Dámaso Alonso, un estudioso del Nobel chileno. No entendía ni jota". Después, Hernán comenzó a entender bastante más y se hizo adicto de los libros de Cortázar, Borges y Gonzalo Rojas.

En sus inicios, Rivera se dedicó a escribir poesía de corte existencialista. En 1988, sus versos fueron plasmados en un libro que se llamó "Poemas y pomadas". Una autoedición de 500 ejemplares que vendía puerta a puerta, en los bares y los cafés. "Soy un poeta de la calle", como a él le gusta decir. Más tarde se abocó a los microcuentos que fueron publicados bajo el nombre de "Cuentos Breves & Cuescos de Brevas".

Recién en 1990 comenzó a escribir su primera novela. "Me senté a escribir un cuento que se comenzó a alargar y alargar y alargar y así apareció "La Reina Isabel cantaba rancheras’".

Cuando se cerró la oficina Pedro de Valdivia, la gente se trasladó a María Elena. Para Hernán la época de las minas había llegado a su fin; era hora de explorar nuevos horizontes. "Me dediqué a ser cafiche, comencé a vivir de lo que me daba ‘La Reina Isabel...’. Ahora soy un cafiche internacional porque la mandé a trabajar a Europa".

Sólo una vez en su vida vio el escritor a la legendaria, vieja y fea prostituta, que por su andar y prestancia aristocrática, se hizo merecedora del apodo de Reina Isabel. Dice la historia que un día apareció muerta en su camarote y que el cura de Pedro de Valdivia se negó a hacerle una misa de responso. Este fue el cuento que gatilló la imaginación literaria de Rivera. "Quiero mucho a mis personajes y me enamoro de ellos. Por eso me declaro un marido infiel, porque engaño a mi señora con todas las mujeres de mis libros. Uno de mis personaje más queridos es la Reina Isabel. Ella le dio una vuelta de carnero a mi vida de minero. También me enamoré de Uberlinda Linares, la mujer de la que se enamoraría cualquier hombre".

Sólo un gran amor ha tenido el escritor pampino: su mujer María Soledad Pérez. Hernán la conoció cuando trabajaba en la mina de cobre Manto Blanco y se casaron en 1974. "Ella se enmoró de mí cuando me vio a través de un ventana, bailando rock and roll". La pareja lleva hoy 26 años de matrimonio, cinco hijos y "un nieto y medio".  Y hasta el momento ninguno de sus descendientes ha demostrado tener el interés de su padre por las letras. "Me leen en dos continentes y en mi propia casa no juntan las paciencia para hacerlo". Un clásico fenómeno nacional: sus hijos"no están ni ahí".

Rivera tiene buenos amigos. Entre los escritores, hay algunos a los que él sí lee. Luis Sepúlveda, autor de "El viejo que leía novelas de amor", Darío Osses y Ramón Díaz Eterovic se cuentan entre sus favoritos, muy lejos de Isabel Allende -de la que el escritor opina que "me gusta como escribe, pero no sobre lo que escribe"- y el recién laureado premio Cervantes: "Jorge Edwards escribe con profiláctico. No pasa vida a través de lo que escribe", recalca enfáticamente.

Pero, más allá de esos colegas de su oficio de escritor, Rivera Letelier tiene amistades repartidas por todas las calles de Antofagasta, esa ciudad que, pese a su éxito, se resiste a abandonar. Manuel Chelmes es uno de ellos. Trabajaba en la superintendencia de mantención en Pedro de Valdivia cuando conoció a Hernán y, al descubrir que compartían los mismos intereses, crearon un círculo literario que se llamó "El pez de sal". Dos veces a la semana se juntaban en la biblioteca de la salitrera a recitar versos, escuchar charlas y hacer paneles de poesía. En esa época Hernán escribía: "Las únicas flores que crecen en el desierto son las sombras de las piedras".

Fue Manuel quien recopiló y luego transcribió los poemas de Hernán para mandarlos al concurso Javiera Carrera, en el que ganó el primer lugar. Corría 1985. "Fui la primera persona que creyó en él", asegura Chelmes, quien describe al escritor pampino como un hombre sencillo y con un gran sentido del humor. "No aceptó el premio Caballero del Ancla de Oro -que entrega la Municipalidad de Antofagasta a quien constribuya a la ciudad- porque a él le gusta comer roscas sentado en la calle Prat; no quería ser distinto al resto de los ciudadanos".

Dixon Castro, más conocido como "El Rosquero", vende sus masitas azucaradas a 200 pesos la media docena. Conoció a Hernán en 1996, cuando llegó por primera vez a Antofagasta desde Vicuña. En su esquina favorita, ubicada en la calle Prat con La Torre, cuenta que es tanto el cariño que los antofagastinos sienten por el escritor, que "en las liebres y colectivos no le cobran el pasaje porque la gente lo quiere mucho. Yo siempre le echo rosquitas de yapa", asegura.

Termina la presentación de "Los trenes se van al purgatorio". "Quiero agradecer la presencia de mis amigos y de mi familia... ¡Ah!, y darle las gracias a Dios. Yo no creo en él, pero él sí cree en mí", dice Rivera. Los invitados corren hacia el cumpleañero para que les escriba una dedicatoria en el libro que acaban de comprar. Aparecen los mozos cargando bandejas repletas de empanaditas y tragos y después de las fotos, entrevistas, abrazos y felicitaciones, hace su entrada la emblemática e infaltable torta merengosa. Otro "cumpleaños feliz...".

 Post cumpleaños



La sesión de fotos es al día siguiente. La idea es inmortalizar a Hernán en su hábitat natural: el desierto. En el taxi, dejamos atrás la portuaria Antofagasta y todo comienza a ser igual y del mismo color rojo grisáceo. Lo único que varía es el perfil de los cerros en el horizonte.

-¿Por qué siempre aparecen en sus libros desierto, muerte y prostitutas?
-Me crié en este lugar y tengo el desierto cartografiado en mi piel (acerca su cara para que lo mire). En este desierto la soledad pesa como una montaña en el pecho. Aquí el silencio se escucha y tiene un zumbido como de cable de alta tensión. Aquí se huele el olor a planeta porque la tierra está completamente desnuda. La muerte está en mi obra porque pienso que este desierto es el purgatorio. Pero hay una contradicción: los muertos en el desierto son los más vivos del planeta. En los cementerios abandonados están todas las tumbas abiertas y los muertos están en tal estado de conservación que se ven mucho más vivos que cualquiera de esos viejos que están en las plazas engordando polomas. Y las putas, porque siempre les he tenido una ternura y un cariño muy especial. Fueron el único oasis que tuvo el minero en este desierto. Sin ellas la conquista de este lugar hubiera sido mucho más dura.

El autor de "Fatamorgana con banda de música", "Himno de un ángel parado en una pata" y "Donde mueren los valientes" es un modelo innato. Posa para la cámara como si llevara una eternidad apareciendo en las contraportadas de sus novelas. El agobiante y blanquecino sol de Atacama hace resaltar sus chiquititos ojos cafés y las decenas de arrugas que atraviesan su cara, que no son arrugas, según dice él, si no cicatrices de guerra. Termina la sesión de fotos; regreso a Antofagasta.

Varias veces le han preguntado a Rivera Letelier si no ha considerado la posibilidad de trasladarse a otra ciudad. Un lugar donde haya un poco más de movida literaria: Buenos Aires, Madrid, incluso el mismísimo Santiago. Pero él siempre responde lo mismo: "Por el momento necesito estar aquí porque aún sigo escribiendo sobre la pampa. Cuando se me acabe, ahí veremos".

-¿Cómo ha tomado este nuevo período de su vida? ¿Qué ha hecho para que no se le suban los humos a la cabeza?
-Esto de la fama y el éxito me llegó a una edad en que estaba con los pies bien puestos en la tierra. Lo he tomado con mucho humor, porque si no te pones grave y solemne. Te sientes como un dios bajado del Olimpo. Y miras al resto de los mortales desde la altura que es como lo hacen varios de los escritores que conozco. Bueno, ¡yo les vengo a demostrar que cualquier hijo de vecino puede escribir!

-¿Cuáles son sus próximos proyectos?
-Me siento afortunado porque no sufro esa depresión postparto que viven muchos escritores cuando terminan una obra. Aún no doy a luz una obra cuando ya estoy embarazado de la siguiente.
Escribiendo "Los trenes..." empecé mi quinta novela que cerraría el ciclo de las pampinas y creo que no podría ser otra historia que la matanza de la Escuela Santa María.

-¿Qué tan importante es el dinero para usted? ¿Quiere hacerse una fortuna?
-Lo que he logrado hasta hoy es una fortuna. Hace cuatro años que vivo de la literatura y para la literatura. Además, no tengo grandes lujos: no tengo auto, no tomo whisky y no mantengo amantes, pero me alcanza para vivir dignamente y eso ya es una fortuna.

-Pero si la tuviera, ¿a quién se la dedicaría?
-A mi familia, a mi mujer y a mis hijos. Sin ella, que siempre me ha apoyado en las buenas y muy malas, nunca habría llegado a ser escritor. Lo paradójico es que ellos ni siquiera me leen, pero me dan todo el apoyo del mundo. Eso es impagable.

-¿Y no se la agradecería a Dios?
-Yo tuve una infancia muy religiosa. Mis padres eran evangélicos y pasaban en la iglesia rezando, orando y cantando. Llegó un momento en que dejé de creer en todo eso. Entonces tal como lo dije ayer: "Yo no creo en Dios, pero creo que Dios cree en mí". Si hay un Dios no es esa figura solemne, ceñudo y serio que nos quieren pintar las religiones.
Si hay un Dios es un Dios con sentido del humor. Aunque también llora; creo, por ejemplo, que los sermones del cura Hasbún lo hacen llorar a gritos. Es cuestión de ver este mundo y darse cuenta de que es una gran humorada.

María Ignacia Rodríguez. Foto: Ricardo Castillo.


en CARAS, Chile

 

 

 

 


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