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LAS SIETE VIDAS DE ROBERTO ARLT

Reinaldo Edmundo Marchant



Este año se cumplirán ciento siete años de vida - sí, de vida- de Roberto Alt, un escritor argentino extraordinario, arrabalero como el tango, con fama de duro y marginal, que debió morir a los cuarenta y dos años para lograr la deshonrosa honra de la sociedad condenada a la hipocresía: el extemporáneo reconocimiento a su obra literaria y talento innegable. Sin la merecida fama a tiempo, con la amenaza del hambre en cada tobillo, un terrible ataque al corazón le quitó la vida y lo devolvió a la vida de los que después llaman héroes, genios, inmortales de la literatura universal.

Roberto Godofredo Chistophersen Alrt (1900-1942), fue uno de los principales precursores en la literatura argentina de la geografía porteña, del lunfardo y vocabulario de los barrios pobres. Es el creador de un idioma que inventa, reinventa, que se come a las academias, a lo correctamente establecido por las normas idiomáticas; lo mismo sucede con sus personajes, perfecta mixtura de realidad y esperpentos, todos admirablemente vivos, de carne y huesos, que encarnan a veces de forma aberrante la existencia, los pensamientos, la irracionalidad. Arlt crea pequeños mundos enrarecidos, febriles, angustiosamente reales, donde cada episodio tiene una directa conexión con la tristeza o alegría de cada día, la misma que fluye en callejuelas y oscuros suburbios de la gran ciudad, y que él debió sentir donde más le duele a un hombre desvastado, callejero, caótico como su propia obra tardíamente celebrada.

Como es de conocimiento público, Roberto Arlt trabajó en una veintena de oficios menores. Al margen de sus intereses estrictamente artísticos, el periodismo fue la actividad que desempeñó con cierta constancia a través de los años, y donde sus divertidas y originales crónicas fueron recopiladas en sus libros "Aguafuerte porteña" y "Aguafuerte española", publicados entre 1933 y 1936.

Debutó con una magnífica obra: "El juguete rabioso", novela urbana, que transcurre en Buenos Aires, capital cosmopolita por excelencia, topografía perfecta para que el protagonista, Silvio Astier, en cuatro episodios de la adolescencia, convierta en una fotografía punzante esa sociedad siempre al acecho, dispuesta a arremeter contra "los listos", que viven experiencias comunes a todos los humanos, que les ofrece sólo derrotas, actos fallidos, mutilaciones del hombre, despojo violento de su humanidad, hasta hacerlo caer en una decadencia moral casi sin salida.

En sus relatos y crónicas, Arlt pinta al gran Buenos Aires de su época con mano maestra, fundiendo las estampas sociales y las calles en un óleo singular. Sin quererlo, revolucionó la narrativa costumbrista argentina, y metió de un gancho al mentón la oscura ambientación de la ciudad, donde campean episodios de traición, robos, la degradación moral: culminó con los libros dudosamente bien construidos, introduciendo una rica prosa desordenada, a vuelo de pluma, de frases breves, tiznadas de jerga, barbarismos, que era el idioma de los desplazados que pululaban en los rincones de la ciudad y que nadie prestaba fijación en ellos. En más de una ocasión utilizó palabras cuyo significado ignoraba, pero que le resultaban atractivas por su sonoridad. "Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes leen correctos miembros de su familia", señalaba. Con una escasa educación formal, dio vida a una maravillosa galería de prostitutas, hombres sencillos, delincuentes, predicadores, seres marginales, que ganarían años después la admiración de Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Juan Carlos Onetti y Manuel Puig, quienes no sólo reconocerían en sus ficciones la huella de los libros de Arlt, sino manifestaban su debilidad por su vida apasionante, cruda, novelesca, llena de mito y desesperación.

"Juguete rabioso" fue, sin duda, una potente señal de su incipiente producción literaria: ahí ya se expresaban elementos vanguardistas, que constituían una forma diferente de novelar, iconoclasta quizás y una manera audaz, distinta, de observar los vínculos cotidianos. Nacía el inventor. El escritor que soñaba con abandonar la pobreza mediante la creación de una obra. La obra que era él mismo. O la que ardorosamente soñaba. No le resultaría fácil: el lenguaje lo había aprendido en la calle, adolecía de una espantosa ortografía, había abandonado su casa a los 16 años, y conocía más de pintura, mecánica, y otros oficios menores, que de sintaxis o técnica de creación literaria. Demostró desde pequeño una fascinación por los cien barrios porteños y la literatura, la que superaría después de su muerte. En el prólogo de "El juguete rabioso", Arlt afirma con evidente desencanto: "para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada…". El escritor, de alguna manera, estaba convencido de que la miseria engendra una dolorosa carencia, y que la elaboración de las ficciones eran un necesario escape para no llegar al psiquiatra.

Arlt no sólo es el hombre que dibuja el contexto de esa Argentina de antaño, además hay en él una posibilidad del encuentro con un mundo que trata de evitar que aquellos fragmentos miserables de la sociedad, sean expulsados como partículas disparadas a toda velocidad por el hombre, manifestando la inconformidad, la rebeldía lírica, el tremendismo social, el lenguaje popular, el lunfardo puro, exaltando el barrio, la patria dura, esquiva, la falta de esperanza: retoma una línea expresiva de nuestro caro nihilismo como respuesta a lo que denunciaron grandes narradores de naturalismo argentino.

En ese sentido Roberto Arlt explora la condición humana, desarraigando el lenguaje de su aplicación fácil, lo llevan a considerar a un hombre acosado, que presiente un cataclismo, sin disimular su angustia vital.

A Roberto Arlt lo miraban al comienzo como un escritor destinado al fracaso, como un ingenuo aprendiz de la lengua, la sintaxis y la gramática. Pocos, quizás nadie, advertía que ese hombre de cafetín, de perpetuo peregrinaje, se estremecía por esos seres que meditaban abandonados en los bancos de los parques, y en los angélicos rincones de las calles. Se emocionaba con el propio Roberto Arlt, doblado sobre sí mismo, inventando un juguete rabioso, escuchando el leve murmullo que un fervoroso hincha, tiempo después, diría: "El atorrante de Arlt: gran escritor".

 

 

 

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