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PARA ENCONTRAR LA ALEGRÍA DEL PUEBLO


Marco Aurelio Rodríguez


En la comuna de La Granja -cuarenta y siete años atrás- comienza esta historia fantástica que, sin embargo, es más real que cualquier fábula. En un lugar que ni siquiera se puede llamar población. Mediaguas tumbadas en un potrero, recuerdan un tosco paisaje campestre y no es exagerada esta imagen: una vez un pequeño, en la oscuridad más despótica, caminaba tratando de encontrar a tientas su casa. Está de más decir que en aquellos parajes se tenía más fe en los duendes que en la electricidad. En medio del barro -como un animalito con miedo, bajo una lluvia despiadada que arrojaba sus cuchillos hirientes- evitaba esas trampas de la geografía parecidas a "los obstáculos del transcurrir vital", y se tropieza con un bulto. Una vaca reposaba su tiempo lento: ese tiempo de infancia inesperada, estancada, me confesaría un día, evocando.

Ese espacio amenazante -como un perro que se alimenta de inocentes- en sus novelas corresponde al personaje de "el Santiscario". El llegar a comprender que su padre ocupaba esa voracidad, le afectó de manera diferente que a sus hermanos (él era el menor de todos). "La casa era de madera, el piso de tierra, el baño era un pozo séptico en el patio (…). Mi papá tuvo la mala ocurrencia de irse de la casa cuando yo tenía dos años". El chico era demasiado soñador. De hecho nunca me contó que su padre fue barnizador de muebles, dato demasiado prosaico. "Mi padre era de Los Hermanos Arriagada, algo así como Los Panchos versión chilena. Le interesaba vivir su vida, no tener preocupaciones, era alcohólico". Lo contaba con rabia, a veces con cariño, hasta que sentí que logró entenderlo ("perdonarlo" es una palabra demasiado instituida, rancia). Esto fue cuando se reencontró con él; salían a conversar, lo acompañaba a los tugurios que lo definían, tomaba con él y le preguntaba cosas. Historias de ternura reflejadas en la brutalidad. Fue el período de su salud definitivamente quebrantada. Luego de fallecido sentí que llegó a estimarlo, a entenderlo, a recuperarlo. Aunque la contradicción diga otra cosa.

Nada más se ha preocupado de mentar a su madre. Por el hecho de su indefensión seguramente. Ella se tuvo que hacer cargo de sus cinco hijos, trabajaba como aseadora en el Banco del Estado (como se llamaba entonces), hasta completar el tiempo de la crianza, la sumisión a la pobreza, la jubilación denigrante. Demasiado. Tanto es así que el hijo, cuando tuvo -aunque usted no lo crea- un cargo diplomático, contribuyó a la compra de una casa para su madre.

Pero lo que me descolocó fuertemente, fue la dedicatoria que aparece en su primer libro con el que obtuvo uno de los premios más importantes de nuestro medio: "Mi pena mayor es que mamacita nunca leerá lo que a través de su tierno néctar me enseñó. Permitió que fuera un ave perdurable, pero que silva en otro tronco". Afirmación demasiado cursi, diríamos, con tintes inmoderados de intimismo. Pero, ¿¡qué pensaría el menor de los hijos al ver a su mamá -antes de irse al trabajo- elevar una oración y, con los párpados muy apretados, pedirle a Dios que resguardara a sus niños!? La señora Rosa, simplemente, tenía la certeza de que el desamparo no podía vencer. Ella cumpliría con su parte y Dios con la suya.

Su madre -ese ser de inquebrantable fe- es analfabeta.
En esa dedicatoria se encuentran las claves de sus mundos. Un sentimiento derribado de tristeza. Lo han acusado de escribir con un estilo pretencioso, afectado de barroquismos rebuscados (eso sí, nada más que su "prehistoria" como escritor), de sensiblero. Y lo es: en el sentido de representar su origen. Ese mundo de ingenuidad rayana en lo inverosímil, de infantilismo donde la risa y la fiesta ocultan una tremenda herida que a veces nos propina la incierta vida.

No es difícil advertir que en esa verosimilitud urgente de magia -emocionante o ridícula- donde se declara la guerra a la vida nada más que sobreviviendo, donde la picardía es la salvaguarda y el ingenio hace olvidar el hambre, donde, por otra parte, las compañías inciertas de los compinches cubren la soledad y el abandono, surja un delincuente endemoniado o un escritor santificado -como ya lo diría algún escritor por allí.

El material logrado, entonces, no resulta académico. Se trata de hablar del des-encanto de los potreros, de la vaca que todavía vive en la memoria de las cosas. Se dispensa la gracia en este experimentar historias increíbles, saberlas, "saborearlas". En ese "darse cuenta" empieza la peripecia novelesca y la vida novelada. Contar y compartir lo sorprendente. Era preciso explotar ese resquicio para escapar de la mala pobreza, salir a campo abierto atravesando los fracasos. Así nacen historias que parecen básicas.

…Cuando jugábamos nuestras interminables pichangas en la cancha junto a la vía abandonada, sobrevenían percances como trenes imposibles. Como lo que ocurrió aquella vez. El hombre estaba apoyado en la muralla viendo el encuentro, el fútbol y las grescas. Al término del partido, el hombrecito continuaba apoyado. Luego vinieron las celebraciones, de triunfo o de fracaso: las cervezas seguían teniendo el mismo gusto. Y el hombre continuaba allí: había muerto pegado al muro. Su cuerpo jamás se derrumbó…

La única forma de ser sinceros con ese mundo extrañamente radiante (como lo llamaría Manuel Rojas: él si entendería) es la oralidad, como conversaciones en los bares. Donde nos refugiábamos y nos hacíamos ilusiones de escritor. Su lenguaje, es cierto, adolece de la felicidad de la perfección, hielo que se sirve en las copas del marketeo. Sus apellidos tampoco pertenecen al redil de los afortunados, y eso es casi fatal. Posee, en todo caso, raíces más liberadas, en contacto con los vencidos y con los que vuelven a creer, con los muertos y con los vivos que deambulan sin discriminación en los pueblos de la gratitud, que se llama fantasía.

Por eso, tampoco es de extrañar que haya llegado a escribir un libro con tanta ternura (ternura de la tosquedad, la seguiremos llamando): La alegría del pueblo, Historias de fútbol que hablan del amor al hombre común, aquel que sueña que es feliz y que no sabe, o no quiere saber, que la felicidad también ha sido tachada (Neruda diría, con voz elemental: ha sido transada en los mercados de la ineptitud humana). "En Chile cuando uno saca el tema del fútbol lo miran de reojo. Lo tildan de popular, de poco inteligente, lo creen loco", ataca su autor, que se desveló en conversaciones con un balón de plástico en una casa inestable, pensando en dar vueltas y dar vuelta al mundo alguna vez. Fue incluso futbolista y casi llegó a jugar en el Estadio Nacional. ¿Lo logró?
Seguramente sabe que lo está logrando.

Estas palabras, por supuesto, son una semblanza de mi amigo el escritor Reinaldo Edmundo Marchant, quien firma nada más que con su apellido materno. Lo importante es vivir con regocijo, escribir con alegría como lo hace él. A pesar de que falten reconocimientos, tantas veces esquivos. Aunque haya todavía seres rumiantes obstaculizando las viejas calles de la nostalgia.


 

 


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Para encontrar La alegria del pueblo.
Por Marco Aurelio Rodríguez.
Marzo de 2005.