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LA VACA Y ÉL

Reinaldo Marchant


Era un amor de esos que ya no existen: profundo, frenético, sincero, natural ante los ojos de Dios. Ella, una espléndida vaca, robusta, de gigantescas ubres y ancas infladas, poseedora de unos ojazos celestes que recordaban a una púber demasiado mansa. Él, un tipo lacónico, con indicios de idiota, no tenía ni un pelo de tonto pues era aparatosamente calvo, y poseía un aspecto tan esmirriado que no pasaba día en que no pedía perdón por estar vivo, y acaso le sucedía por ser demasiado humano.
La historia resulta increíblemente cierta.

Vivían en una casucha situada en un lugar que no importa saber su nombre, mas resulta del todo indispensable decir que pernoctaban en la descrita vivienda. Incluso la ubicación del tiempo tampoco viene al caso, aunque no estaría malo señalar que los hechos ocurrieron hace exactamente una montonera de años en Raaví, que podría ser Paine, pero es Raaví. En Paine enterraron a mucha gente; en Santiago también. Y aquello espanta a los buenos demonios. Ante esa brutalidad, bienvenido los lares de Sudamérica.

Llevaban una vida bucólica. Como la vaca no podía tomar un bolso y salir a comprar pan y verdura al pueblo, estaba obligada a quedarse pastando por entre los montes. Él la acompañaba echado sobre un tronco, sin pensar en repetir la experiencia de zampar pasto igual que ella: tenía colon irritable. A decir del gentío, el atorrante poseía un “hígado fino, educado para recibir pastas y no hierba”. Eso decían. Lo que no significa que sea verdad. O mentira.

Hay que apresurarse en precisar algunas cosas. La vaca, que llegó soberanamente a aquel lugar luego de huir de un toro que no le daba descanso, tuvo serias dudas —al principio— de involucrarse con nuestro héroe: éste la adulaba en demasía cual si fuera animal en celo, restregándole los lomos con ahínco, mirándola enloquecido casi, musitándole canciones de cuna, quejándose de su soledad y de aquel eterno peregrinaje que siempre acababa con dejarlo en un mismo punto de la geografía. Cualquiera se enamoraría de una vaca de ojazos celestes, por muy bestia que sea, diría después cuando se justificaron los hechos.

La verdad era una. Y fue transcrita así: ella resultaba ser tan bella que hasta un sano del alma la habría tomado por esposa. Puramente le faltaba saber escribir, realizar sus necesidades donde corresponde, no contar con orejas ni cola (el hocico era subsanable), es decir, no haber sido tan estereotipadamente animal, para cumplir con los requisitos básicos que exige la sempiterna dialéctica del amor.

Contra todas aquellas costumbres, ella contaba con un mineral anhelado por muchos hombres sanos de juicio: pensaba y hablaba lo justo y necesario, es decir, lo hacía maravillosamente, lo que hace presumir que el ¡mundo se halla necesitado de vacunitas! Y entre más brutas sean, mejor. Aquello indicaban los entendidos en el tema.

Ya sé que aquí comenzarán los problemas terrenales. Como enseñaba mi abuela, que en paz descansa, el mundo se inventó con los delirios de la razón, y tal vez sea este chascarrillo un ejemplo.
Como los pensamientos son volutas de misterio, no se dará fe en qué escrutaba realmente la vaca. Sí existen motivos para explicar que tenía una voz límpida —no pastosa— y que al guturar cada vocablo no sacaba la lengua. Hablaba, en efecto, apretando dulcemente la comisura de los labios. Urge decir, en honor a la verdad, que lo hacía riendo, y sólo Dios sabe cuán hermosos se ven los seres felices, mientras parlotean con una purísima sonrisa en la comisura de los labios.

Pero aquellas cualidades de la vaca tampoco eran todas, falta indicar quizá la más sorprendente: sabía leer. Así de simple. Mientras que él —no por ser aparatosamente calvo se infiere que era sesudo— había aprendido a repetir las vocales gracias a ella, torpemente había aprendido a leer gracias a misteriosa sabiduría y también logró balbucir en inglés my dear friend, querido amigo. Cualquiera no enseña tantas cosas, eso es evidente y basta de explicaciones.

Él, que llevaba puesto los pantalones pero no la evolución de las cosas, suministraba de libros y revistas a la vaca –las robaba en la biblioteca de la municipalidad—, la cual de inmediato cesaba con su mastique e iba a tumbarse bajo las sombras de los chopos, cruzada de patas (¿resulta anómalo decir piernas?) y poníase a hojear el material, para de ahí plantarse a leer según el texto. El atorrante, cuyo mérito esencial fue descubrir, primero que muchos, la distancia ­—crucialmente nimia— que media entre los animales y el hombre, la escuchaba como un devoto, con la mirada puesta en los siglos venideros, embobado, tarareando de vez en vez narraciones infantiles sobre las vacas. Y se reía.

Cuando la vaca hablaba, temblaba de emoción su corazón:
—El problema del hombre es que será siempre hijo de la mujer.
Y seguía:
—El pueblo es el animal de presa que más se ataca.
Y añadía, parlanchina:
—Soy una vaca atea muy creyente…
Y remataba:
—Te diré una cosa, Aulalio: un amor no correspondido es una desgracia. ¿Tú qué crees?
—Pues que puede ser verdad, Imelda.
Con esos nombres se emplazaban.

Pronto corrió la historia que daba cuenta de una vaca espléndida que entregaba catorce litros de leche al día, tenía los ojazos celestes, un inenarrable trasero, varias libras de peso y que, por supuesto, hablaba y leía a la manera del más reputado ciudadano.

Sin embargo, los primeros que llegaron a constatar el hecho fueron unos obscenos y desubicados burros, quienes trataron de enamorarla torpemente, sin hablarle al oído del corazón, sin transmitirle sentimientos, creyendo que les bastaba y sobraba con el lenguaje de sus músculos concupiscentes. La vaca, preocupada de mejores detalles, los ignoró. Rebuznando contra natura se marcharon los burros. En todas partes abundan los insensatos.

Enseguida aparecieron los airados toros. Llegaron en grupo, como diciendo: “nos han mandado acá para solucionar un entuerto sensual de la vida…”. Uno de ellos divisó a la pizpireta vaca, tumbada sobre un jardín de flores ingenuas, de cara al sol, meditabunda. Quizá elaboraba mentalmente una poesía, anda tú a saber. Pero que estaba sumida en unos abandonados pensamientos, ni siquiera el Señor lo ponía en duda. El jefe (o general) de los toros, se le acercó peligrosamente, inflando las condecoraciones albas de su pecho, piafando a modo de amedrentamiento.

No logró acoquinar a Imelda.

El corpulento toro giró en torno del bello animal tumbado en el jardín de flores, buscando saciar la crucifixión sanguínea del instinto...

Empero la habilidosa vaca los despidió hablándoles seriamente, esto es, con un idioma seudo animal (que era una mezcla de español con inglés), lo que le rindió sabrosos frutos: sus coterráneos huyeron dando largas zancadas, maldiciendo también a la Naturaleza apátrida, mientras Imelda y Aulalio reían a mandíbula batiente, sabiendo únicamente Dios —por lo demás— cuál risa sería más humana y quién de los dos representaba mejor al género galán del homo erectus…



 


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(Cuento)