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Estanque perdido

Por Roberto Merino

Publicado en Las Últimas Noticias, 31 de mayo de 2021



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De las salidas con mi madre cuando niño a los laberintos del centro, me quedan, en desorden, muchos recuerdos nítidos y otros fragmentados y difusos. Entre estos últimos prevalece la imagen de un estanque con peces dorados que un mediodía de verano duplicaba un espeso follaje. ¿Dónde habrá sido? Se trata de algo tan lejano e intangible que perfectamente puede provenir de un sueño. El recuerdo de un sueño confundido con los recuerdos de la realidad despierta.

Había, por cierto, una dimensión de oscuridad tras la superficie dorada y resplandeciente de los reflejos veraniegos en el agua: esa zona en la cual los peces aparecían y desaparecían, un fondo de plantas babosas sumergidas en un sedimento negro.

Para mí, lo extraño de todo esto es la persistencia en la memoria de algo tan feble en circunstancias de que mucho de lo vivido —la mayor parte de la concretitud de la existencia cotidiana— ha pasado al otro lado, al del olvido. ¿Quién puede dar cuenta de un día completo de su vida de hace veinte, treinta años? Pareciera que los días —de rigurosos limites en las agendas y calendarios— están destinados a confundirse unos con otros, a disgregarse en una sustancia nebulosa.

No me cuesta nada remontarme a las calles del centro de mediados de los años sesenta, pero lo que recompongo mentalmente es una especie de caos: los tipos con antejos de carey, camisas de manga corta, la chaqueta en el brazo, el reloj obligatorio, los gestos de apuro, los cigarros en las comisuras sonrientes, el humo a la salida de los boliches, el olor a churrasco y a café vaporoso, las aglomeraciones en los semáforos, los gritos, los bocinazos, en una radio a pilas "Winchester Cathedral" de Roberto Inglez. El vértigo al revés de mirar hacia arriba: la luz del día reventada en las ventanas superiores de los edificios, las cúpulas verdosas, los mástiles, las espigas, los cables suspendidos entre una azotea y otra, de las que a veces se asomaba alguien o caía papel picado sobre los techos de los taxis.

Me preocupa lo del estanque, porque al pensar en él se amortiguan los sonidos, se borran las expresiones faciales, de hecho los atolondrados adultos desaparecen y lo que queda por un segundo es el llamado mudo del agua quieta. La tentación para el que se asoma. Las ondas concéntricas en la superficie. Los movimientos rotatorios de los peces.

No le he pedido a mi madre que me aclare el enredo, tampoco hay para qué. Capaz que se quede pensando en el asunto más de lo conveniente. En esa época ella caminaba muy rápido, había que seguirla un poco sobrecorriendo, pero tenía la deferencia de aplicar cosas que se veían: la edad de un árbol, la joroba de una persona, el atuendo de un fraile. Era la edad del entusiasmo y del deslumbramiento, los últimos resplandores de un centro aún medio estirado y elegante que se mezclaba con la picaresca de los carretones de fruta con las pesas alteradas y los falsos ataques de epilepsia.



 



 

 

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Estanque perdido
Por Roberto Merino
Publicado en Las Últimas Noticias, 31 de mayo de 2021