Roberto Rivera Vicencio

 
 

 



Matemáticas

(del libro "La pradera ortopédica")

A César, a Leonardo.

"La historia la hace Chaplin, Soriano.
Nosotros estamos solos y el guión nos perjudica".
Triste, Solitario y Final.
Osvaldo Soriano

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Finalmente logró meterme en la cabeza que la vida era dura ¡qué dura!, durísima, horrorosamente dura. Cada vez que aparecía por Maruri, una larga calle de adoquines, de casas de adobes afirmándose una contra otra y árboles ralos, vecina a la morgue, los cementerios y hospitales, se veía en la necesidad de recordármelo. La vieja lo ayudaba.

- En Los Andes el frío era espantoso – decía ella preparando el terreno – Me acuerdo que chiquita, con mi delantal de la escuela y los pies helados como piedra llegaba a la casa saltando en la nieve.

Yo me reía por lo bajo. Se me venían a la cabeza palabras como finado, corpiño y meriñaque, mezcladas con una perdiz pollona jugando a la pata coja.

-Y en Curicó, mujer...con ojotas bajo la lluvia, dele que suene haciendo zanjas – carburaba él y me miraba de reojo. Venía el momento de ponerse serio, receloso. Nunca se sabía si en la pasión te encajaba un cachuchazo.

...pero es que lo veía, casi podía tocarlo con la ojota empujando el canto de la pala, su flor de chupalla y una ramita de albahaca flameando en la oreja. Seguro que algo se pispeaba el hombre porque arremetía de inmediato:

- ¡Usted no se imagina lo que es la vida, cabrito! Ya lo veo con car`e` huevón de portero en el Seguro Social – y posesionado del personaje imitaba mi futuro cayéndosele la baba; luego rugía - ¡No se le vaya a ocurrir saludarme! Llamo los pacos y lo meto preso.

Silencio. Hasta ahí no más me acompañaban las imágenes, mientras el postergado inquilino, de traje azul y perla en la corbata, se lanzaba de cabeza contra la sombra, "dele que suene":

- Llévese a este roto`e` mierda – bramaba señalándome con el dedo.

Tanta era su pasión que yo me habría dejado llevar preso, pero la verdad es que cuando me dejó de saludar ni siquiera tuvo que ver la cara. El problema estalló por el lado de las matemáticas.

- Que estudie iñor, que putas que es flojo, que las matemáticas son el futuro...- y como no lo fueron, al menos para mí, de improviso, tal como dice ahora la prensa, "En un confuso incidente" me quitó los víveres y el saludo. Lo de la cárcel ni se lo mencioné siquiera, aunque hoy de sólo escuchar "a fojas uno" vuelvo a verlo de atrás de las rejas entre agarrándome a chuchadas y bailando cueca. Distinto me sucedió con las matemáticas, que fueron tomando cuerpo de obsesión sin darme cuenta, poco a poco.

El primer encuentro con ellas fue casual; ya me conocía de memoria todas las pensiones de San Telmo y había limpiado millones de vidrios y baños, y había acarreado botellas de vinos y licores, muebles y cajas desde estereofónicos hasta condones, en resumen, como nada me quedaba por cargar o limpiar, la gran ciudad me ofreció el beneficio de caer en una oficina. Fue un principio alentador, doble sueldo, horario, pago seguro, no como los hijos de puta que me dejaron fines de semana completos comiendo latas de atún. Las dificultades vinieron cuando Cayetano Raciatti sin el menor ánimo de joder, agarra y me pasa una factura: "dale nene, calculáme los intereses" me dice, y la sorpresa fue como la de recibir un refrigerador al peloteo; ahí me quedé dando vueltas al segundo días; "Cómo va eso" me preguntó varias veces, y yo, ya va Raciatti, no se preocupe, mientras me levantaba a espiar con disimulo. Nada. Parecía que los porteños me habían escondido la operación. Me escapé al baño; recuerdo que pasé horas enteras sentado dándole vueltas, y lo más que logré fue acordarme del profe y la exacta manera como tomaba aliento al pronunciar "capital".

A las cinco y media me escapé; tenía clavados en la nuca los ojos de Raciatti, mientras buscaba con desesperación algún libro, cualquier cosa, y veía ventanales enormes, pianos de una tonelada, y hasta los pantalones que me pasé a probar a Corrientes y Pueyrredón los vi alejarse por el espacio azul y blanco de "Argentina mi amor" "¡Qué grande sos!" , de nuevo a San Telmo, a las pensiones donde las ratas bailaban graciosamente sobre los cables de la ropa, pensé, y casi preferí estar preso.

Partí a buscar a un joven matemático chileno, regular presencia, con conocimientos de inglés, que en importante industria textil enhebraba agujas de seis a seis. Me aburrí de esperarlo. Cuando ya no había nada que hacer me fui a Corrientes a patear la derrota; llena de luces y de gente, confiterías y risas como para un abierto flash que los estuviera fotografiando. Todos tenían adonde ir y lo celebraban; fue la primera vez que no los envidié, no sé si de depresión, o porque yo ya tenía un norte, los intereses.

Me reconcilié con Argentina; el flaco que me dejó sentado en la confitería cuando llegó su novia, vendía autos usados en Temperley y me enseñó previo pago de un café, los infinitos retruécanos de la usura. Sin embargo a la mañana siguiente, casi casi se quiebra mi felicidad. Raciatti encontró que los intereses eran pocos, y eran pocos, dividí perfecto 365 x 100, un año, pero como era mensual, dio poco, y Raciatti, un verdadero sabueso para los números, me llamó ceremonioso; no me dijo nada, sólo me hizo sentar al frente serio y tranquilo; yo preparé la defensa tranquilo también, a las finales pensé, que se meta el trabajo por la cueva, pero me sorprendió con una segunda clase sobre usura: "Tome la birome..." empezó, y ese día me quedé trabajando hasta tarde, me sonaba una y otra vez Zita Rosa con esa canción "...y el hambre no mata, mata el odio y la envidia. El hombre ya se sabe que está aquí....", y me sentí caminar por las calles grises de mi viejo Maruri, escuché los carretones y el bufar de los caballos que tumbo a la Vega dejaban en el atardecer una fragancia de melones, y llegué hasta las mañanas de domingo cuando, al abrirse la única ventana que daba a la calle, salía la voz de nuestras Libertad Lamarque y Tita Merello; entonces la casualidad y el azar no fue tanto, había novias abandonadas, costureras y los conventillos de calle Echazarreta, que bien podían ser los de la "calle Olavarría".

No es que me haya hecho en tango, pero algo olía a "Cumparsita" pensé, o quizás lo dije, porque el aterrizaje fue contundente, como garrotazo en lo oscuro, categórico, la música disco, monótona, pegajosa, estúpida casi grité y la respuesta fue inmediata:

-Déjate de hinchar pa... Compráme una patineta.
-Ni cagando. Esa huevá es muy peligrosa.
-¡¡Qué!! ¿Y querés que ande en monopatín?
-Exactamente.
-No. Comprálo si querés. Llo no ando.
-
Vas a andar y córtala. Además se dice yo, no llo. Nos vamos a ir a Chile y no vas a aprender nunca – me oí decir, como si no fuera mía la voz, y este silencio sin imágenes en que me deja la suya.
-
Llo no voy. Me quedo con la ma... – que me deja empotrado en la tierra, en el departamento donde sigue sonando el turuntuntúntuntú turuntuntúntuntú, y no llega nunca el sol, que si uno tuviera al frente las montañas al menos, esa inmensidad sobrecogedora de los cerros de Chile, que uno ya no es uno, sino lo mismo, la misma inmensidad donde no cabe ni el aliento, pero en otro lugar ahora cuando le digo:
-
Te meto preso – y me pongo a reír, y replica
-
Llo te meto en cana si me llevás.

Y partimos a comprar el monopatín sin manija que fue lo más que pude pactar cuando, por un designio nada casual ahora, tuve que meterme en su cuaderno de matemáticas; malo, pésimo, le dije, y es que la maestra pa... la maestra, qué bonito, yo te voy a enseñar, y partí hojas adentro no sin algo de asombro al descubrir que uno más uno seguía siendo dos, en Chile y Argentina también, pero ya era distinto, con métodos prácticos como el subte y el metro, y veloces como los Hauker Hunter y los Tupolev; todo era conjunto, complicado mejor, abstracto como un espíritu, inasible, lejano a cuando yo sumaba peras y manzanas y las podía imaginar, ver y tocar, con la sólida tranquilidad de que si yo vendo diez litros de aceite a..., los números ni el aceite cambiarían mientras miraba los dibujos del techo y me metía los dedos a la nariz. Pensar en los viejos números era casi un alivio al lado de este laberinto por el que se me figuró hasta que podía deambular el Minotauro; mucho más fácil perderse que encontrarse, le dije, y él que no, que ahora hay unos computadores y calculadoras fantásticos, puede ser, puede ser, pero para mí es como andar por un laberinto extraño, porque jamás se ve a nadie, ni ninguna cosa viviente, algo que sea, una manzana, porque algo seremos nosotros también, y si no es así, bueno... es como si otro te ordenara tu pieza, o te entrara a mirar al baño, es como andar en un monopatín sin manija, que no es por premio, porque las calificaciones son pésimas, pero vamos, comprémosla, que puede que sea insensata y peligrosa, complicada, pero el vértigo es así, se va tan rápido que uno no puede pararse a ver ni tocar, ni oler, ni meditar, si ya en un segundo estaremos donde queramos, qué importa Chile ni nada, si se pierde el sabor, vamos rápido, comprémosla.

-No comprés un carajo. Por todo te enchinchás – taimado, con el ceño fruncido y jetón, y yo, es que puchas, es otra la cuestión, escúchame...
-
No te escucho nada. No me la comprás y chao.
-
Es que no pasa nada. Absolutamente nada; ya, mírame, dale. Me acordé que Chile era como un sueño, eso es todo, que una calle tan larga y ancha como ésta, sin minotauros y laberintos, derechamente cantábamos y bailábamos como amigos, nada más – y empieza a sacar la mirada y la sonrisa antes de levantar la cabeza y decir, porteño, canchero:
-
Dale viejo, qué ibas a bailar vos – y yo, que no, y me sale la piragua de Guillermo Cubillos, era la piragua, era la piragua, así negro, así, era la piragua, ven no seas ratón, era la piragua...
-
¿Y para qué nos vinimos si allá era mejor? – grita.
-
De turistas que somos, por eso no más. ¡Cuántas veces te voy a explicar! – cuando la fibra de la música le brilla en los ojos y como en la Alameda canta, era la piragua de Guillermo Cubillos, era la piragua, en una esquina de Corrientes frente al cerro Santa Lucía, y Luisín Landaez arriba del escenario, era la piragua, era la piragua, hacia adentro y hacia arriba, muy alto, hasta donde jamás fuimos, hasta que despierta y sale volando por Uruguay del círculo de gente curiosa, y cuando lo alcanzo me recrimina:
- ¡Mirá si me ve un chico de la escuela! Le digo que el loco sos vos eh.

Y pido una ginebra en el bar al que siempre vengo a ordenar recuerdos o intuiciones, esa sensación que me voy quedando, que algo coincide, cierta semejanza oculta como un teorema que se comienza a cumplir, el barrio, un tango, esa cotidianeidad de los hombres que entran y se acercan como personajes de música disco, monótonos, pegajosos, chileno, sí, no, no de portero, en una oficina, por eso estoy aquí, pienso, libreta de direcciones no tengo, llaves sí, del trabajo, del edificio, la niquelada con una muesca del departamento, y ésa no sé, no me acuerdo, sí, es cierto, matemáticamente hablando me sobra una llave, pero para qué voy a ser tan preciso y ordenado como un computador, si quiere la boto, sí, yo sé que aquí no vota más nadie, pero ni aguantadero ni guarida, no sé que abre no más, y ellos, mirá que cara de pelotudo, contáme que abre, que después viene aquel que le tiene bronca parida a los chilenos, ya amasijó como a diez, refrescále la memoria con un a inyección, y dale, tomá, qué abre, pará que quiere decir algo el pibe, que la vida es dura, durísima allá como acá, rompéle la cara, y no estudió matemáticas porque le carga ese orden fijo, inamovible de cada cosa y cada cual en su en su lugar, paquetísimo ché, desopilante, una pinturita, qué abre hijo de mil putas, y por suerte abrió una puerta que nunca supe, la misma que este "confuso incidente" cerró, cuando Raciatti, que no es por mi, los trompas, que una semana detenido por sospecha no puede ser, hay algo más, y yo, que sí, que hay más, los minotauros que ahora nos lanzan a los arrabales del laberinto, y es que usted sabe los tiempos que vivimos, claro, cómo no, nosotros sí que sabemos, pero no alcanzamos a entender ese teorema implacable que nos sacó del Santiago de Droguett y Alegría y Teillier, y nos puso raros y curiosos, con una extraña profundidad en la mirada, camino a San Telmo, demorándonos, porque cuesta llegar sobrando en la rigurosidad de la ecuación, con esa sensación de vacío en el estómago, de mareo en el límite de las fuerzas, del equilibrio, de vértigo en los vidrios de los últimos pisos como si voláramos en la patineta.

 

 




 
 



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