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DIARIO DE ABURRIMIENTO DE UN HOMBRE QUE SALTÓ
POR LA VENTANA DE UNA MICRO

[Alameda tras las rejas, de Rodrigo Olavarría. Santiago, La Calabaza del Diablo, 2010]

Por Gamaliel Valentín González
Publicado en revista Avispero, México. N°4, noviembre de 2012



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Escribo falsedades. Todo lo equivoco, todo resulta inadecuado y,
lo que es peor, todo tiene un fondo de interés y soberbia.

Josefina Vicens


Cada vez que los grafemas en cuyas formas se encierra nuestro pensamiento van alineándose sobre el papel, una cierta aureola de libertad se posa sobre ellos. Se agrupan en palabras para huir de nosotros, nos abandonan en botellas que van al mar. El acto de escribir es otro tipo de catarsis. Una donde parte de la corteza que nos envuelve cae a la tierra para cumplir con un ciclo natural: la reintegración que dará vida a otro ser; las palabras que se volverán eco en otro ser.

El epígrafe de Poe que antecede a Alameda tras las rejas reza así: “Como los sucesos de los días siguientes fueron poco importantes y no conciernen a los puntos capitales de mi narración, los consignaré aquí en forma de diario ya que tampoco quiero omitirlos por completo”. Tras leerlo, uno se pregunta cuán poco valor puede tener una serie de sucesos para que únicamente estos y no otros, más importantes quizá, figuren en un diario que devendrá libro. Tan luego como el texto comienza a andar, se anticipa un deslindamiento del interés por la forma literaria; aunque la obra esté enfrascada en géneros literarios varios, perfectamente identificables.

El juego de la escritura como “acto trivial” puede parecer una manera de defenderse del futuro incierto de la misma. Como si al advertir que el escribiente “ha perdido interés” en redactar ya no pudiéramos hurgar en lo que va trazando el lápiz que lleva atado al pie —como dice, alegóricamente, que se escriben los libros—. No obstante, la parmenídea negación de “no ser” surge para devolvernos al plano donde nos cuestionamos sobre sus intenciones creativas. En este sentido, la reminiscencia de El libro vacío de Josefina Vicens se hace manifiesta si recordamos a José García —protagonista— y sus dos cuadernos: uno que siempre permanece en blanco y otro donde escribe lo que luego pasará al primero; paradójicamente, el libro va tomando forma en cada borrador suyo. Parece ser que en Olavarría la cuestión no es la imposibilidad de escribir, sino la imposibilidad de deslindarse por completo del estilo literario.

Olavarría zurce retales que son poesía unos y narrativa otros. Los escribe como le dicta el día a día y sin cambiar nada, afirma; mirándose a sí mismo como autor y personaje desde distintas personas según sea el caso. Un espíritu de la Beat Generation parece querer revivir a Ginsberg y sus comparsas en los excesos del protagónico, aunque quizá lo más intrépido que éste hace es saltar por la ventana de la micro —como llaman en Chile al transporte público—. Poco que ver con Sal Paradise viajando en auto por las carreteras de Estados Unidos y México. Probablemente este guiño sea la clave del modo de escribir que empleó Olavarría. El asunto no es equiparar a un autor con el otro: en el mundillo de las letras, como en la física, un cuerpo no puede ocupar el espacio que otro ocupa; simplemente existen referentes con los que se pueden establecer paradigmas.

¿A dónde va el autor chileno con sus legajos?, ¿qué pretende conseguir con eso de “destruir de forma invisible”?, si “escribir nada tiene que ver con la imaginación”, ¿las micruroides euryxantus que fuman Philip Morris son meros tropos, artificios de la lengua? Alameda tras las rejas es una casa de citas; de citas textuales lanzadas como dardos de donde luego se cuelgan los hilos que urden las pequeñas tramas diarias. Da la impresión de que el autor de pronto se muestra con desparpajo; pero también resulta perceptible que se esconde detrás de las palabras de otros (citas), entonces la sinceridad se vuelve una excusa que justifica que para el 12 de febrero de 2005 —a medio año de iniciada la escritura de su diario— lo único que le queda es el aburrimiento, dedicarse a hojear las páginas amarillas de su “corazón de esclavo”.

No hay uniformidad en Alameda tras las rejas; alevosamente está armado con pedazos de una vida. Cuando se escribe un diario, la continuidad está determinada por la constancia con la que se acude a rellenar sus páginas. Abandonar de vez en cuando esta tarea da como resultado la fragmentariedad y la dislocación narrativa. ¿Es viable entonces indagar el objetivo, en términos literarios, de un libro que se deslinda de la literatura misma? Por principio de cuentas, las referencias a esta forma expresiva no son pocas, de hecho, a lo largo de toda la obra hay una pugna entre lo literario y lo que no lo es. Como si lo primero fuera una camisa de fuerza que impide el verdadero propósito creativo, entonces: “El libro que estoy escribiendo no es lo que quiero escribir, este libro solo existe en virtud de uno que no existirá nunca”. No existirá porque intentar alejarse del discurso literario por medio de poemas y términos propios de la literatura resulta tan complicado como querer dejar de pensar dentro del marco de la lengua (o lenguas) que hablamos. El texto de Olavarría es un híbrido que debe leerse sin reglas metódicas, dado que él tampoco las usa.

Cuando se está en presencia de una cámara, la indiferencia a ella resulta difícil: de uno u otro modo terminamos posando, aun cuando no somos el objetivo primero de la toma. Asimismo, el escritor, a sabiendas de que será leído, difícilmente puede ignorar la finalidad comunicativa de su obra: “Yo mismo no sé si este yo, que os expongo en estas páginas, realmente existe o tan sólo es un concepto estético y falso que he formado de mí mismo”. El yo que nos expone confirma un ejercicio dialéctico; lo contrario sería un soliloquio imposibilitado por la condición de que todo el engranaje social esta plagado de convenciones. Si uno busca alejarse de ciertos acuerdos, termina por convenir en otros. Incluso los literatos mamarrachos tienen un canon, una serie de elementos comunes que constituyen su fachada. Así, New Order, The Smiths, Ian Curtis y los circuitos punks bien pueden adecuarse a ciertos conceptos como el de la tan discutida Contracultura, por ejemplo. Tomando en cuenta que la palabra crea múltiples imágenes, cuando se dice: “A mí no me interesa la literatura, lo que yo estoy haciendo es escribir un libro”, resulta que el agua de manzanilla que bebe el escritor durante su labor, así como los discos sobre la mesa, ya sean de Nick Cave o The Clash, también pueden hacer las veces del mueblecito Luis XVI que metafóricamente adorna su libro.

La dicotomía entre ser y no ser, entre convención y ruptura avanza por las líneas del diario sin llegar a un punto verdaderamente esclarecedor. La crónica de los días queda abierta, posiblemente podrían adjuntarse más piezas y el cuento seguiría sin mayores cambios. Por supuesto que el lector tiene la libertad de disentir de las sentencias del autor, del mismo modo como Bryraak —el noruego avecindado en Chile— no comparte su gusto por Leonard Cohen.

El merito de Olavarría está en “salir al libro a lo que venga”, aunque pone muchas trabas para que no se juzgue lo que escribe. Llamadas de atención que al principio incitan a reflexionar, pero que terminan asfixiando de hartazgo al receptor. Otro beatnik, William Burroughs, de pronto escribía para vivir por un rato con el dinero de la publicación. Para él no era necesario advertir que no le importaba la literatura o que lo que escribía no era lo que quería. Le bastaba escribir y ya; también era algo ensimismado, pues a su mujer apenas y la menciona en Yonqui. Recuerdo Yonqui particularmente porque al escribir estas líneas me hallo a una calle del barrio chino de la ciudad de México, escenario de más de un pasaje de la obra del estadounidense. Dos calles adelante, el Eje Central aún conserva algunas de las “marías” que Kerouac, en Tristessa, compara con agujeros en las paredes de los edificios.

El ejercicio literario debe ser amoral. Emplear demasiados argumentos para justificar o no lo que se escribe resulta una pérdida de tiempo. Al fin y al cabo, una vez que la idea encuentra forma en el texto, las reverberaciones de ésta se resignifican y dejan de pertenecer en exclusiva al autor. El atrevimiento de Olavarría, su brinco por la ventana del canon hacia un estilo propio, no es del todo claro en cuanto a intencionalidad discursiva se refiere; mas, como ejercicio experimental, la impronta que deja tras de sí plantea las posibilidades de una estructura multifuncional y diversa. Los “pedazos” que componen Alameda tras las rejas otorgan la posibilidad de una lectura dispersa, en sintonía con el libro mismo.

 


 



 

 

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