Joao Guimaraes Rosa
 
 



Mestizo y paradójico Guimarães Rosa

Davi Arrigucci Jr


Gran sertón: veredas supuso en el momento de su aparición, en 1956, la consagración de Joao Guimaraes Rosa como uno de los grandes autores del siglo XX, a la altura de James Joyce y William Faulkner. La novela, traducida al castellano por Ángel Crespo (Alianza), se basa en el monólogo de Riobaldo, un yagunzo, personaje a medio camino entre el bandolero y el soldado que vende sus servicios a los grandes señores del sertón, las tierras sin cultivar del interior de Brasil.


... El fundamento arcaico es también el de la cercanía del mito. De ahí surge la aventura de los héroes novelescos, de los grandes jefes locales, los yagunzos: narrativa claramente épica, que acaba por definirse como la historia de una búsqueda de venganza, incitada y estimulada por la pasión amorosa: amor y muerte en estrecha relación en una demanda de aventura.
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Pero, sobre esa historia novelesca, en la que se desenvuelve el yagunzo Riobaldo (el Zurcidor, el Indeciso, la Cobra-Blanca), el Riobaldo-Narrador construye el intento de esclarecer el sentido de su propia vida, el relato de su experiencia individual, singularizada a partir de un encuentro único y enigmático con el Niño, que será Diadorim, referente de su odisea personal y punto de interrogación que le plantea preguntas a las que no puede responder.
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De esta primera mezcla surge la novela de aprendizaje o de formación, forma literaria que la burguesía de Occidente transformó, con el advenimiento de la era moderna, en uno de los principales instrumentos de su espíritu, subordinado al sentido de la experiencia individual. Un discurso narrativo que prosigue incluso tras el final de la historia contada en la novela, que se cierra con la muerte de Diadorim (y del perverso Hermógenes) en el combate final en la casa del Paredón.
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Pero en este conjunto sumamente entrelazado ­como se dice del propio discurso del Narrador: «Sé que esto que digo es complicado, muy entrelazado»­ esas grandes formas narrativas apenas son perceptibles. Cuando se piensa en la obra como un conjunto, acabada la primera lectura, se comprueba que del discurso ininterrumpido del Narrador se desprenden otros tipos de narrativa.
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En primer lugar, una especie de narrativa que podría ser considerada como una «forma simple», según la expresión de André Jolles, como son el proverbio o formas similares, como los aforismos tantas veces utilizados por Riobaldo a modo de dichos. Son formas elementales y, en cierto modo, arcaizantes, con aquel aire de «ruinas de antiguas narrativas», tal y como las llamó Walter Benjamin en «El Narrador. Consideraciones sobre la obra de Nicolai Leskov».
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Luego, están las leyendas o casos, narrativas ejemplares propias de aquellos narradores anónimos que cruzan el sertón, desde los vaqueros, los mineros con domicilio provisional, los hacendados, los ciegos itinerantes, los mismos yagunzos, el propio Riobaldo, toda esa población, en definitiva, de hombres precarios que se trasladan en ese espacio de enorme soledad, con el que los seres, muchas veces, se relacionan sólo a través de las historias oídas durante su deambular. Esa vasta materia épica de tradición oral actúa como una especie de tejido aglutinador del sertón ­como espacio de ficción­ y del libro ­como discurso narrativo­ entremezclando sus elementos principales, pero estableciendo entre ellos intrincadas relaciones de diversa importancia.
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Cuando se abre el Gran Sertón, al comienzo no aparece la trama de una historia principal, pero esa multitud de historias o anécdotas, compone una enorme gama de formas narrativas, que van desde esas formas más primitivas antes indicadas hasta las leyendas más largas, semejantes a las que todavía se oyen en el interior de Brasil. Por ejemplo, al iniciarse el texto, nos encontramos con un Narrador que cuenta leyendas, historias, a la manera de cualquier narrador de esa cadena inmemorial de cronistas orales de la tradición épica de Occidente. Así, la base fundamental del libro está constituida por la narrativa breve, el cuento oral, de cuya trama menor se configura y desarrolla al poco tiempo otro tipo de relato largo, que es la vida del héroe.
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Por lo tanto, Riobaldo se presenta, en primer lugar, como un narrador tradicional, alguien que está afianzado y con tiempo disponible, sedentario tras una existencia venturosa, que se dispone a contar y que además gusta de reflexionar sobre aquello que él representa.
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Ese marco del narrador tradicional se arma luego en las primeras páginas: Riobaldo se presenta como el hombre que, al haber acumulado una dilatada experiencia en la acción y en la convivencia con otros hombres, la vida aventurera del yagunzo, ahora con una situación social más asentada e impedido por la enfermedad, se pone a narrar, como si dejase que la llama ya tenue de su narración fuera consumiendo la mecha de vida que le queda, según la imagen modelo del narrador tradicional que nos legó Benjamin. En él, la movilidad del marinero y el sedentarismo del agricultor ­prototipos del narrador para Benjamin­ se reúnen de forma ejemplar. Al haber acumulado «un saber de experiencias» por las numerosas andanzas a través del sertón, ahora, inmovilizado y doliente, lo expone a un interlocutor culto de la ciudad, para poder comprender el sentido de aquello que vivió.
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Al abrirse el texto, la división, que es la marca del carácter oral, introduce, evidentemente, una situación dialógica, reiterada a lo largo de todo el libro por las constantes referencias al interlocutor, a cuya voz el lector no tiene acceso directo, pero que está siempre presente en las señales perceptibles y constantes que deja en el habla del narrador: el interlocutor le ríe algunas ocurrencias. Esa situación de diálogo virtual o dividido por la mitad, si bien permite en la práctica el desarrollo de aquello que es propiamente un vasto monólogo ininterrumpido, en realidad, cambia su sentido. La relación con ese destinatario en primer plano establece la comunicación entre el universo del sertón y el mundo urbano, entre el universo de la cultura rural de base oral y el mundo de la cultura escrita, preservando, sin embargo, la forma de ser del otro, que habla al interlocutor, con quien el lector culto, de algún modo, se identifica.
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De este modo, el marco del narrador oral se articula dramáticamente con el marco de la cultura letrada en un esquema narrativo de notable sencillez y eficacia, ya que por él fluye la voz épica que proviene del sertón, garantizándole, en principio, la autenticidad del registro, sin convertir la apropiación culta, característica del narrador de las novelas localistas tradicionales en algo condescendiente ante las peculiaridades pintorescas del habla, del modo de ser y de la conducta del hombre rural al que da voz.

... La sabiduría de ese esquema técnico, varias veces utilizado por Guimarães Rosa en algunos de sus textos más notables (A hora e vez de Augusto Matraga, O espelho y Meu Tio o Iauaretê), parece derivarse, en primer lugar, de la imitación del marco real del escritor en busca del otro, es decir, en busca de esa persona a la que desea conocer y de alguna forma representar a nivel literario. Nace de una relación real y orgánica del escritor con la materia con la que va a trabajar, materia con la que puede tener y, de hecho tiene, las más profundas afinidades pero que, al mismo tiempo, representa para él un desafío de conocimiento, por las diferencias que trae consigo.
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El esquema dramatiza ese contacto problemático con el otro, reproduciendo de forma mimética la situación del investigador que busca acceder a otra cultura, como un etnólogo improvisado y, de esa forma, se establece una especie de antropología poética, en la que la inmersión en el alma del hombre rural queda representada, al mismo tiempo, como proceso dialógico del esclarecimiento. En realidad, de este modo, se abre una especie de escenario dramático propicio para la confrontación y el debate de ideas, donde el mythos se vuelve logos, escenificación dramática en la que la trama narrativa se traduce en el discurso intelectual.
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La perspectiva del sertón viene del fundamento de otro espacio y de otro tiempo, con todo aquello que tiene de real y de imaginario, de consciente y de inconsciente, y queda enfrentada con la perspectiva de la ciudad, bajo la forma dramática de este debate en primer plano. En él, el narrador tradicional que es Riobaldo, cronista de los mitos de un mundo supuestamente primitivo, entre los cuales figura su propia vida, no queda en absoluto disminuido ante el interlocutor, un hombre muy leído y de elevados estudios. Al contrario, da siempre muestras de ese «gusto por especular», que lo convierte en un fino e irónico rastreador de ideas, indagador siempre inquieto, ser inquisitivo que reconoce la marca de la propia diferencia en relación con los otros, que sabe que no sabe nada pero desconfía de muchas cosas y, sobre todo, plantea preguntas que nadie, ni siquiera el docto urbanita, puede responder. La ironía de esta situación básica sirve perfectamente bien para los propósitos del novelista.
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Quiero decir que Riobaldo formula preguntas que van mucho más allá del saber que caracteriza al hombre de buen consejo que es el narrador tradicional, cuya sabiduría práctica se basa, en gran medida, en la experiencia colectiva. En realidad, los interrogantes que plantea sobre el sentido de su experiencia configuran la pregunta sobre el sentido de la vida típica de la novela burguesa, orientada hacia los significados de la experiencia individual en el espacio moderno del trabajo y de la ciudad capitalista. Sin embargo, aquí la pregunta surge del sertón y de los avatares de un narrador sentencioso en su odisea en busca del sentido de aquello que vivió. Esa paradoja define uno de los aspectos fundamentales de la obra y nos lleva al corazón de la mezcolanza, haciendo resaltar sus articulaciones profundas con el contexto histórico-social del sertón (y del país) al que remite.
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Al arrancar del centro del sertón, la voz del Narrador se dirige hacia la ciudad; el libro, por así decirlo, describe para el presente y para el mundo urbano las peculiaridades de una región en principio atrasada, sumida en otros tiempos: esa es la dirección que lleva la pregunta sobre el sentido; del espacio rural, en múltiples gradaciones, rumbo al diálogo esclarecedor, porque en éste se escenifica la pregunta sobre el sentido. De este modo, se pretende aclarar el enigma de las formas mestizas.
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Comprender el movimiento del sentido en el libro es, en gran parte, comprender lo moderno que es. Lo que equivale a explicar cómo la novela ­especie de épica moderna­ se desarrolla en la mezcla de las formas épicas tradicionales, con las que, aparentemente, nada tiene que ver.
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En efecto, es sabido que la tradición oral, fuente de la epopeya, no tiene nada que ver con la forma de ser propia de la novela, forma en ascenso a partir del inicio de la era moderna que, por primera vez, entre los diferentes tipos de narrativa ­como también observó Walter Benjamin­ no proviene de la tradición oral ni la alimenta. No obstante, aquí es como si asistiéramos al resurgir de la novela desde el interior de la tradición épica o de una nebulosa poética primera, misma matriz original de la poesía, hacia la individualización de la forma de la novela de aprendizaje o de formación, con su búsqueda específica del sentido de la experiencia individual, propia de la sociedad burguesa. Forma que se caracteriza precisamente por la falta de sentido de la armonía entre el ser (el héroe) y el mundo, para resolverse en la búsqueda imposible de un sentido que desapareció de la vida ordinaria.
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El héroe de la novela es precisamente aquel que ya no puede hablar de forma ejemplar de sus preocupaciones; ya no es el hombre del buen consejo, a quien podía bastar el saber tradicional. Por eso, para él, la epopeya individual supone también adentrarse en un laberinto de dudas y para salir de él de nada valen la sabiduría y las normas tradicionales: «Porque aprender a vivir es lo mismo que vivir», como diría Riobaldo, casi al final de su recorrido.
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Por lo tanto, para comprender cómo surge para Riobaldo ese interrogante propio de la novela en el corazón mismo del sertón, es necesario repetir su travesía individual en busca de una explicación. Perseguir la pregunta por el sentido de su tortuosa existencia; sentido que él mismo persigue en momentos diversos, unidad desgarrada entre la conciencia y el ser; identidad hecha pedazos en el tiempo, que es una forma de imperfección: el tiempo es la vida de la muerte: imperfección.
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Su experiencia es la de un viaje errante que la narrativa mestiza combina al retrazar la historia de sus pasos. Así es como se configura su destino, forma de ser en el tiempo, cuyo sentido es planteado como cuestión fundamental: para Riobaldo-Narrador, para el interlocutor urbano y para el lector que se refleja en éste. Sin embargo, esa es también la epopeya de la novela en medio de las formas de la épica tradicional.
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Comprender los puntos de unión de ese entrelazamiento en ocasiones laberíntico supone comprender la forma de ser fundamental de este gran libro. Aquí se establece también el problema teórico más profundo, relacionado con la construcción de esta increíble obra maestra, la dialéctica entre género e Historia que, de algún modo, ella encarna en su forma mestiza y paradójica.

 

(Davi Arrigucci Jr, profesor de teoría literaria en la Universidad de Sao Paulo, es autor de varios ensayos sobre literatura brasileña e hispanoamericana, entre los que destaca O Escopião Enlacrado, considerado por Julio Cortázar como el mejor estudio sobre su propia obra)

 

 

 
 

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