Presentación de "Luz Rabiosa" de Rafael Rubio. Por Raúl Zurita

 

 

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PRESENTACIÓN DE LUZ RABIOSA
DE RAFAEL RUBIO

Raúl Zurita

 


Conmocionante, descuartizante, estremecedora, Luz Rabiosa de Rafael Rubio es, junto con Coma de Héctor Hernández Montecinos y Príncipe de Chile de Roberto Morales Monterríos, una de las obras más rotundas de lo escrito en Chile en los últimos tiempos. La propuesta estética de Rubio se encuentra en las antípodas de Héctor Hernández y de Morales Monterríos, pero comparte con ellos un rasgo sin el cual un arte es nada: la potencia. Esto implica el asumir los máximos riesgos y llevar sus presupuestos a las consecuencias extremas. Un artista que carezca en su obra de vocación de extremo es mejor que se dedique a la floricultura. No se trata ni siquiera de abrir un debate al respecto porque el asunto es muy simple: en un mundo feroz como este la poesía de buenos modales está muerta antes de nacer. Lo primero que llama entonces la atención en Rafael Rubio, previo a cualquier análisis, antes incluso del asombro que provoca su técnica, es precisamente esa potencia desmadrada, incontenible, trituradora. El tema de Luz Rabiosa es una suerte trinidad: el padre, la muerte y la muerte del padre, y su indagación es hoy crucial: ¿de qué hablamos, cuál es la figura del padre que emerge en el Chile de la post dictadura, en el después de Pinochet? La respuesta, al parecer, es de un dramatismo inconmensurable.

El caso es que no existe en la poesía chilena una obra que haya llevado esto a la profundidad y tumefacción que muestra aquí Rafael Rubio. Existen poemas sobre la muerte, pero no obras. Como sucede con los grandes libros, la lectura de Luz Rabiosa es simultáneamente una lectura de todo aquello que subtiende el término poesía y, en última instancia, es una lectura del hecho de la lengua. De la consistencia misma de un idioma. Se trata de algo que desborda completamente el uso de la cita o del trajinado concepto de intertexto. Al utilizar las formas consagradas por la historia de la poesía, Luz rabiosa inventa a sus precursores y crea un nuevo pasado. Garcilaso, Lope, Quevedo, Góngora, ya no serán los mismos, y en ese metatexto que es el conjunto de todas las escrituras contenidas en un idioma, la poesía de Rubio le da un nuevo sentido, una nueva direccionalidad. Luz rabiosa viene a ser así la salida a aquello que hasta el momento se había entendido por poesía castellana y sus consecuencias son enormes.

La primera es dolorosa porque es una suerte de desenmascaramiento. Quiero decir que si hubiese una jerarquía de los libros que se han centrado en los últimos años en el motivo de la muerte, Luz rabiosa sería el ángel exterminador. Nada casi sobreviviría a él y la comparación misma ya es un abuso. Se trata ahora de otra dimensión. Pero paralelamente hace que otras obras de una filiación más o menos afín como Arte de morir de Oscar Hahn, o el Uribe de No hay lugar, puedan ser vueltos a mirar con una mirada nueva y que sean más notables ahora incluso de lo que ya eran antes. Una gran obra mejora las grandes obras, las hace ver de nuevo. Incluso un poema superlativo como “El poeta y la muerte” de Nicanor Parra emerge de inmediato, y no porque Rubio pueda adscribirse a la antipoesía, sino por lo contrario, porque es difícil leerlo sin pensar en su nuevo mérito: que podría haber formado parte de los poemas de este libro. Únicamente el arrasado testimonio de  Diario de muerte de Enrique Lihn alcanza una dimensión equiparable y, al margen de Lihn, en ese equívoco que se llama poesía moderna, dentro de nuestra poesía tendríamos que retroceder hasta Réquiem de Humberto Díaz Casanueva, pero mucho más decididamente hasta Hojas de Parra donde se encuentra “El poeta y la muerte” y, más atrás, hasta las Residencias de Neruda, en concreto a “Sólo la muerte”, y a los “Sonetos de la muerte” de Gabriela Mistral, o irse a la poesía mexicana en Muerte sin fin de José Gorostiza, para encontrar poemas referidos a la muerte de una intensidad semejantes. Pero incluso con eso, ninguno de los grandes poetas chilenos; ni Parra ni Neruda ni la Mistral, habían llevado este archimotivo a la obsesión de Luz Rabiosa. El nudo es que en ellos encontramos grandes poemas, pero lo que no encontramos es un libro, no la entumida, dolorosa sentencia de una obra.

Hablamos entonces de la herida incurable de una poesía que se construye sobre la absoluta imposibilidad de lo humano de referirse a la muerte. De tocarla. Lo que emerge entonces es una autoconciencia lacerada y que alcanza el límite de lo decible. En dos de sus poemas, “Arte Poética” y en el alucinante “Arte de la elegía”, Luz rabiosa desnuda los mecanismos de construcción del poema en una suerte de diálogo con los famosos versos de Fernando Pessoa donde se nos dice que el poeta es un fingidor. Pero es precisamente esa comparación con “Autopsicografïa” de Pessoa, lo que hace más patente aún la proeza técnica que además es Luz rabiosa. Rubio mostrando la diferencia entre un poema sobre la muerte y la muerte misma, es decir, entre el lenguaje y aquello que por definición está fuera del lenguaje, crea una tensión tan dolorosa, que no puede sino acudir a los modelos consagrados, en suma, a la historia de la poesía porque intuye que en esos modelos, y no en una obra particular, está contenida la fiebre de ese diálogo imposible. Rubio hace entonces de esa imposibilidad radical de las palabras para referirse a la muerte, un rasgo más de nuestra incompletud, de nuestro pasmo y dolor. Hacia final, su “El arte de la elegía” dice:

Deberás entender a fin de cuentas
que el poema no es más que un ejercicio:

no va a hacer que se levanten los muertos
ni hará que tu padre retorne
del oscuro país de los dormidos

porque ya no habrá país del que volver
ni esperanza tampoco, ni poema.

El descubrimiento de Luz rabiosa, y esto es algo cuya trascendencia sólo podemos vislumbrar, radica en mostrarnos que desde las “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique, la muerte y el padre es la poesía castellana, que más aún, que nuestro idioma no es otra cosa que las exequias de esa muerte y de ese padre. Que el castellano es, en suma, la lengua de la muerte del padre. Y es en esa identificación donde Luz Rabiosa se yergue como una respuesta a las “Coplas a la muerte de su padre”, cambiando con ello lo que podíamos entender por poesía castellana. No se trata de ejercicios o de alardes de virtuosismos o coqueterías con las formas consagradas, que es el umbral con el que han chocado casi todos los que lo han intentado, sino de algo bastante más extremo y la única comparación sostenible es con Carlos Germán Belli. Porque no es un asunto de nostalgia. Lo que hace Rubio con la tensión entre el lenguaje y la muerte, es inventar en esta provincia del castellano precisamente aquello que la historia ha denominado poesía castellana. Los poetas del siglo de oro no son los mismos, son otros después de este libro. Más aún, esos poetas en estricto rigor, son tan deudores de Rubio como lo es Diego Velásquez y su Papa Inocencio X pintado en 1650, del Inocencio X pintado en 1961 por Francis Bacon. Es lo que hace evidente el poema “Misa I”, al incorporar la Egloga I de Garcilaso. Este poema de Rubio es uno de aquellos poemas que nos vuelven a plantear todo, partiendo por el desterrado pero nunca resuelto problema del genio en poesía, del genio poético. Transcribo su final:

Y el padre ¿Volverá a habitar la sangre de los huérfanos? los hijos ¿Temblarán ante
                              la sangre de su padre como ciervos aterrados por el rayo
                                             en la primera noche de la tierra?
¿A quién ha señalado el peñasco profético? ¿A quién el semen le fue dado en lugar
                                                                             de la ceniza?
¿A qué arañar la tierra? ¿A qué llorar? ¿A qué escupir el cardo con la furia del perro?
¿Quién ha oído el aullido del ciervo atravesar la noche como un látigo cuando
                 la muerte entra en el padre y los pastos se enroscan?
Y la muerte ¿Cómo tiembla cuando los hijos  apresan a sus padres en la sangre y
                                                   los recluyen y no los dejan ir?
¿Vuelve la noche al pozo? ¿La llaga al fuego? ¿La cicatriz a su cuchillo? ¿Vuelve
                                              la muerte al semen? (Y el padre, dime ¿vuelve?)
y dime si después de la muerte hay otra muerte y si después de esa muerte hay
                                                               otra muerte un poco menos terrible
Oh padre de mi cólera.

Salid sin duelo, l ágrimas, corriendo.


No nos alcanza el tiempo para siquiera esbozar los alcances de esta recreación de una poesía y de una historia. Un poema como “Misa I” hace que el Salid, sin duelo, lágrimas corriendo de la Egloga I de Garcilaso de la Vega se vuelva el corolario fúnebre no de un poema de amor, sino de una lengua. De la lengua de la conquista de América. Esa lengua es el Padre muerto. A esa lengua muerta a la que ya se refirió Vicente Huidobro en el Canto III de Altazor, a nuestras palabras muerta, al Lázaro de nuestro idioma muerto Luz rabiosa le ha vuelto a decir: Levántate y camina.

                               . ... . .. .. .. .. .. .. .. .. .                    30 de noviembre, 2007

 

 


 

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