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Discurso sobre cazar historias para ceremonia del concurso de cuentos en Mejillones
o todos podemos escribir una historia (agosto 2025)

Por Rodrigo Ramos Bañados


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1. Cazar historias en el aire

Imaginemos que las historias son criaturas que viajan por el aire. Que circulan de manera momentánea. Que, para darles vida a través de la palabra y eternizarlas, nosotros debemos salir de nuestra casa o “zona de confort”. Hay que buscar las historias, en lo posible salir a su caza como si estas fueran insectos voladores, aunque dentro de la red también puede venir una mosca. Esto me recuerda al juego de ir a cazar “pokemones”, que por un tiempo trajo de regreso a los chicos a las plazas y a las avenidas. Las historias en el aire, volando, zumbando como moscas en nuestros oídos, debemos apropiarlas, o sea, hacerlas nuestras al momento de escucharlas. En buen chileno, simplemente vayamos a “parar la oreja”, a la plaza, a la playa, al bus, al bar, en el taxi o caminando. El ejercicio ideal, en este caso, debería ser caminar y cazar historias. Para cazar historias en el aire hay que moverse, cambiar de posición continuamente. Digamos cuántos escritores se han hecho célebres escuchando historias en un bar.

Si las ciudades son maquinarias de producir historias, imagínese los pueblos. “Pueblo chico, infierno grande”, manda el dicho. Qué historias podemos escuchar en la plaza, por ejemplo: el relato vehemente de un predicador diciendo que tarde o temprano llegará Dios y quienes nos hemos desviado del camino nos iremos al infierno y él con su megáfono nos pueden mandar al infierno diez veces en una misma mañana; el triste relato de un migrante que cruzó todo el desierto y que pide monedas; el relato de un funcionario público que busca que firmemos una lista por su candidato para conservar su pega; el relato de un pescador quien medio triste le cuenta a un colega que no pudo salir a la mar porque le destaparon las patitas; el relato de la señora del comité de viviendas del campamento; el relato de una pareja que discute por un celular; el relato de un indigente a quien no se le entiende nada, pero que está alterado por una pelea con un ser imaginario; el del profesor apesadumbrado y con la presión alta por tener que hacer clases en dos colegios para sobrevivir; el relato de una señora vendiendo sopaipillas o el relato de una conversación que nos lleve a mirar el cielo y preguntarnos lo ínfimos que somos en el universo, y quizás ahí, hallar al Principito que llevamos en nuestro interior.

Una pequeña historia que escuchamos nos puede gatillar un cuento, en la medida en que nos pongamos en el lugar del otro. Así el narrador surge en la medida en que nos pongamos en el lugar del otro. Pronto nos transformaremos en el predicador y nos imaginaremos que predicamos, pero no practicamos; o en el migrante y hablaremos del rechazo en un país desconocido; o en el funcionario público que está preocupado porque si su jefe pierde las elecciones deberá trabajar de Uber; o en el pescador resfriado que está juntado plata para comprar un bote nuevo y dedicarse al turismo donde quiere conocer a una gringa; o en la señora del comité de viviendas que sueña con una casa con alcantarillado; o el de la mujer que le leyó los mensajes en el celular de su marido y lo acusa de infiel y le responde que no, que todo fue un mal entendido; o del indigente alterado que a ratos siente una rabia profunda con el personaje imaginario y lo insulta; o el del profesor que junta peso a peso para mantener a su familia y pagar el hipotecario que sube por la maldita UF; o el de la señora de las sopaipillas que le paga los viajes a su nieta a Antofagasta para que estudie en la universidad y después juegue tenis.

Las historias están ahí, en el aire, dispuestas para ser escuchadas. Luego las apropiamos —porque los escritores, algunos, nos apropiamos de vidas anónimas y las “cocinamos”, con todo lo que podemos aportarle con nuestra experiencia interior hasta llegar a darles finales felices o tristes; o quizás también para mantener en vilo la historia, dejarla suspendida en el aire.

Finales como que la nieta de la señora de la sopaipilla ganó el campeonato de tenis en Antofagasta y se va a competir a Santiago; o que el pescador se compró el bote y pudo llevar a los turistas a contemplar las ballenas que nos visitan de vez en cuando a la bahía; o que el profe, nuestro profe que trabaja demasiado, pidió licencia porque colapsó. Y así sucesivamente.

Es ahí cuando esa mezcla se produce, podemos hablar de un cuento, con un inicio, un desarrollo y un final; porque, en definitiva, los escritores y escritoras no podemos cambiar el mundo, pero podemos cambiar el destino de esas historias que escuchamos en el aire.

2. Cazar historias en nuestro cuerpo

Como la sangre que escurre por nuevas venas de la cabeza a los pies, pueden circular historias por nuestro cuerpo. Si lo vemos por extremidades, podríamos tener la memoria de los pies, la memoria de los muslos, la memoria de nuestros órganos sexuales, la memoria de nuestras manos, la memoria de nuestra boca, la memoria de nuestra nariz, la memoria de nuestros ojos y así sucesivamente. La memoria de nuestro corazón, obviamente no como concepto literal, sino por el significado universal de este órgano al cual todos conocemos: el amor. Son muchos los poemas al corazón, los cuentos al corazón y las canciones del corazón.

La memoria de la sangre también resulta interesante porque, en el lenguaje figurado, puede aparecer desde una riña callejera a un campo de batalla en una guerra. Y la memoria de nuestro cerebro: la que no tiene límites y nos puede llevar hasta viajar por el universo como la nave Enterprise de Star Trek. O proyectarnos en nuestro ataúd, ya muertos, con todo un funeral de por medio.

Qué hay en la memoria de nuestros pies? el caminar, por ejemplo, o algún deporte como el fútbol y de ahí recuerdo un partido donde jugué pésimo a la pelota, pero gracias a la literatura, claro, puedo ser la estrella y ganarla hasta Messi y un mundial si yo quiero, porque la literatura está hecha en base a mentiras y en consecuencia nosotros somos los dueños de nuestros propios cuentos y podemos ponerle los finales; la memoria de nuestros muslos soportando el peso de nuestro cuerpo en el trabajo minero o al conducir un vehículo; la memoria de nuestras manos y el sentido del tacto cuantas historias nos pueden generar de trabajo o el amor o cuántos historias podemos escribir con los dedos de nuestras manos; por la memoria de nuestra boca podemos hacer novelas sobre gastronomía por ejemplo, o de nuestros apasionados besuqueos; por la memoria de la nariz salió la buena novela “El Perfume” de Patrick Suskind y de la memoria de nuestros sexos, mejor ni hablar porque se pone medio erótico el asunto.

El cuerpo como territorio de historias, o más bien como laboratorio de historias, porque también es posible experimentar con él y conocer sus límites.

Y aquí, al momento de escribir, es donde cobra fuerza el hecho de hacerlo en la fuerza de la primera persona, desde el YO.

A través del YO, puedo contar desde mi autobiografía ficcionada desde que estaba en el vientre de mi madre (si me pongo creativo y ficción), hasta mi actualidad… Fui concebido una noche de verano en la arena, en la playa La Rinconada, cuando mis padres se bañaron a la luz de la luna (por lo que me contaron).

Las vidas, en general, siempre son una novela misma.

No hay vida que no sea interesante. Quizás la más silenciosa puede tener más matices, a diferencia de la vida de un millonario o un famoso, del cual ya sabemos el final. A través de la ficción podemos resaltar o inventar ciertos aspectos de nuestra vida para darle más interés. Nunca fuimos a París; llegamos hasta Tacna nomás, pero le ponemos que fuimos a París y no subimos a la punta de la Torre Eiffel. ¿Qué hay de malo? La literatura aguanta desde chistes hasta mentiras.

También podemos decir que nuestro corazón se detuvo, esta vez de manera literal, y que nos morimos y nuestro espíritu en pena está escribiendo desde el denominado “más allá” con todo el realismo mágico de por medio.


3. Cazar historias a la hora del té

Hay estudios científicos que dicen que antes de nacer, las mujeres ya cuentan con todos los óvulos que tendrán a lo largo de su vida. Estos óvulos se formaron cuando la madre estaba en el útero de su propia madre, en este caso la abuela. En consecuencia, las células que darán origen a los nietos ya estaban presentes en el cuerpo de la abuela y así sucesivamente hacia atrás. Este dato, que sin duda es extraordinario, marca la conexión tan importante que tenemos con nuestros antepasados directos, en este caso nuestras madres, pero también con quienes vienen detrás. Si esto lo llevamos a la literatura, en una suerte de “biología de la literatura”, podemos decir que la madre carga historias que le contó su abuela y que su abuela carga historias que le contó su madre. Historias que transcurren de generación en generación en el cordón umbilical de la tradición oral, y que nosotros, los últimos, debemos escuchar, conservar y, si podemos, escribirlas con el propósito de traspasarlas a nuestros hijos e hijas.

Por esta razón, cuando escuchamos con la amerita la ocasión a la abuela, el abuelo, la madre o el padre, y le damos el tiempo necesario para recordar —cuando son tan escasos los tiempos—, de regresar al pasado, a los pasajes de infancia, a los aromas que tuvieron las ciudades hace 50 años o el Iquique pasado a pescado o dólares —como le decían—, estamos cargando nuestras células. Quizás parte de nuestras células tenga memoria, se enciendan como ampolleta y acompañen a la niñez a la abuelita a ese Mejillones de las amplias casonas del Ferrocarril, cuando arrancaba de las abejas que succionaban el néctar de los girasoles. Y yo también arranco de las abejas. Quizás nuestras células se conecten con las de ella, y podamos sentir los mismos aromas, sabores que nuestra abuela experimentó hace 60 años, o quizás lo mismo sintió nuestra tatarabuela.

Y es a la hora del té, que no muere por suerte, la tradición para sentarse a la mesa con una taza de té con hierbaluisa y un pancito con mermelada para dejar de lado el ego de nuestras hazañas o hablar de nuestras derrotas y sintonizar con los mayores. A través de ellos y ellas puede salir una gran novela porque finalmente somos el último eslabón de una cadena de historias que se viene construyendo hace siglos, que es nuestra historia familiar.


 



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