Esta novela fue gestándose durante  los oscuros años de la dictadura militar, es un escrito valiente, se nota que  pudo haber visto la luz antes del término del régimen. Los cambios de nombre,  de autoridades, también de periódicos o almacenes, se nota que el autor fue  parte de esa lucha del mundo intelectual de la época, pero el miedo subsiste,  años en que desaparecieron muchos militantes del partido comunista y también de  otros sectores, años de delaciones, de tener que huir al extranjero, el valor  de la vida un lujo, la novela fue publicada al final del gobierno de Patricio  Aylwin (1994), el primero de la llamada transición democrática.
    Manuscrito de largo aliento, de  tiempos robados a la vida familiar y laboral, el personaje del Flaco Nicomedes  ya venía gestándose en un anterior libro de cuentos, La pradera ortopédica (1986), el personaje crecería y le daría voz a un sujeto, cuyo eufemismo se  volvió algo habitual, a aquellos muertos enterrados en forma clandestina o  arrojados al mar, se les llamó “desaparecidos”.
     
    
    Roberto Rivera Vicencio 
     
    Nicomedes Mateluna, en medio del  infierno desolador de las hogueras, un día no regresó, o volvió en busca de su  Marta, pero la dignidad arrancada nos muestra a un hombre que dejó de ser  hombre, un espectro andrógino testigo del apocalipsis terrenal.
    Roberto Rivera se vale de la alegoría  para ver nacer al dictador, será un monstruo de la mitología griega, el  Minotauro. En la vida real el general Pinochet está casado con Lucía, la madre  de Chile que posee un séquito de otras mujeres.
    El Minotauro es engendrado por su  propia madre, otro monstruo bestial conocido como la Gorda.
    Un dictador parido en la loza de la  morgue o de un cementerio, un acto traumático que no da vida, sino que ante el  cierre de los cielos engendra dos décadas de terror, de azote y muerte en esta  pradera de la desesperanza.
    Este monstruo gobierna su propio  laberinto, en esta tierra no se mueve una hoja sin su aprobación. Se rodeará de  un séquito de aduladores, entre ellos el ministro Viudo, un hombre que le teme  al garrote que enarbola el Minotauro. 
    Juega a las adivinanzas, interlocutor  a veces entre la vieja y el engendro. Un ministro que le informa del estado  real de la pradera, de si el miedo sigue campeando, mientras otro colaborador  entre afeminado y creyente redactará la carta magna.
    Esa constitución del 80 será para el  Minotauro una forma de perpetuarse en el poder, una carta que pudo haber  desconocido llegado el momento, un documento transaccional de garantías  comerciales que imponía ciertos hitos inamovibles.
    El autor habla con soltura del mundo financiero,  de la economía como maquillaje del horror vivido por la población. Suceden  muertes y desaparecidos, mientras campean malls, supermercados, marcas de  cerveza, muchos productos para distraer a las masas.
    El Minotauro utiliza el mundillo de  la televisión, de los concursos de belleza, el festival de Viña del Mar es un  evento para atontar a la población, tal como el fútbol.
    Colocolinos vociferantes, los  denomina y entre ellos surgen personajes que introducen la droga en la pradera,  todo para alienar a los habitantes.
    El Flaco Nicomedes se relaciona con  este mundo, es un cantor popular, aunque arrastra las muletas, metáfora de que  ha sido torturado. Este Flaco nunca se encuentra, se le pierde la Marta y la  reencuentra en otra condición diez años más tarde.
    Lo Hermida y muchas poblaciones son  el escenario de barricadas, pero también las calles del casco de la ciudad, los  alumbrados, altos muros, las paradas de camiones, una ciudad deshabitada que  con el correr de las protestas de los ochentas va siendo repoblada, antes los  cuerpos de seguridad, los toques de queda, ahora los colocolinos se han tomado  los barrios inexpugnables.
    No es una novela fácil, sobre todo en  la primera parte la prosa es crispada y muestra una infinidad de puntos de  vistas que se yuxtaponen, el laberinto que ha ideado el Minotauro es complejo,  pan y circo en la fachada, muerte y destrucción en las profundidades.
    Los párrafos dan cuenta de un  infierno sin fin, lo oscuro siempre puede ser más tenebroso, las palabras  juegan en la mente del lector, lo extravían, esa mezcla de canciones populares  que todo lo confunden.
    Roberto Rivera Vicencio, quizás sin  proponérselo de antemano, ha construido un oráculo, capítulo tras capítulo el  lector vivencia de nuevo el miedo, pero no augura un futuro promisorio.
    Uno escucha la entrevista de Enrique  Correa, con libro bajo el brazo, defendiendo los treinta años de la  Concertación, destacando la importancia del crecimiento y el progreso para  terminar con la pobreza.
    Pero los neumáticos ardientes de las  barricadas no se han apagado, vino el estallido social y la hoguera creció de  tamaño, ardieron las estaciones de metro y el centro neurálgico del transporte  capitalino resplandecía en este incendio ya no de un barrio, toda la capital  asaltada por los mismos colocolinos de la época dictatorial, lumpen para  algunos, quizás los que rescataron en su momento la democracia, a los que el  libre mercado no dio respuestas, antes sólo había televisión, ahora se  orquestan a través de redes sociales.
    A fuego eterno condenados, qué gran  título, premonitorio y cita mortuoria para esta pradera que no termina de  arder.