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Rodrigo Verdugo Pizarro | Christian Formoso | Autores |


 

 





VENTANAS QUEBRADAS, de Rodrigo Verdugo Pizarro


Presentación de Christian Formoso


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Gabriel nunca había sentido eso por ninguna mujer, pero supo que tenía que ser amor. Sus lágrimas y la penumbra del cuarto difuminaban la figura de un tipo joven bajo un árbol empapado. Con la misma consistencia, veía otras formas cerca. Su alma se había acercado adonde habitan los muertos. Consciente, no podía sin embargo aprehender esas tenues presencias. Su propia identidad se diluía en un mundo impalpable y gris: el mundo sólido en que esos muertos crecieron y murieron se disolvía consumiéndose.

Roces suaves en los vidrios lo hicieron mirar hacia la ventana. De nuevo nevaba. Soñoliento, vio copos plateados y sombríos bajando oblicuos hacia las luces. Era hora de variar su derrotero, hacia el oeste, al poniente.

Supongamos que esta escena que acabo de citar sucede antes que estallen los vidrios y las palomas se posen sobre el techo de la casa que el hablante de Ventanas Quebradas debe dejar atrás. Que ese árbol empapado es parte del paisaje de Lebu, de Santiago, del espacio que acontece después y durante el momento que ocupan las palabras de estas Ventanas Quebradas. Pienso en otra mirada posible hacia el poniente para Gabriel, el personaje de “Los Muertos” de Joyce: Gabriel podría ser el hablante de este libro. Y el residuo de estas Ventanas, lo que acontece en su derrota.

Supongamos que Gabriel es el hablante aquí y que ha dejado la casa para dirigirse adonde se dirige. Diana sería entonces la mujer por la que Gabriel intuye, siente amor, en el espacio de “Los muertos”. Vamos a suponer también que ese tipo joven bajo un árbol empapado es Omar Cáceres. Y esas otras formas cercanas, Stella Díaz, Miguel Arteche, Heriberto Rocuant, el Mes-de-Febrero, el Mes-de-Noviembre estilando. Gabriel observa esos perfiles dibujados: se asoman y desvanecen. Diana, sin embargo, y con tan solo un movimiento, alcanza a crear el intersticio que los vuelve imborrables. De la matriz del amor a la calavera del sol, Gabriel, el personaje de “Los Muertos”, enamorado ahora en este otro paisaje de fragmentos, se da cuenta que esa fuerza erótica y espiritual lo ha dotado de una mirada distinta. Que aunque sigue mirando la ventana, ésta ha perdido el enmarque, y su mirada ha ganado los extremos.

Luz y aire son dos gestos detenidos entre la nieve y las cortinas, y en el cuerpo mismo de la ventana. O lo fueron, latentes, como un vacío sólo aparente al centro de la pared, antes del estallido. Pero de pronto ni luz ni aire pueden detenerse. Es entonces cuando Gabriel -luego nosotros lectores-, ve –vemos-, cada gesto en su propia velocidad. Ahora es otro el lugar de la mirada. Una frontera tanto más porosa, de aire y de luz. Muralla, marco y vidrio muestran, sí, pero sobre todo obstruyen. Aunque lo hacen sólo hasta que Gabriel se da cuenta que el cuerpo tiene otra manera de abordar una muralla o una ventana. Se trata de un momento distinto en la construcción de su identidad. Su propia identidad se diluía en un mundo impalpable y gris: el mundo sólido en que esos muertos crecieron y murieron se disolvía consumiéndose, recuerda el Gabriel de Joyce. En el mundo de Verdugo, la derrota al poniente lo lleva a los tiempos de la primera mirada: de los ojos a la piedra, de la piedra a la luz. La imagen de dios asoma esperando, con un ramo de accidentes en la mano. Lo imprevisto ocupa el lugar de la flor: es el hallazgo de la poesía.

Las ventanas estallaron y la nueva mirada de Gabriel no puede ser, imposible que sea, una mirada distanciada. Nada más alejado, digamos, que la mirada del Perec de La vida, instrucciones de uso y otras variantes criollas de una tradición imposible. Imposible el corte de cirujano quitando la fachada -por ende las ventanas-, y el puzzle ordenado. Se trata de un estallido: Gabriel –también Verdugo- está junto a la cortina y la sangre. Y -es el hallazgo de la poesía- sabe, saben ambos, de qué lado queda la luz.

Lo que sigue al estallido y su efecto de ruptura en la mirada, es una intensidad líquida. En el espacio de “Los Muertos”, su propia identidad se diluía en un mundo impalpable y gris: el mundo sólido en que esos muertos crecieron y murieron se disolvía consumiéndose. Aquí la mirada se vuelve una suerte de poder de la memoria a la que las ruinas líquidas le hacen el juego. Para Bauman, hay una modernidad líquida que, cercana a esas ruinas, deja a la vista identidades que recuerdan costras volcánicas: se enfrían, se funden y cambian constantemente de forma. Fragilidad y desgarro constante, flexibilidad ante los derroteros en la intensidad de la experiencia: “lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el espacio que puedan ocupar: ese espacio que, después de todo, sólo llenan por un momento”. Lo que cuenta es el flujo del tiempo: más que la ventana, la luz, el viento, la memoria. La recuperación de la fluidez. Es el hallazgo de la poesía: cambiar para preservar. Después el hueso dentro del animal.

Porque si en la modernidad líquida escasean los puntos de orientación estables y la labor de construcción individual es una versión privatizada de la modernidad, donde –estoy citando a Bauman- los viejos conceptos que solían enmarcar el discurso narrativo de la condición humana, están hoy como zombis, vivos y muertos a un tiempo, las preguntas que el mismo Bauman se hace no son sólo posibles sino también necesarias: ¿es la resurrección de los elementos de ese discurso –aun en una nueva forma o encarnación– factible? O, si no lo es, ¿cómo disponer para ellos un funeral y una sepultura decentes? Si la etapa actual de la historia de la modernidad es pospanoìptica, y el nuevo tipo de guerra de la modernidad líquida no es la conquista de un nuevo territorio, sino la demolición de los muros que impedían el flujo de los nuevos poderes globales fluidos, Verdugo parece proponer una suerte de antítesis y síntesis: la mirada de Gabriel de esos muertos irreconocibles tras la ventana, es después de las escenas de guerra, el derrumbe y la modernidad líquida, el reconocimiento “en un mismo punto ávido”. Gabriel –Verdugo- propone el diálogo, con los poetas como puntos de orientación recuperados y estables. La táctica y el espacio pueden pertenecer al enemigo, pero la recuperación de la derrota, del camino, pertenece a la poesía.

Ventanas Quebradas se detiene, no podría cerrarse. Se detiene, digo, en el recuerdo. Y el referente estabilizador final es Vallejo. El gesto nuevamente dialoga con Bauman. Si el teórico duda entre la resurrección o el funeral, Gabriel –Verdugo- sabe, saben, que el cuchillo incestuoso tendrá un entierro en su palabra. La recuperación de la fluidez viene una vez más de la mano del hueso dentro del animal: cambiar para preservar otra vez. Verdugo y Gabriel, ya no tras, sino dejando atrás las ventanas y sus fragmentos, han hecho el viaje y han reafirmado y reiterado que aún la poesía, a pesar de pasar y pisar donde crece el veneno, sigue siendo capaz allí de hacer crecer lo que salva. Como Gabriel, o Verdugo en Ventanas Quebradas, yo no termino, sino solo también me detengo. Ya me voy con otra mirada después de esta lectura, a releer a Cáceres, a Stella Díaz, al mismo Verdugo, a hacer mi propio viaje de la matriz del amor a la calavera del sol. Y a guardar esas dos imágenes límite que como yo y para mí, también fueron abandonadas, y que ahora y en la dispersión de estos fragmentos que son también mis propios fragmentos, es posible -puedo- nombrar así: con esa belleza, con esa intensidad. Gracias Rodrigo Verdugo, por eso.


chr f
Port Jefferson, NY, diciembre 13, 2014.

 

 

 

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