Agradezco profunda y emocionadamente el doctorado honoris causa que la Universidad Técnica Federico Santa María* me ha conferido, se lo agradezco a su Rector, Darcy Fuenzalida O'Shee, a su Consejo Superior y a su Consejo Académico, a cada uno de sus profesores y estudiantes, personal administrativo y de servicios. Les manifiesto mi gratitud como ex alumno de esta universidad que, como lo expresa en su testamento don Federico Santa María, fue concebida, para poner “al alcance del desvalido meritorio, llegar al más alto grado del saber humano; es el deber de las clases pudientes contribuir al desarrollo intelectual del proletariado”. Yo fui uno de esos desvalidos. Aquí vi nacer mi juventud y vi hacerse trizas la juventud de un pueblo el 11 de septiembre de 1973. Aquí llegué siguiendo un sueño sin saber aún que hay sueños que no tienen derecho a su despertar. Estando aquí tuve a mis dos primeros hijos y conocí a Juan Luis Martínez. Aquí nací y morí de amor que es finalmente el único nacimiento y la única muerte por lo que vale la pena nacer y por lo que vale la pena morir:
Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad.
¿Habrá tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo y besar sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero?
Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse sobre mi pecho abrazan tu sombra, quizá ya no podrían adaptarse al contorno de tu cuerpo.
Y frente a la existencia real de aquello que me obsesiona y me gobierna desde hace días y años seguramente me transformaré en sombra.
Oh balances sentimentales.
Tanto soñé contigo que seguramente ya no podré despertar. Duermo de pie, con mi cuerpo que se ofrece a todas las apariencias de la vida y del amor y tú, la única que cuenta ahora para mí, más difícil me resultará tocar tu frente y tus labios que los primeros labios y la primera frente que encuentre.
Tanto soñé contigo, tanto caminé, hablé, me tendí al lado de tu sombra y de tu fantasma que ya no me resta sino ser fantasma entre los fantasmas, y cien veces más sombra que la sombra que siempre pasea alegremente por el cuadrante solar de tu vida.
El poema se llama “A la misteriosa” y fue un emblema para decenas y decenas de estudiantes no de letras, ni de filosofía, ni de arte, sino de ingeniería de la Universidad Técnica Federico Santa María que hace cuarenta, cuarenta y cinco años, hicieron de esta poesía a un sueño, un emblema y un himno. El poema lo escribió el francés Robert Desnos, uno de los fundadores del surrealismo, muerto en junio de 1945, ocho días después de ser liberado por el ejército ruso del campamento de exterminio nazi de Terezin, en Checoslovaquia. Lo recitábamos en voz alta y lo pegábamos en los muros. Como buena parte de todo lo que he leído en mi vida, lo leí mientras estudiaba en esta Universidad, junto a cientos de jóvenes que buscaban encarnar sus sueños y estar allí cuando ese sueño encontrara el nuevo día de su despertar. Nosotros buscamos ese nuevo día Jacobo Homsi, nosotros buscamos ese nuevo día Roberto Prada (me faltarían vidas para hablar de ti, solo quiero responderte en público, lo que me escribiste hace poco en un correo privado: de ambos querido Roberto el único maestro; el más sensible, el más brillante, el más valiente, has sido siempre tú). Saludo entonces en ti a una generación de estudiantes maravillosos y solidarios y a lo permanente que sobrevive a las grandes derrotas, a los infortunios y a las diversidades. Saludo a mi más grande amigo, Jacobo Homsi, y saludo junto a ti a tu patria Bolivia que tiene un mar que nada ni nadie podrá jamás arrebatarle: el mar de su música. En un sueño he escuchado esa música, la música más bella de la tierra, resonar junto a las rompientes y eran miles y miles de bolivianos, de chilenos, de peruanos, abrazados, bailando juntos en las costas sin fronteras del Pacífico porque el mar no reconoce fronteras ni las requiere. Y era un sueño tan bello, tan simple: todo era de todos. Gracias señor Rector por permitirme hoy el honor de los recuerdos.
Y como en un sueño entonces vi por primera vez esta Universidad. Fue en la primavera de 1966, poco antes de las postulaciones. Estaba en sexto humanidades, lo que es hoy cuarto medio, en el liceo José Victorino Lastarria y tenía decidido que estudiaría ingeniería en alguna de las tres universidades de Santiago, pero un profesor me dijo que igual viniera a ver esta y me dio el dinero para el tren. Lo hice sin ningún entusiasmo. Al llegar a la antigua estación de Valparaíso, tomé una micro y me bajé en el paradero de la avenida España. Me quedé un rato mirándola desde abajo y luego entré. Siete años después, el 11 de septiembre de 1973, arrojado con las manos en la nunca sobre el pavimento de la avenida España, entre los culatazos, recordé ese primer viaje. La universidad me había impresionado, tenía la reputación de ser la mejor escuela de ingeniería de Chile y las facilidades que tenían sus estudiantes eran impensables en otras universidades chilenas, pero nada de eso contó. Al terminar volví al paradero de la avenida España para emprender el regreso y a los pocos minutos una estudiante salió de la universidad y se paró a unos metros de mí. Fue solo un momento, tal vez también me vio, no lo sé, pero en ese mismo instante supe que no tenía otra opción porque lo único que me importaba era volverla a ver. Cuatro meses después entré a la Universidad Técnica Federico Santa María, pero no la vi de inmediato sino tres días después. Esos tres días fueron como el descenso al sepulcro, de una angustia indecible, pero al cuarto día estaba allí, sentada al pie de un árbol en un paseo que los estudiantes antiguos les hacían a los que llegábamos. Desde allí me transformé en su sombra, año tras año, mes tras mes, día tras día, mirándola de lejos, hasta que finalmente un día dejó de ir. Nunca le hablé.
Al recibir esta distinción que esta universidad me ha otorgado esos dos instantes se me funden: la imagen de un hombre aún
joven con la
cara aplastada contra el pavimento que entre patadas y culatazos recordaba las circunstancias que lo habían llevado hasta allí y la de un estudiante secundario que en ese mismo sitio, en la misma avenida al borde del mar, súbitamente arrasado por el amor, mira a una estudiante sin saber, como lo sé yo ahora, que allí estaba todo el pudor, todo el sueño, toda la hombría, los fracasos y las renuncias de lo que sería su vida. Crea que esas dos imágenes sobrepuestas; la de un hombre que está siendo reventado a culatazos y la de ese mismo hombre más joven que arrasado, doblado de amor, mira de lejos a alguien sin siquiera atreverse a decir su nombre, es la base de mi poesía.
Saludo entonces a la Universidad de hoy y a la Universidad de ayer. Saludo en tres profesores muertos a todo lo que permanece vivo en mi corazón: a Carlos González de la Fuente, un ser entrañable que si no me equivoco no me malquería, a Arnold Keller que me introdujo en uno de los más fascinantes poemas del siglo XX: la física relativista, a Roberto Frucht que nos hacia teoría de grafos, una rama de las matemáticas en que su contribución es relevante, y que en 45 minutos marcó mi vida para siempre. Fue una observación que hizo a propósito de un teorema. Yo había sorteado con éxito el paso a tercer año de Ingeniería civil, en ese entonces había una doble selección, y por primera vez tenía clases con él. Se trataba de un caso particular del teorema de Euler, que había deducido en el pizarrón emitiendo un levísimo susurro como si hablara consigo mismo. Al terminar giró hacia nosotros y nos señaló la fórmula final (no la he olvidado como no me he olvidado de los poemas de Robert Desnos, era la llamada identidad de Euler: el número de Euler elevado a la raíz cuadrada de menos uno multiplicada por pi más uno es igual a cero) y luego de una pausa nos dijo que no nos podía pedir a nosotros que entendiéramos la belleza de esa fórmula, la elegancia de su estructura, la simetría de sus partes, su síntesis, su suprema simpleza. Yo tenía 19 años y fue un golpe. Desapareció todo: la teoría de grafos, la universidad, todo, y solo quedó un hombre ya mayor, de baja estatura, parado frente a una audiencia que jamás podría entenderlo. Pero exageraba, porque yo sí lo había entendido. La explicación no había durado más de 45 minutos, pero es como si hubiese durado 45 años, como si hubiese durado hasta este minuto en que estoy frente a ustedes en el Aula Magna de la misma Universidad, donde Roberto Frucht, un eminente matemático que tuvo que salir de Alemania en 1939, le enseñó a uno que también tendría que huir, pero no de Alemania, sino de sí mismo, una lección que éste no olvidaría nunca: la irremediable melancolía de lo
que nos parece extremadamente bello. Lo he evocado ahora, porque es un doble honor recibir este doctorado honoris causa que me otorga la misma universidad donde hace 46 años un profesor benemérito y el más anónimo de sus estudiantes, intercambiaron por un instante sus destinos.
Saludo también a la universidad del futuro. El mundo, la historia, las distintas épocas se caracterizan más por su inconcebible, por aquello que le está radical, completamente vedado de pensar, que por sus logros o aciertos. Es análogo a lo que los astrónomos llaman la "energía oscura ", vale decir, aquel elemento inmensamente presente en el universo, sobre el cual se ignora absolutamente todo, pero sin el cual nada es explicable. El estado de lo humano no se puede medir por lo bien que están los que están bien; "felices los felices" dice Borges, sino por lo mal que están lo que están mal y los que están mal están muy mal (en este minuto, en algún lugar están bombardeando una ciudad, en alguna prisión clandestina alguien está siendo torturado hasta lo indecible, en este segundo un niño está apagándose víctima de la desnutrición y del hambre), y sin embargo el solo hecho de poder mirar, escuchar, sentirnos, diariamente nos muestra un desenlace increíble: que ese interminable montón de vísceras, lágrimas, sueños, pesadillas e inesperados heroísmos que llamamos humanidad renace diariamente al despertar. Si no fuese así lo normal seria el suicidio. La poesía es la posibilidad de lo que no tiene absolutamente ninguna posibilidad, es la esperanza de los que no tienen esperanza, es el amor de lo que carece de amor. Nadie soporta tanto sufrimiento, tanta miseria, tanta injusticia, tanta crueldad, sin vislumbrar un nuevo día. Si no fuese así lo normal sería el suicidio. Contra todas las evidencias, creo que estarnos construyendo ese nuevo día. Creo que estarnos condenados a construir ese nuevo día, pero solo la poesía puede sostenerlo. Todo lo que nos muestran las carnicerías de diez mil años de historia es que somos una raza de asesinos, lo que nos muestra la poesía es que somos una raza de asesinos condenados a construir el Paraíso.
Sin esa esperanza ninguna vida es posible. Si se puede mencionar entonces una tarea de la poesía, esa es la de curar las
palabras, la de salvarlas de su agonía para que otra vez puedan evocar y hacer cotidiana la plenitud a veces terrible de la existencia: el latido del cielo entre nosotros.
Creo que ese cielo es este mismo cielo, el cielo sudamericano, y que tocados por la agonía del lenguaje volvemos sin embargo a escuchar los sonidos de todas las lenguas resurrectas, es decir, volvemos a escuchar el sonido de ese pulso innombrable que nos lleva indefectiblemente desde el Big Bang hasta la última mirada con que el último de los hombres contemple el último de los atardeceres. No me es posible avanzar mucho más, pero en una imagen que seguramente le pertenece al desvarío, me ha parecido percibir ese cielo colmado por las estrellas del amor nuestro. Es el amor del que hablo. Yo no se hablar de otra cosa, el amor es mi único tema, todos mis poemas son poemas de amor.
Quiero dedicarle este momento feliz a mis hijos aquí presentes, Iván, Sileba, Sebastián y Felipe, a María Luisa, la hija de mi inolvidable Juan Luis Martínez y a Paulina Wendt la mujer
que amo.
Paulina, no nos hemos perdido:
No nos hemos perdido.
Infinitas batallas nos preceden,
incontables cadáveres hinchándose sin fin bajo las lluvias
y músculos y tendones rotos emergiendo como sueños
entre los botones de tierra.
Nos preceden veraces campos, fértiles trigales abonados
sólo con sangre,
siglos enteros labrados a destiempo,
generaciones igual que árboles quemándose en la tormenta
Pero nosotros no nos perdimos.
Entre las luces de las estrellas que no llegaron a destino
y los ojos húmedos que chirriaron ardiendo
en las antorchas
Entre las cenizas de los cuerpos aun pegadas a los muros
Entre los mares derrumbándose
y las falsas Itacas refulgiendo frente a Nadie
Nosotros no nos perdimos.
Miles de otras naves nos esperaban
Océanos de muertos nos querían llevar consigo
Sirenas como racimos nos llamaron con su canto
Pero nosotros no nos perdimos.
Y por eso ningún cadáver
ni ningún grumo de sangre que cantó cuajado en el hueso
ni ningún tendón roto vendido en el canasto
ni ningún amanecer asombrado entre los verdugos
ni ninguna ruina ni naufragio
dejó de encontrar el cielo que es nuestro y es de todos.
Porque nos encontramos no sucumbió la eternidad
Porque tú y yo no nos perdimos ningún cuerpo
ni sueño ni amor fue perdido.
Muchas gracias.
Discurso del poeta chileno Raúl Zurita al otorgársela el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad Técnica Federico Santa María,
el día 6 de noviembre 2015, Valparaíso,
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com No nos hemos perdido.
Raúl Zurita Canessa.
Discurso al recibir el título de Doctor Honoris Causa por la Universidad Técnica Federico Santa María,
6 de noviembre 2015, Valparaíso.
Publicado en CUADERNOS DE EDUCACIÓN, N°35, 2015.