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"La Vida Nueva", de Raúl Zurita

Por José Joaquín Brunner
Publicado en LA ÉPOCA, “Literatura y Libros”, n° 346, 27 de noviembre de 1994



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Un libro no existe, en rigor, hasta que en torno a él se constituye una comunidad de lectura. Esto es, redes de públicos, conversaciones, críticas especializadas e interpretaciones, por un lado, y, por el otro, su inclusión en las tradiciones vivas de una cultura, en sus lenguajes y vivencias cotidianas.

Presentar un libro antes de que él se haya “puesto en comunidad” es por lo mismo, como hablar de la suerte de los hijos que uno tendrá; de los amores venideros; de la fortuna que depara el destino.

Por mi parte, no tengo por oficio el análisis literario, menos aún de la poesía; la más alta y dificil expresión de la palabra. Dejaré hablar por eso mis sentimientos únicamente, ya que no tengo más que mi amistad con el poeta que invocar frente a ustedes.

Hace trece años, en otro país que sin embargo es el mismo, el de nosotros, bajo unos cielos nublados por la división y el rencor, le pedí a Raúl Zurita que prologara un libro mío, al cual quiero especialmente pues fue el primero que publiqué. Él me regaló un ensayo lúcido y anticipatorio. En él decía, entre otras cosas, que “la poesía sobrevive al presente”. Y sobrevive, agregaba, porque en ella “el pasado cuenta” y se expresa en un “lenguaje [que] no es ajeno a la historia”, las palabras “sólo resúmenes de la vida, de la vida concreta”. En esas palabras, decía Zurita, “están presentes todas las historias que las colectividades se han ido contando y con ello garantizan la persistencia de la memoria”.

He leído La Vida Nueva como una nueva expresión de ese compromiso del poeta con los relatos de su tribu, de su pueblo: con nuestra historia común desgarrada y reencontrada en estas páginas.

Mientras leía a Zurita –en medio del torbellino de estos días con sus afanes y desvelos– pensaba para mí que es relativamente fácil entender el papel que en la sociedad ocupamos médicos, abogados, ingenieros o sociólogos. Incluso los intelectuales, sacerdotes y políticos son figuras familiares y su rol, cargado de múltiples simbolismos, nos resulta a pesar de todo más próximo que el del poeta.

¿Por qué algunos poetas ocupan en la cultura un papel tan central? No conozco la respuesta y no es ésta la ocasión para salir a buscarla. Pero esto sí me atrevo a decir: que la poesía es seguramente la experiencia más radical del lenguaje, su punto de encuentro con el misterio que nos constituye como sujetos en el mundo. Ha dicho Octavio Paz: “Nombrar ese hueco donde aparece lo otro: eso es la poesía. Y ése es (también) el origen de la rebelión”.

No es extraño que La Vida Nueva sea, como imaginación y en sus palabras, un texto profundamente conectado con el simbolismo de lo sagrado. Los muertos y el dolor están ahí, consagrados para siempre. La naturaleza misma –inmensos mares, cordilleras y ríos; pastos, firmamento y desierto– se escucha cantar en este canto, según reza el verso: “entre las palabras de las bienaventuranzas”. Y así el poeta, contra toda expectativa mundana, “escucha entonces el salmo que cantan todas las cosas”, porque –según enuncia Zurita– “en el otro estuvo mi esperanza y al fin vi en ti los ríos que se aman”.

¿Podrá nuestra modernidad-a-medio-andar aceptar ese lenguaje y celebrar con Zurita esta reconciliación de todas las cosas, incluso –así lo sentí yo– de nuestra historia consigo misma, por obra de lo que él llama “el sueño del amor” que sobrevive y es la “única justicia, la única libertad”?

Quién sabe si podrá formarse una comunidad de lectura que haga sobrevivir las palabras del poeta, su sueño, su invocación.

La modernidad se ha desplegado, hasta ahora, echando abajo los templos, los íconos y las visiones del Otro/más allá. La modernidad anunció la muerte de Dios y dispersó su sombra en “la luz del viento”. Por eso, según una creencia que los sociólogos del siglo XIX fueron quizás los primeros en alimentar, nos fuimos quedando solos con la poesía.

Ahora último, incluso a ella desearíamos exigirle un programa, una proximidad con el lenguaje cotidiano, una suerte de adaptación a los signos de nuestro tiempo. La aplaudimos cuando es minimalista y fragmentada, cuando emplea el lenguaje de la calle, cuando habla con las voces de la plaza. Tal vez sea ese el destino de todo producto en el mercado: satisfacer demandas inmediatas, masivas, estandarizadas.

Pero, ¿es eso, acaso, la modernidad? ¿Sólo la calle y el mercado? ¿La plaza fugaz, el hablar de todos los días, la ocultación de lo sagrado y el eclipse de las visiones?

Hay quienes así lo estiman. Y, en cierta medida, no dejan de tener razón. Al principio de la modernidad está el acto, no la palabra; la ciencia, no la religión; el espíritu que niega, no la imaginación de “la fe sostenida contra el fuego”. La modernidad es una experiencia dentro de cuyos límites nada permanece; donde todo cambia y, aún lo más sólido, como decía Marx, se desvanece en el aire. Su fuerza avasalladora reside en los conocimientos, las tecnologías, las capacidades humanas de adaptarse e innovar.

Mas, ¿se agota allí, de verdad, el arte o la historia? El libro de Raúl Zurita, creo, responde como un torrente en dirección contraria. En cada página, relato, inscripción, canto y celebración crea un mundo cuya temporalidad es distinta de aquélla que rige los acontecimientos a nuestro alrededor y nos coloca así frente a ese “hueco donde aparece lo otro”: la crónica de las primeras familias, los sueños, ciertas profecías, los misterios de los ríos que descienden de los cielos, los nichos de América y “las barcas que [suben] sobre las aguas del aire”. El mundo revelado por esa comunicación aparece aquí en toda su autonomía, sin que “las palabras queden rebasadas por la intención que las posterga” (Gadamer).

No tengo cómo adivinar la suerte que ellas correrán. Una vez entregadas a la comunidad, las palabras dejarán de ser una promesa sólo “para sí” y entrarán a hablar con nuestras propias voces. Pues también la autonomía de la obra poética debe ceder ante su recepción por la cultura.

Como dice Zurita, “al final sólo las visiones preceden la tierra”.

La Vida Nueva es una visión; mi sentimiento, que es lo único que esta tarde deseaba expresar, es de gratitud. Pues más allá del acogimiento de esa visión por la comunidad que en torno a ella se entreteja, están las palabras que cantan; “queridas todas las cosas, rostros… cielos y ciudades”.

 

 

 

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