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Sobre Poemas transreales y algunos evangelios,
de Sergio Badilla Castillo.

Luis Vargas Saavedra

(Crítico Literario, autor y Doctor en Filología de
la Pontificia Universidad Católica de Chile)

Apenas conozco a Sergio Badilla Castillo. Por suerte. Por suerte para su poesía. Porque nada mejor que entrar a un libro, solo con el libro, y mediante el libro. Ojalá todos los libros fuesen anónimos y nos permitieran este acceso inocente.

Lo que me han otorgado los Poemas transreales y algunos evangelios, de eso puedo decirles algo. Ustedes harán después sus propias expediciones de comprobación. O de refutamiento.

Parto por el efecto total.

Una vez recorrido el libro, lo que se me brota para agolparlo es la palabra escombroso. Porque escombros, ruinas y despojos forman el mundo del yo (y de los yoes) que en estas páginas se nos confidencian. Aunque las ciudades, con sus dársenas y arrabales estén muy en pie dentro de los ámbitos de cada poema, no lo están dentro del corazón de ese hablante, carcomido por la nostalgia. De allí su acongojada hermandad con César Vallejo, de quien dice:

“Al mirar su tumba en Montparnasse intuyo que la nostalgia le taladraba el alma…”

El no estar viviendo en la querencia donde se nació y crió, le pena a los bien- nacidos. Y por el poderío de ese arraigo vernáculo se les deslucen los esplendores de cualquier suelo extranjero.

Viajar es des-quiciarse, salirse de los quicios del cariño y ponerse a probar sucedáneos y estafas de sucedáneos. El mundo se trueca así en un tal desplegadero de decepciones, que los hitos de la geografía y los dechados de la cultura viniéndose guarda bajo, se tornan recónditos escombros.

Para expresar esos derrumbes, esas pérdidas, la forma más idiosincrásica, la forma más de guante a la mano, es la elegía: el lamento por lo que ya no se posee, sea cosa, lugar o persona. La elegía es el modo connatural del nómada empujado a ser un beduino que nunca se sacia en oasis ajenos.

El hombre que habla en estas páginas suele paliar su extranjería con dos maniobras muy lindas y muy eficaces. Una es lo que yo llamaría bilocación emocional; la otra es lo que yo llamaría compadrazgo.

Ejemplos de la bilocación emocional: p. 28, p. 36: “ Las puertas se confunden de ciudad cuando las abro.”

Ejemplos de compadrazgo

El acopio de nombres de amigos reales y amigos leídos, más los nombres de lugares de Europa, África, Asia, Chile y Perú, todo eso supera el periplo de Simbad. Junto a las palabras de otros idiomas, desde el latín semitransparente al marroquí hermético, ¿qué está haciendo esa profusión, qué está logrando, en boca de su exclamador? Está turnando disfrute y náusea, deslumbre y decepción, en todas las fases previas al escombro. Y también está pronunciándolas para que todo eso vuelva a ser, obrar y ejercerse en las palabras que lo conjuran, batallando contra la nostalgia primordial, de la que brotan otras nostalgias laterales, como rizomas de pena.

¿Y acaso no se puede bailar encima de los escombros? Se puede, pero cuesta. No vayan ustedes a creer que los Poemas transreales son solo un montón de réquiems y saudades. Eros convida a aplanar la escombrera, a yacer ardientemente sobre ella. Y Dionisio, a reblandecerla.

Y Eros con Dionisio me dan una segunda palabra para condensar este libro: la palabra marroquí de zoco. O sea, plaza, feria, mercado, el surtido bazar que es el mundo, contra el cual se va hiriendo y vendando, con Eros y Dionisio, su protagonista. La realidad en los Poemas transreales está captada como un zoco que abarca París, Buenos Aires, Calcuta, ¿Capri?, Estocolmo, Cartago, Corinto, Sinaí, Al-Manama ¿Cairo?, Reloncaví, Shagerrak, Santiago, Valparaíso…

Ahora diré algo sobre las herramientas gobernadas por el poeta. Descripciones que crean atmósfera por medio de la enumeración de sus elementos; atinada creación de neologismos eficaces (“Yaces más femíneo que galán…” “todo está diccionado ” “degollina” “ cervantescas” “delirada”); alternancia métrica de versos breves y versos largos, pero sin buscar ritmos notorios, sino fluctuantes cadencias de habla; por lo tanto, preferencia por la intimidad del soliloquio, a la vez llano y culto; y en lo culto, alusiones a grandes nombres históricos y alusiones a personajes de grandeza o drama privada (sus amigos).

Con esta variedad de elementos se produce la hosca realidad de un mundo ajeno que no incorpora al afuerino; o lo hostiliza o lo tolera, ignorándolo. Así se agrava la condición de extranjero que nunca pertenece a su estadía, tornándose un rasgo existencial del protagonista de este libro. Pues “Sigue siendo el trashumante que no tiene domicilio,” y que no quiere hijo (poema “Non natus”) y que no logra amar ni ser amado (“El florero de Rörstrand”)

Esa es su cruz. Y su poesía.

Si leemos encauzándonos de poema a poema, rastrearemos primero el relato de un Odiseo sin Penélope ni progenie, y después el de un Odiseo con Penélope y descendencia.

El macho erótico que rehúsa lo hogareño, ha madurado hasta ser padre querendón. Y yo siento que entonces la aceptación y el merecimiento de ese hogar se le vuelve, años después, lo que tanto añoraba, una querencia, su patria carnal.

En los “Doce Evangelios” gozo la culminación del libro. Ahora, en cúspide de pirámide se han vuelto los escombros que antes se hallaban tirados en el zoco.

Estos 12 evangelios (uno por apóstol, incluyendo a Judas) me parecen una conciliada rememoración de la patria carnal anterior a las errancias, por cuanto en ellos, quien allí se expresa, convoca y asume su genealogía. Invoca al tatarabuelo, a la bisabuela y al bisabuelo, le reza al padre y por último asume al inolvidable hermano suicidado.

Esa oración al padre es el poema que más me ha conmovido en todo el libro, por lo que le dice y por las palabras con que se lo susurra. Debiera leérnoslo su autor.

El hermano que se mató fuera de la casa (según nos cuenta el poema), “y no regresó más,” muerto estará sobre su cama, en un “para siempre” que vacía la casa paterna. A ese hermano muerto su hermano vivo lo allega al cielo, allí lo quiere y domicilia en plenitud.

Cerraremos las páginas del libro, pero todo él se abre a la esperanza de una querencia suprema, donde ya no podrá haber los escombros de ninguna nostalgia y donde el zoco se transfigura en un pabellón de paz.

 

 

 

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Por Luis Vargas Saavedra.