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SENDEROS


Sergio Borao Llop



Al principio, casi siempre es lo mismo: Un arranque sinuoso salpicado de árboles o flanqueado por rocas gemelas, el recuerdo de confusas conversaciones oídas quién sabe dónde, o acaso un simple letrero de madera con una indicación grabada a cuchillo que, por cualquier causa incognoscible, logra atraernos misteriosa e irresistiblemente.

De modo que tomamos el sendero y nos adentramos por él en la bella espesura que parece estar esperándonos como para una celebración de la que nada sabemos. Lo hacemos sin desconfianza, con la firme intención de no caminar en exceso, ya que aún nuestros pies no están habituados a las grandes caminatas.

Notamos como el oxígeno invade nuestros pulmones, agrandándolos, ensanchándolos y borrando de nuestras mentes cualquier otro pensamiento, mientras vamos ascendiendo con lentitud, parándonos a contemplar cada mata de hierba, dejando que nuestro ser se inunde de gratitud ante ese aire respirable, ante esas flores y ese césped y esos pájaros que saludan con sus trinos nuestra presencia desde las copas de los milenarios árboles que, en este punto, semejan una escolta protectora e invitan, incitan, a seguir caminando hacia ese sol radiante que podemos entrever a través de las ramas quietas, entre las verdes hojas.

Nuestros pasos son aún inseguros, nuestros pies aún no se han acostumbrado al camino, pero poco a poco, un atisbo de seguridad va naciendo en nuestro espíritu, nuestras pisadas van siendo cada vez más firmes. Si algún miedo alimentó nuestras dudas, ahora no es sino la sombra de un recuerdo. Llega entonces la primera bifurcación y nos preguntamos si en verdad es prudente continuar, si no sería preferible retirarnos a descansar y volver a intentarlo en otra ocasión. Algo en nuestro interior, sin embargo, se rebela y nos anima en estos momentos de indecisión, nos empuja hacia adelante. Así pues, hay que decidirse, hay que elegir uno de los caminos y respetar esta elección en las posteriores bifurcaciones, que acaso hayan de ser numerosas. Si no lo hiciéramos así, ¿cómo hallaríamos el camino de regreso?.

Pero aquí arriba, sumidos en la pureza, plenos de maravillas recién descubiertas, esperanzados ante lo que aún hemos de conocer, ¿quién pensaría siquiera un momento en regresar? ¿quién sería capaz de renunciar cuando el sendero continúa y se pierde tras aquella curva en la que un frondoso abeto parece llamarnos con un suave bamboleo? Así, tras un brevísimo descanso, tomamos un lado y seguimos subiendo. Después de esa curva, viene otra. Más allá de ese abeto, habrá sin duda muchos otros. El bosque no es sino una sucesión compacta de árboles. El sendero, una sucesión de curvas y pendientes, una línea terrosa adentrándose en la tupida superficie verde y formando figuras que el viajero aún no ha aprendido a descifrar.

Nuevas bifurcaciones van marcando nuestro itinerario. En cada una de ellas nos hacemos la misma pregunta: ¿Adónde conducirá el sendero rechazado? ¿qué maravillas nos estará vedando nuestra propia elección?. Sin embargo, sabemos que hemos de ser constantes para no extraviarnos. Por eso, tomamos el camino prefijado, aun sin poder evitar un leve aguijonazo en la nostalgia, sabiendo que algo precioso e irrepetible se ha quedado varado en cada encrucijada.

Tal vez el sendero, si lo miramos bien, se haya estrechado un poco; acaso la vegetación comienza a resultar algo más hostil; quizá el cansancio haya empezado a afectarnos, pero tenemos la convicción de que la culminación de nuestras andanzas no ha de hallarse muy lejos. A estas alturas sería absurdo renunciar. Tal idea no cabe en nuestro lenguaje.

Reparamos, sin inquietud, en que hemos perdido la cuenta de las encrucijadas, en que hace ya rato que dejamos atrás el último refugio, en que ni siquiera recordamos con precisión el nombre del lugar al que nos dirigimos, pero todo eso, ahora, carece de importancia, porque el sendero está ahí, claro y nítido ante nuestros pies, exploradores que van marcando sus huellas en la tierra blanda y ahondan más y más en el corazón del bosque.

Es entonces, (o tal vez un poco más atrás, cuando divisamos en la distancia la caseta del último guardabosques) cuando nos percatamos por vez primera de nuestra absoluta soledad. Será como un pinchazo, como un rebuscar entre las páginas de un libro y no hallar aquella flor de nuestra adolescencia, aquel aroma de nuestro primer beso furtivo. Alrededor no habrá nadie. Recordamos, es cierto, habernos cruzado con otros caminantes, haber compartido pequeños trechos, cigarrillos y breves conversaciones con alguno de ellos, habernos separado, no sin un leve abrazo y un suspiro melancólico, de aquellos que nos resultaron más queridos y que nos dijeron adiós en las múltiples bifurcaciones, en las que cada cual había de seguir su propia ruta. Recordamos haber charlado con muchos y admitimos haber olvidado a muchos otros. Pero ahora, aquí arriba, pensamos que el ascenso sería sin duda menos fatigoso en compañía de alguien con quien poder compartir el sol y el agua, de alguien a quien mostrar las maravillas que vamos dejando atrás con mayor premura de la que en verdad desearíamos, de alguien que nos animase y a quien, a nuestra vez, animar en los momentos más difíciles del ascenso, en esos momentos en los que uno piensa que jamás llegará a su destino y que mejor hubiera hecho en darse la vuelta apenas comenzado el viaje. Y en cambio, nos hallamos solos, sin otra compañía que los árboles, cada vez más escasos, cada vez menos frondosos, y las matas amarillentas y el canto uniforme y tedioso de los grillos.

Más arriba, los árboles desaparecen, convirtiéndose en recuerdo, y sólo quedan la piedra y los tristes matojos. Sin la protección del bosque, pensamos entonces, por vez primera, en los posibles peligros. En la noche que se va acercando, acompañada de breves ráfagas de una brisa fría, en las víboras, en los acantilados. Hay entonces un minuto de desconcierto, de terror, un mal minuto en el que decidimos regresar, pero miramos hacia atrás y descubrimos que es demasiado tarde, que está anocheciendo y el camino de regreso ha de ser forzosamente largo, que el lugar al que desearíamos regresar tal vez no existe ya. Entonces sólo queda apretar los dientes y seguir hacia adelante, cruzar ante aquella roca, atravesar la hondonada que se divisa al fondo, doblar el siguiente recodo y esperar que tras él se halle aquello que buscamos, confiar en que seamos capaces de reconocerlo. Y siempre, en caso contrario, caminar un poco más, una curva más, una roca más, con firme decisión hacia adelante, hacia adelante siempre, hacia la cumbre...

...Y llegaremos. Nada importarán entonces los arañazos producidos por las ramas y los espinos. Nada importarán las cruentas llagas en nuestros pies ya descalzos. El lugar al que llegamos, en nada se parecerá al que soñábamos al iniciar el ascenso, pero será un destino, una meta, un lugar en el que, felices y orgullosos, ahora que el camino quedó atrás y hemos conseguido nuestro propósito, nos dejaremos caer sobre una losa y descansaremos mirando a las estrellas y respirando la pureza del aire; libres ya de las ataduras de allá abajo, henchidos de placer, nos tenderemos a la espera del merecido descanso.


***


Esta parece ser la versión definitiva que Silvio W.J. tenía preparada para dar a la imprenta en el momento de su misteriosa desaparición. Quienes tuvimos ocasión de conocerle supimos, no obstante, que aquel manuscrito estaba incompleto o era falso. Cabía la posibilidad, es claro que lo tuvimos en cuenta, de que ese cuento no fuese más que un guiño, una especie de broma de despedida de nuestro amigo, pero era harto improbable que no hubiese dejado otra copia en alguna parte. Así, nos dimos a la afanosa tarea de buscar ese otro manuscrito (el original, en nuestra opinión) Por fin, cuando ya desesperábamos, conseguimos hallar en una vieja carpeta, entre otros manuscritos ilegibles o crípticos, arrugada y amarillenta, una hoja de papel escrita y borroneada por ambos lados. Nada asegura que ese papel forme parte del cuento anterior, nada excluye tal posibilidad. Tenemos, sin embargo, la convicción de que son los párrafos finales del cuento. Creemos, incluso, que es imposible entender dicho texto sin haber leído estos párrafos. Es más, nos atreveríamos a asegurar que es inconcebible imaginarse a Silvio W.J. escribiendo las páginas anteriores sin la certeza de la página final. Hemos decidido, en consecuencia, agregarla.


***


Como idiotas.

Con la vista clavada en nuestros propios ombligos venerablemente ovinos.

Satisfechos, inermes, acomodados, voluntariamente ciegos.

Felices de haber llegado adonde nunca pretendimos. De habernos encogido de hombros ante las circunstancias. De haber hecho de la resignación una virtud. De haber cambiado nuestro sueño por un inmundo pedacito de tierra estéril. De haber servido de distracción al destino y a pesar de todo estarle agradecidos.

¿No ansiábamos fuentes frescas y cristalinas donde saciar nuestra sed, en las que apagar la fiebre del llano? ¿No buscábamos acaso una cumbre virgen salpicada de pajarillos, ardillas y sol, surcada por el viento norte y regada por lluvias limpias y limpias nieves?

¿A qué viene entonces ese conformarse con las fuentes ponzoñosas de la mediocridad, con el viento caliente y putrefacto de la decepción?

¿No hubiese sido mejor, entonces, haberse extraviado, haber tomado bifurcaciones al azar sin tratar de asegurarnos un regreso que, de todas formas, no iba a ser posible? ¿No hubiese sido preferible yacer en alguno de los múltiples valles que alberga la memoria, en compañía de aquella jovencita que aún somos capaces de entrever en sueños? ¿No seríamos más felices si hubiésemos tomado el rumbo de aquellos amigos que compartieron su vino y su pan con nosotros, aun a sabiendas de que habríamos de alejarnos pronto?

O lanzarse al vacío desde esta cumbre no deseada, gritando en la caída nuestra humillante condición de dioses fracasados, nuestra indestructible esperanza que no entiende de resignaciones ni de espíritus conformes, gritando en la caída nuestros nombres, como una lluvia persistente.



© Sergio Borao Llop

 

 


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