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Entrevista a Sergio Missana

El otoño de la UP

Por Pedro Pablo Guerrero
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 25 de Marzo de 2007

 

La próxima semana llega a librerías una novela ambientada en los últimos días del gobierno de Allende y en los años noventa. Su autor —periodista, doctorado en literatura en la Universidad de Stanford con una tesis sobre Borges— indaga en los destinos de un grupo de amigos y sus hijos tras el golpe de Estado. El libro será presentado este año en Colombia y México.


Hace diez años, cuando la nueva narrativa chilena vivía su declinación, Sergio Missana (1966) hizo su entrada en la escena literaria con El invasor, novela que recreaba un episodio olvidado de la masacre de la Escuela Santa María de Iquique. Sus paisajes desérticos, la soledad absoluta del protagonista, la morosidad de una prosa eminentemente descriptiva no se parecían a nada de lo que se estaba publicando. Tras un par de críticas favorables, la novela desapareció de librerías tan sigilosamente como había llegado. Su autor regresó tres años después con Movimiento falso, una historia que transcurría a fines de los noventa, entre las ominosas ruinas de Pisagua. El libro, recibido con menos entusiasmo por la crítica local, fue sin embargo finalista del Premio Rómulo Gallegos 2001, que ese año ganó Enrique Vila-Matas. La tercera novela de Missana, La calma (2005), cambiaba el desierto nortino por los no menos desolados parajes patagónicos, trajinados por bandoleros y anarquistas a comienzos del siglo XX.

En los próximos días, Fondo de Cultura Económica publicará El día de los muertos, ficción de largo aliento que en su primera parte gira en torno a un grupo de amigos partidarios de la Unidad Popular y la ambivalente relación que establece con ellos el protagonista, un escritor sin obra cuya edad y escepticismo lo separan de las certezas revolucionarias. De hecho, la acción se circunscribe a un solo día, el 4 de septiembre de 1973, durante la masiva "demostración de fuerza" convocada frente a La Moneda por el gobierno de Salvador Allende.

La segunda parte de la novela, en cambio, enmarca una historia de amor que permite recomponer, a través de la mirada del hijo de uno de esos amigos, el destino que corrieron los miembros del clan y sus descendientes, separados por la muerte o el exilio.

—Comparada con "La calma", "El día de los muertos" es una novela más situada.
—Sin duda. La calma transcurre en un lugar muy abstracto con referencias a un espacio latinoamericano cercano a la Patagonia argentina, y tal vez a Punta Arenas, pero deliberadamente no se nombran los espacios, para centrarse en la anécdota y no hacer una clase de historia. A pesar de que uso elementos históricos, sobre todo uno que también está presente en El día de los muertos: los cambios de mentalidad.

—¿Cómo nace la idea de estructurar la novela en dos partes separadas por 3O años y con un tratamiento del tiempo tan distinto?
—El formato elegido, de un solo día, me permitió hacer una foto de época, un corte, pero al mismo tiempo me impuso cortapisas. Al terminar la primera parte me di cuenta de que necesitaba darles más desarrollo a los personajes. Parte de la novela tiene que ver con los recambios generacionales, en especial del narrador. Hay una diferencia de diez años entre él y ese grupo. Él asume muchas distancias, en parte porque se quiere distanciar y en parte porque lo rechazan.

—¿Es una forma de conservar tu propia distancia con respecto a esa época?
—Por supuesto. Es un personaje bien ambivalente. De derecha, pero de una derecha no recalcitrante, sino crítica, que asimila o acepta algunas cosas del proceso. Eso te permite un distanciamiento que no puede ser excesivo tampoco. En El día... me interesaba desarrollar una relación ambivalente con un grupo, y mostrar la fuerte presión que puede ejercer un groupthink para conseguir una longitud de onda que luego se le impone a la persona que llega de afuera. Desde el lado del outsider está el anhelo de cariño, de pertenencia,
de amparo. Pero tiene que conservar cierta ambigüedad para poder entrar y salir.

—Sin embargo, tras el Golpe es detenido, y en el exilio, como escritor, asume un realismo socialista básico, denunciador y militante.
—Intento que ese desfase entre la primera parte y la segunda sea irónico. Creo que cierto tipo de personajes pueden estar un poco perdidos y en el momento en que se produce un giro tan brusco como es el Golpe encuentran un sentido de misión, un propósito. Esa incongruencia es parte de la intención irónica. Pero también había otros personajes que iban en sincronía con la época, y el Golpe los trastocó de tal manera que nunca pudieron rehacer una biografía o una obra.

—Queda la impresión de que los cambios entre las dos generaciones de jóvenes son más superficiales de lo que parecen. Que a nivel de discurso cambian la política por la estética, pero que, en el fondo, el juego sigue siendo el mismo: quién manda en el clan. ¿Es la crítica de fondo?
—Sí, es un discurso crítico pero al mismo tiempo asumiendo el hecho de que las tribus siempre van a existir. Uno puede pertenecer a ellas o no, y yo no he pertenecido a muchas, pero no creo que me corresponda oponerme al hecho de que existan. No la llamaría crítica en ese sentido tan directo sino que más bien hay paralelos entre las dos partes, juegos de poder y relaciones que son similares, y yo intento que la novela lo esboce, más que lo desarrolle como una tesis.

—Tu postura con respecto a la generación anterior tampoco es tan severa.
—Lo que una generación aprende o hereda de la otra no es un proceso lineal. Tampoco me parece que se les pueda acusar, como hace Houellebecq, de creerse personas que iban a cambiar el mundo y que no eran más que idiotas que además se cargaron el mundo en términos políticos y ecológicos. Nosotros no sabemos qué embarrada vamos a heredarles a nuestros descendientes. Yo trato de hacer una cosa distinta, pensar desde una perspectiva de más largo aliento. Ángel Rama decía respecto de las generaciones literarias que sienten una gran superioridad respecto de las anteriores solamente porque vinieron después. Cuando uno es joven "la lleva" en un determinado momento, pero eso es circunstancial.

— "Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos", dice el epígrafe de Borges que escogiste para "El día de los muertos".
—Sí, pero eso tiene más bien otro sentido, relacionado con el western. En la primera parte, cuando el narrador llega a la casa de sus amigos de izquierda tiene la impresión de estar en los preparativos de un duelo, de una batalla, la vela de armas. Como es opositor, se siente en el campo enemigo, pero se da cuenta de que el enemigo no tiene plan alguno. Los adversarios de James Bond son genios del mal, tienen grandes planes, pero estos jóvenes no tienen ninguno. Un proceso, en este caso el de la UP, puede iniciarse con una serie de ideas y proyectos, pero luego adquiere vida propia, se va de las manos. Y eso vale para la dictadura también: hay cosas que fueron planificadas y otras que salieron improvisadas, incluso en el terror.

—¿Te costó resolver el final de la novela?
—Me han dicho que los finales de mis novelas son extraños. En el caso de ésta encierra una confluencia fuera del tiempo y los destinos de los padres, que ya están muertos. Sus acciones se intersectan en un punto de fuga: las hijas.

—¿Por eso el título de "El día de los muertos"?
—Los personajes de la primera parte, ese día de septiembre de 1973, están entre los que van a morir, tal como el epígrafe de Ungaretti ("Se está como/ En otoño/ En los árboles/ Las hojas") es una cita sobre el destino que aguarda a los soldados en las trincheras. Es una metáfora clásica que aparece en La llíada, La Eneida, La Divina Comedia: las hojas próximas a caer. El título de la novela es también una referencia al Día de los Muertos mexicano, aunque la verdad es que cuando lo escogí no se me había pasado por la mente que el libro se iba a publicar en México. Otra referencia es la película "La noche de los muertos vivientes", de Romero, que uno de los personajes ve en un motel.

—¿Qué sacaste en limpio sobre la generación de tus padres tras escribir esta novela?
—Creo que nada en términos intelectuales. El tema generacional lo veo más en términos emocionales o vivenciales. Tampoco era la idea hacer una tesis, sino reflexionar sobre ciertos procesos, tal como he trabajado en novelas anteriores: los cambios de mentalidad, la forma en que una gran cantidad de mentes van de un lado a otro.

—Santa María de Iquique, Pisagua, la UP. En tus novelas, ¿intentas desmontar el discurso épico de la izquierda chilena?
—Yo creo que sí, pero más que desarmarlos, pensar ciertos eventos épicos en la trastienda de otras historias. Literariamente no suscribo la manera de leer ciertos hechos de la izquierda. Tal vez en el sentido personal pueda suscribirlos más, pero me ha interesado transgredir o cuestionar o repensar algunos procesos. Me preocupa el tema del pensamiento grupal y todos los lugares en los que se pueda dar. Para mí, una de las experiencias más fuertes de esto ha sido la academia norteamericana: estar en compañía de gente brillante y al mismo tiempo muy marcada por la ortodoxia, casi como una línea de partido. Eso me permitió extrapolar a épocas como la UP, que no viví como un ser adulto y consciente, parte de lo que conocí en Estados Unidos.

 



 

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