Tardanza
del fuego/ Sergio Ojeda
(Presentación
realizada en la Feria del Libro Parque Forestal, 28 de enero de 2007.
Alianza
Editorial Mago Editores-Carajo, colección Riles)
Por
Armando Roa Vial
"¿Cuál
es el cuerpo exacto para este lugar?". Esta una de las interrogantes planteadas
por Sergio Ojeda en su "Tardanza del fuego", cuya aparición
celebramos en el día de hoy.
La pregunta no es casual. Tardanza
se nos presenta como una bitácora desplegada en tres momentos precisos.
El primero, desde "los ghettos de las palabras", como quien dijera,
desde la palabra como territorio fronterizo, confinado en sí mismo, periférico
y apartado. Es una escena de encuentros y desencuentros entre el poeta y su intento
de corporeizar su realidad por medio de la palabra, itinerario de gestos tan insinuantes
como provisorios, sin que nunca puedan destilarse por completo.
A través de las ranuras del lenguaje los versos se suceden como piezas
de un rompecabezas que busca reconstruir una presencia que no logra configurarse,
de la que sólo recibimos ecos yuxtapuestos, a veces inarticulados, que
se aferran al poema en su pugna por encarnarse. El poeta se balancea precariamente
en el "borde sus visiones", husmeando el territorio mudo que se extiende
más allá de ellas, aquello que ya no es suyo pero que aspira a abrazar
por medio de la palabra. "Las Estaciones", el segundo momento de esta
bitácora, se desarrolla en una atmósfera similar. Aquí se
fraguan imágenes vinculadas al desplazamiento y sus huellas. Pero no para
configurar un itinerario cualquiera. Es el itinerario de paisajes, emociones y
objetos que van rotando en torno a dos seres fantasmales, disgregados, "envueltos
en algún juego del lenguaje", como dice el poeta, y cuyo habitar es
un "habitar de las palabras", habitar esquivo, precario, que no deja
huellas ("No hay trazo posible en estos pincelazos"). Es, creo, el ejercicio
de desdoblamiento de las propias imágenes poéticas del autor, las
que transitan con vida propia, como visiones buscan descender desesperadamente
a las palabras, palabras a las que aspiran como soporte para adquirir realidad
y poder así, al nombrar, completarse. A veces el poeta triunfa. En otras
fracasa. Así confiesa: "No hay trazo posible/ en estos pincelazos/
una paleta de inimaginables/ tonos y desentonos". Las filiaciones de este
gesto, confesadas por el autor, se remontan entre nosotros a Díaz Casanueva,
quien definió la poesía como una sonda lanzada a lo más oscuro
del pensamiento. Esta lucha entre las palabras y las cosas por reificar el mundo,
esto es, por darle su relieve y solidez, adquiere sentido al leer la tercera sección,
donde la voz admonitoria del poeta nos habla desde la fisura del amor, no una
fisura cualquiera, sino la fisura de un amor "con pies descalzos", esbozado
en apenas "un borrador", algo que pudo ser y no fue, que se consumió
en una pura posibilidad malograda. Es una lucha de presencias y ausencias. Hay,
entonces, una analogía entre los avatares del acto amoroso de los amantes,
del encuentro de cuerpos y almas, un campo de batalla incierto, con el encuentro
amoroso entre palabras y cosas, también con sus almas y cuerpos que se
husmean y se palpan. En el poema "Permanencia" es particularmente patente
este juego analógico:
"Somos una visión/ fragmentos de historia.../ Cuando los pinceles
nos dibujan/ en el trazo líquido del mundo/ despertamos de la oscuridad".
Tanto el amor como la palabra no toman cuerpo sin una forma. Y el emisario para
esa consumación es el fuego, símbolo omnipresente a lo largo del
libro, que Sergio articula a partir de una cita a Bachelard, quien a su vez evoca
a Valery. La tardanza del fuego es el retraso, la espera y la urgencia de esa
forma que, al decir de Bachelard, "debe estar rigurosamente limitada en su
ardor ya que todo desvío puede ser fatal". El fuego es el elemento
configurador que Prometeo roba a los dioses para que el hombre no sea revocado.
Desde el fuego, nos recuerda Eliade, surge el hombre como hacedor de cultura,
dominador y transformador de la naturaleza. Es símbolo de la generación
de la especie y también de alumbramiento e inspiración. Pero debe
mantenerse bajo control: debe iluminar; no cegar; debe alimentar, no consumir.
Su medida es la mesura. Y Sergio, con este libro, no hace sino confirmar la regla.
No hay aquí el brillo espurio del fuego fatuo. Es más bien una poesía
fraguada a fuego lento, con aplomo, que provoca sin necesidad de alaridos retóricos,
que aclara sin necesidad de pirotecnia. O para definirla con palabras de su propio
autor: "Una forma de pelear contra la ausencia/ cuando sabemos que ya nada
quedará en su sitio".