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Cenizas en el incendio de Eduardo Correa

Por Sergio Pizarro Roberts
Publicado en la revista digital 49 escalones, N°3 (agosto 2017)
https://49escalones.wordpress.com/


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Para Octavio Paz uno de los aspectos fundamentales de la poesía contemporánea es su carácter mítico que proyecta el regreso al momento primigenio y originario, perdido en los albores del tiempo, en donde “el lenguaje reconquista su estado original”; allá, donde la palabra acepta la ambigüedad del vocablo y trabaja sobre la base de esa polisemia. Llegar en definitiva a ese momento, que Roland Barthes califica como “el grado cero de la escritura”, es el afán de todo poeta. Afán al que no escapa Eduardo Correa en los 35 poemas del libro El incendio de Valparaíso, publicado inicialmente en 2003, por Ediciones La Cáfila (Valparaíso), y reeditado póstumamente en 2015, por ediciones Altazor (Viña del Mar).

“Y en lágrimas conmovida / oré con las únicas palabras que me / enseñaron, / (…) por cierto desdoblada, / como soy y digo, despoblada,”. Estos primeros versos invitan a conocer a un sujeto que se confabula con lo insustancial. Las pocas palabras heredadas desde una memoria involuntaria tiñen su discurso con la debilidad de la duda. Su expresión religiosa refleja la actitud del que implora en la noche de la certeza. El relato que desde ahí se desanuda busca un nuevo nivel de realidad, una nueva forma de ser que supera la tradición maniquea de lo femenino y lo masculino. El sujeto alterna en su discurso la voz de ambos sexos y esta alternancia transmite la sensación de quien rememora un tiempo original de unidad que remite al mito del andrógino expuesto por Aristófanes en el Banquete de Platón. El mito describe una raza primigenia de seres pre humanos que reúnen en sus cuerpos ambos sexos, femenino y masculino, o dos sexos masculinos, o dos femeninos y que, al intentar invadir el Olimpo, son castigados por Zeus con su división en dos seres débiles que separadamente se llaman humanos. El origen de todo amor se explica en este mito a través de esa pasión del ser que busca, desde entonces, su otra mitad escindida.

“Y vio que descendían desde el cielo los aluviones y le bajó el miedo / en el rostro. / Despertó con las premoniciones en la punta de la lengua y fue el / miedo el que también le hizo hablar de esa manera. / No hubo piedad para nadie ni para los que les siguieron. El rictus / amargo en la boca señaló el infinito como promesa”. El poeta confirma nuestra condición de humanos ratificada en la pérdida originaria, en la división del Uno primitivo, en la expulsión del vergel primigenio. Al alero de esa confusión desgarrada Eduardo Correa recorre un itinerario de palabras, en ocasiones críptico, que se justifica en la búsqueda de ese lenguaje perdido en los albores del Primer Castigo. El afán retroactivo que tantea en la oscuridad del pasado da como resultado el doloroso verbo del poeta conjugado “en el vacío de la inclemencia”.

“Inclementes los muelles donde van a parar esas embarcaciones”. Esas frágiles embarcaciones que navegan en el habla del poeta zozobran en un Valparaíso en llamas, el lugar preferido de la precariedad, donde se encuentran personajes en su calidad de “visitas”, “transeúntes” o “ancianas”. Nada estable, todo propenso a terminar en cenizas, porque un incendio persistente azota el lugar de enunciación porteño y se concentra operáticamente en un escenario eclesiástico donde el fuego arrasa con íconos cristianos, imágenes de santas, cortinajes, reclinatorios, confesionarios, misales y sagrarios que representan los “vestigios de una lengua extinta en la que ya nadie podía confiar”.

El escepticismo hacia un determinado lenguaje, discurso o relato es lo que caracteriza al pensamiento posmoderno y el fuego de este poemario destruye la representación simbólica de un espacio o “territoria” (sic) denominado Valparaíso. Y en esto Correa sorprende por su estética ochentera, una estética posmoderna que caracteriza a gran parte de la poesía chilena (mal llamada Neovanguardia) que comienza en 1977 y culmina a fines de los ochenta.

Algunos de los rasgos de esa posmodernidad se perciben dentro de la trama narrativa del poema “Mise en abisme” en la cual coexisten el pintor medieval Jan van Eyck con el diseñador de moda Oleg Cassini y los filósofos Jacques Derrida y Julia Kristeva. Con ello se erosiona la antigua distinción entre la cultura superior y la cultura de masas o popular. Esta reunión abigarrada de marcas famosas junto a escritores consagrados y pintores clásicos, que se repite en varios poemas, los desliga de su categoría original como referentes culturales o más bien transforma dicha referencia, provocando su desjerarquización cultural.

En otros casos se ofrece una relación heterodoxa entre textos diversos, una intertextualidad entre el cine y la literatura, por ejemplo que, en nombre de una textualidad general, rompe las fronteras convencionales del discurso, generando un bricolaje de formas y géneros. El poema “Más santa es la que surge del abismo entreabierto” se apropia del monólogo final del replicante Roy Batty, en la película Blade Runner (1982), de Ridley Scott, y altera su significado original.
A través de un mecanismo que Fredric Jameson denomina “pastiche”, Correa recombina, repite y reconfigura los fragmentos dispersos de un pasado y los transparenta sobre la superficie de un presente donde no hay control ni referencias estables ni estabilizadoras. En el poema “Uno” conviven Marco Polo, el poeta Villón, la Mata Hari y Fassbinder junto a una serie de personajes contemporáneos ficticios. Esta multiplicidad de personajes se configura en escenarios ubicados en un presente que absorbe gravitacionalmente a un pasado cuyas piezas diseminadas se ven desprovistas de su carga semántica inicial y finalmente recicladas.

Otro rasgo posmoderno en la poética de Correa se corrobora en la construcción de Valparaíso como un espacio que Foucault llama “heterotópico”, es decir como el espacio construido con la imaginación sobre la realidad física de un espacio real. El poeta proyecta en términos emocionales un significado que va mucho más allá del estrictamente dado por la dimensión física y funcional de la arquitectura simbólica del lugar; altera la significación real de Valparaíso, con sus muelles, sus templos y su vida nocturna, creando un contraespacio: “Valparaíso era una metáfora”.

Toda esta posmodernidad “correana” nos trae a la memoria, por dar sólo tres ejemplos, los clásicos Vírgenes del Sol Inn Cabaret (1986) de Alexis Figueroa, La Tirana (1983) y Los Sea Harrier (1986) de Diego Maquieira. En la escasa bibliografía crítica que se ha escrito sobre la obra de Correa existe la tendencia a compararla cualitativamente superior con respecto a los mencionados precursores, en un ejercicio que no ayuda a su cabal provecho. Mejor preguntarse por qué un poeta del siglo XXI recupera estéticas del siglo anterior y quizá la respuesta la encontremos en el hecho de que las problemáticas que originaron dicho planteamiento estético aún no están resueltas y que, en el plano social y político, la llamada transición democrática en Chile ha devenido en continuación.

Por supuesto que Juan Luis Martínez también está presente en el trabajo de Correa, “en las huellas del texto que se escribe a sí mismo”, pero más que en el metalenguaje de rigor, propongo observar, en la página 14,  al único sujeto que mira al lector dentro de la galería de fotografías que se incluyen en el poemario. Extrañamente, ese sujeto desaparece en la misma foto que se repite en la tapa del libro y siguiéndole el juego a Juan Luis Martínez ¿cuál es el verdadero sujeto que habla dentro de los poemas de Correa? ¿el que existe o el que no existe?: “Pero el que no puede hablar es el mismo que quiere contar la fábula, porque ya no existe y él es una fábula”.

Según Platón, poeta es el que prueba el significado de ciertos ensueños y Eduardo Correa, ya sea que busque ese idioma originario y perdido, o ya sea que cruce las vallas hacia campos semánticos inexplorados, tiene el mérito de todo buen poeta: crear la ilusión de un lenguaje nuevo.



 

 

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