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Teresa Calderón
"La vida es un asunto público"

Por María Teresa Cárdenas
Revista de Libros de El Mercurio, viernes 20 de mayo de 2005.

 

En "Mi amor por tí", la autora lleva hasta las últimas consecuencias el tono autobiográfico
para contar su historia con el poeta Tomás Harris.

Teresa y Tomás son los protagonistas de esta "historia de amor fracturada". Dos poetas que sin conocerse dejaron sus respectivas infancias en La Serena y a quienes el azar, el destino o como quiera llamársele vino a reunirlos en Santiago, mientras cada uno vivía su propia temporada en el infierno. Seres reales, personajes literarios. Como Francis y Zelda Fitzgerald o Malcoml Lowry y Margery Bonner, ilustres compañeros en la ruta del alcoholismo y la autodestrucción. Alfonso, Lila —la madre y la hermana—, Cecilia, Gustavo, integrantes de una reconocida familia de escritores, aparecen también en Mi amor por ti (Alfaguara), la segunda y personalísima novela de Teresa Calderón.

A los cinco años, Teresa jugaba con las palabras y con los espejos y quería ser un cisne cuando grande. Eran los tiempos en que su madre le recitaba los poemas de Rubén Darío. Inquieta, curiosa, ya lectora, quiso saber más de este hombre que alcanzaba estrellas para Margarita y le cantaba a princesas tristes. Fue al estante de libros y tomó el de las poesías del nicaragüense. Lo abrió al azar y se encontró con «Lo fatal» "Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura, porque esa ya no siente,/ pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente...", cita de memoria como buena profesora de castellano, recordando aquel temprano y angustioso descubrimiento de la muerte.

A los 50 años, salvada por el amor, el humor y siete años de terapia, su canto de cisne no anuncia muerte sino la posibilidad de una nueva vida.


—¿Cuándo te diste cuenta de que tu vida era una novela?
—Yo creo que fue en los talleres de autobiografía de Gonzalo Millán. Empecé a escribir pequeños relatos a partir de temas que él nos daba como tarea. De ahí salieron muchos cuentos de Vida de perras, algo de Amiga mía y después definitivamente esta novela. En esos talleres, que duraron años, me di cuenta de que una vida es igual a otra, que hay muchas cosas que se tocan y que a veces se pueden entender mejor las cosas de uno a través del relato del otro.

—¿Y qué ha pasado en el intertanto con la poesía?
—Viene y va, cada cinco años publico un libro chiquitito. La poesía funciona con la vía de las emociones y conmociones, es como un intento de poner en imágenes un terremoto emocional. Y eso yo no lo puedo forzar ni obligar.

—También tuviste un paso por el cuento, ¿dónde te sentiste más cómoda?
—En la novela, aunque el cuento es más entretenido porque es como la poesía, que vas viendo resultados inmediatos. La novela es un proceso de un par de años, donde te das vuelta con lo mismo. Es como una obsesión muy larga, y yo soy acelerada, hiperkinética, y quiero que todo sea rápido. Pero me ha enseñado que las cosas tienen un tiempo, así como un hijo tiene que esperar nueve meses y a los tres no puede nacer.

—Te lo pregunto como el psiquiatra de «Amiga mía»: ¿no te parece una manera de exponerse, un gesto un tanto autodestructivo poner a todos los personajes con sus nombres reales en esta novela?
—El psiquiatra siempre me hablaba de eso. Y dije, bueno, si yo estoy en el juego de la autobiografía, no puedo ser cobarde, tengo que ir al fondo del asunto, y el final de todo es contar la propia historia donde uno no queda bien, porque ése es el problema mayor de la autobiografía, que el que escribe trata de justificar todos sus actos. Tampoco quería irme al chancho culpándome y dándome guadañazos, sino contar una historia tal como era, como es la vida, con cosas tremendas y cosas bonitas, con cosas maravillosas y cosas horribles. Yo siempre supe, cuando leía y escribía, que el problema no eran los temas, sino cómo escribirlos.

—¿Te sentías con derecho a exponer a todas esas personas?
—En el fondo, todos saben todo, la gente más cercana y otros que ni siquiera conozco, de repente saben de mi vida más que yo misma, y lo comentan. En realidad la vida es un asunto público, no hay vida privada. Y esa cuestión se me hizo tan clara en un momento que dije en vez de que lo anden hablando por ahí, mejor lo cuento yo. Obvio. Para qué voy a esperar que otros cuenten las historias que yo viví y que ojalá muchas de ellas no me hubiera tocado vivir, mejor las cuento como yo las vi. Y si otros dicen que no fue así, está bien, porque todos sabemos que la realidad no es objetiva. Si los que quedan mal se enojan, problema de ellos. Yo podría haber contado cosas peores...

—O haber identificado al hombre que te maltrataba. ¿Por qué fue el único nombre que omitiste?
—Uf, que terrible... Porque yo lo quise mucho, hice lo posible para que todo funcionara y sé que él también quería hacerlo, pero los dos estábamos muy enfermos y yo pienso que él no se dio cuenta de la magnitud de lo que le sucedía y no quiso ir a terapia. Por qué le voy a hacer daño poniendo su nombre. Lo importante es que él sepa que no le echo la culpa de todo, creo que en la novela está claro que me hago responsable de una gran parte de la situación, de hecho, si hubiera tenido posibilidades de darme cuenta de lo que me estaba pasando habría ido antes a terapia.

—A pesar de todo, en la novela hay humor, igual que en tus poemas.
—Ah, es que el humor es mágico. El humor, la ironía, es lo máximo. Es mejor que tomarse dos Ravotril. Es sanador, es absolutamente curativo. A mí me gusta reírme de mí misma. Cuando me empiezo a poner dramática digo ya basta, no estás en la teleserie mexicana ni en la tragedia griega, así que ubícate. Y la Lila es mi copiloto en eso, yo la llamo, le empiezo a contar mis cosas y nos morimos de la risa.

—¿Tuvo que ver la edad en tu decisión de escribir este libro?

—Totalmente. Cumplí 50 años el 30 de marzo, y no podía creerlo, porque yo siempre pensé que iba a ser una abuelita con moño si es que llegaba a esa edad. Cuando era chica pensaba que el año 2000 era el límite. Desde que cumplí cuarenta tengo nítido que empezaron los descuentos. Y me metí en una onda como de vuelta a la iglesia, voy a misa, ando más tranquila. Atreverse a contar cosas tan íntimas y feroces es porque a esta edad no me importa, he visto y he sabido cosas peores todavía y si yo hubiera encontrado en algún libro o alguien me hubiera contado una historia así mientras yo estaba viviendo eso, me habría servido mucho. Una frase que nunca se me iba de la cabeza, cuando me venían los temores de estar contando algo tan personal, era describe tu aldea y describirás el mundo. Lo repetía. Y me sentía apoyada. Tolstoi me apoya. Yo tenía miedo, por las reacciones sobre todo de mi familia, y por eso no se lo mostré a mi papá, que siempre lee todo lo que escribo antes de publicarlo. Sólo Tomás y yo vimos la novela, todo lo que escribí de Tomás fue con su autorización.

—¿Sientes que le torciste la mano a la fatalidad?

—Yo creo que tengo mis ángeles protectores, que eso que nos crea nos pone a prueba y nos da la posibilidad de redimirnos, pero muchas veces no nos damos cuenta. A mí se me dio la escritura y se me dio el Tomás para que supiéramos que podía existir un mundo diferente al que pensábamos que era el destino de los poetas. Porque es entretenida la vida sin alcohol, sin tanta intensidad. Y ya llevamos 14 años juntos.

 

 

Creo que el apocalipsis ya pasó

Hubo una batalla en el cielo...
Apocalipsis, 12-7

—¿Renovamos el contrato por otros diez años?
En el cielo sin luna de las doce de la noche del tan esperado y temido 2000 estallaban cascadas verdes y amaranto. Tomás me abrazaba por los hombros y mirábamos el horizonte de nuestra ciudad natal, abandonada por ambos en distintas circunstancias hace casi treinta años, cuando el nuevo milenio era tema de ciencia ficción o de filmes anticipatorios. ¿Habrá sido una broma cuando Tomás dijo, en plena carretera desde Santiago hacia La Serena, que íbamos a ser testigos de una ópera cósmica reservada desde nuestro nacimiento? A él siempre se le ocurren ideas así, frases así. Quienes compartíamos la terraza frente al mar esperando la llegada de las doce, cruzábamos recuerdos de parientes vivos y muertos.

—Te das cuenta, primita, cómo se nos ha ido el tiempo.

Cuando Gisela me lo dijo, sentí un escalofrío y preferí que recordáramos pequeñas travesuras de infancia o de los tiempos universitarios. Siempre hemos sido muy unidas, casi hermanas, y nos ha tocado vivir situaciones difíciles que nos convirtieron en cómplices de por vida. Yo la admiro porque ella es doctora. Y ella se alegra de su prima escritora.

Tomás llegó con dos vasos de Coca-Cola. Abrazados y en silencio disfrutamos esa visión panorámica que iba desde el faro en La Serena hasta el mismo puerto de Coquimbo, donde arriban a diario los barcos de la marina mercante, cuyas banderas de distintos diseños y colores flamean con el viento gris de las mañanas serenenses.

Esperábamos las doce en la casa del tío Ariel, papá de Gisela. Más que casa era una secuencia de pisos construidos entre los cerros, respetando sus sinuosidades y vericuetos. Sin embargo, el tío Ariel no estaba. No le alcanzó el tiempo en esta vida para ver, desde sus dominios, esa costa desde donde podría surgir la Bestia. Cuantas mentes habría en todo el globo puestas en esta cuenta regresiva pensando que podría ser la última que pautaría nuestras vidas?

Pero al grito de ¡las doce! el futuro se llenaba de luces de artificio, las de siglos atrás en China, que ahora chisporroteaban alegres en las antípodas de la costa que unía a La Serena con Coquimbo, en tres puntos equidistantes, como si a la bahía de Guayacán, lugar del fin del mundo, regresaran los corsarios que hacían gritar a los aterrados colonos de la época: «¡Llegó Charqui a Coquimbo!», como les sonaba el nombre del temido Sharpe.

Las luces caían al mar y se apagaban entre las olas que se unían en una sola forma, como nuestros cuerpos, temerosos de entrar en un nuevo siglo. Estábamos juntos y un milenio extendía su oferta, como la vasta costa iluminada por estrellas y cometas, deslumbrantes e inofensivos.

—Entonces, ¿renovamos el contrato por otros diez años?
—¿Debo considerarlo una oferta de matrimonio? —pregunté.
—No es necesario que respondas. Feliz siglo XXI adelantado, porque el verdadero empieza el 2001.
—Feliz siglo XXI —repetí, pero agregué de inmediato—: ¿Además qué importa?, el próximo año celebramos de nuevo. —Y juntamos con un sonido tintineante nuestros vasos de Coca-Cola con hielo, porque ya había pasado el tiempo de las celebraciones y los excesos que nos habían vapuleado, desmintiendo el proverbio de William Blake con que justificaba el irreversible camino al despeñadero: «El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría».

Ahora, pasado el inevitable y supersticioso vértigo del fin del mundo, el único desborde que rondaba nuestros deseos era acercarnos lo más posible a esa otra forma de sabiduría que puede ser la felicidad compartida. Un siglo terminaba y otro nacía sin promesas.

—¿Sabías que el Apocalipsis fue escrito en Patmos, una isla árida de Grecia, durante el destierro de San Juan por los romanos, el año 94? —me dijo Tomás al oído.

No sé si fue una reflexión a propósito del mar que comenzaba a apagarse, mientras reaparecía una luna menguada por las luces multicolores, dibujando en el oleaje un sendero desde donde nos encontramos. Se lo iba a comentar, pero me pareció poética la evocación de Grecia y sobre todo al nombre de esa isla, Patmos, a la cual ya habría llegado el Año Nuevo que avanzaba, paso a paso, en la rotación del planeta. No era el comienzo ni el fin. A los cuarenta y cinco, con un pie en un milenio y el otro en el siguiente, haciendo equilibrio en un puente cortado, bajo el cual había corrido agua y sangre, ya nos podíamos sentir adultos, palabra de la que él había desconfiado y desconfiaría siempre. Y tal vez tuviera razón.

En fin, pensé, mientras sentía el calor de su brazo rodeándome los hombros desnudos, el tintinear apagado de los hielos deshechos en los vasos y fragmentos de conversaciones de mis primos y tíos. Creo que el apocalipsis ya pasó.

 




Teresa Calderón. Nació en La Serena, Chile, en 1955. Se tituló de profesora de Castellano en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Actualmente ejerce la docencia en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, en The Grange School y dirige talleres literarios. Entre sus libros publicados se cuentan Causas Perdidas (1984), Género Femenino (1989), Imágenes Rotas (1995), No me arrepiento de nada (1999) Aplausos para la memoria (1999), Vida de perras (Alfaguara, 2000) y Amiga mía (Alfaguara, 2003), ganadora del Premio del Consejo Nacional del Libro 2004. Ha obtenido diversas distinciones por su labor literaria, destacándose el Premio Pablo Neruda 1992 y el Primer Concurso Nacional de Poesía El Mercurio 1988, entre otros. Parte de su obra poética ha sido traducida al inglés, sueco, alemán, francés, italiano y portugués.

 
 




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Teresa Calderón: "La vida es un asunto público".
Por María Teresa Cárdenas.
Fuente: Revista de Libros de El Mercurio
Viernes 20 de mayo de 2005.