Jorge Teillier


 
 

 




EL ÁRBOL DE LA MEMORIA

Imprenta Arancibia Hnos. 1961

Premio Gabriela Mistral
Premio Municipal de Poesía



CAMINO RURAL


Solitario camino rural
a fines del verano
¿Que puedo hacer
troncos podridos sobre el charco?

Temo llegar al pueblo cuando la niebla se desprende de la tierra.
Temo llegar al pueblo porque a otro esperan allí
las mujeres que duermen en montones de heno. Para otro van a amasar pan las hermanas esta noche.
Para otro contarán historias los que encienden hogueras en los barbechos.

Aparecen lejanas luces como débiles tañidos de guitarras.
Las perdices silban
llamando a sus parejas.
El pozo se aniega de hojas de castaños.
Alguien cierra las ventanas
para no sentir el cruel olor
a glicinas de otro verano.
Salen estrellas desesperadas
como abejas que no pueden hallar el colmenar.

¡Adiós, troncos podridos sobre el charco!
Voy hacia un pueblo donde nadie me espera
por un solitario camino rural
a fines del verano.

ANDENES

Te gusta llegar a la estación
cuando el reloj de pared tictaquea,
tictaquea en la oficina del jefe-estación.
Cuando la tarde cierra sus párpados
de viajera fatigada
y los rieles ya se pierden
bajo el hollín de la oscuridad.

Te gusta quedarte en la estación desierta
cuando no puedes abolir la memoria,
como las nubes de vapor
los contornos de las locomotoras,
y te gusta ver pasar el viento
que silba como un vagabundo
aburrido de caminar sobre los rieles.

Tictaqueo del reloj. Ves de nuevo
los pueblos cuyos nombres nunca aprendiste,
el pueblo donde querías llegar
como el niño el día de su cumpleaños
y los viajes de vuelta de vacaciones
cuando eras —para los parientes que te esperaban-
sólo un alumno fracasado con olor a cerveza.

Tictaqueo del reloj. El jefe-estación
juega un solitario. El reloj sigue diciendo
que la noche es el único tren
que puede llegar a este pueblo,
y a ti te gusta estar inmóvil escuchándolo
mientras el hollín de la oscuridad
hace desaparecer los durmientes de la vía.

 

MUERTE Y RESURRECCIÓN

I


Antes que de nuevo floreciera
la sangre en la piedra de sacrificio
había un puerto de días tranquilos
como ruidos de remos en el agua.
Allí había tiempo de sobra
para escuchar horas y horas el griterío de las gaviotas,
o buscar una vertiente para beber tras las cacerías de otoño,
o dormir largas tardes escuchando entre sueños
a los pinos de cara arrugada
que enseñaban a hablar a los primeros brotes de la primavera.
Hasta que de pronto todo volvió a ser como en el principio:
sólo el frío y el chillido de un pájaro,
sólo el ruido de las olas
rompiendo un esqueleto lanzado al requerió.

Antes de que otra vez las hechiceras de la tribu
sintieran que la tierra
pedía la sangre de un inocente para calmar al océano,
en los grandes días de 1900
cuando los vapores llegaban cargados de trigo por el río:
había un pueblo rodeado de bosques en incendio,
y de sementeras que conocían sólo pasos de pies desnudos.
Pueblo de curas y de cantinas,
de pescadores con hijos hambrientos,
de muchachas rubias
rodeadas de espinos blancos a la salida de la novena
y de prostitutas sarnosas en torno a braseros.
Pueblo en donde nadie tenía sueños
y se enterraba a los muertos en un cerro lejano
pero se los sentía respirar en el polvo y el barro,
hasta que todo volvió a su comienzo:
s ólo el frío y el chillido de un pájaro,
solo las olas rompiendo un esqueleto lanzado al roquerío.

II

La tierra devuelve a las aguas
lo que les pertenece desde antes del principio de los tiempos,
y en el pueblo no queda nadie para colocar una luz en la ventana
que guíe la llegada del alba
después que el mar se retira, cumplida su faena,
dejando a la oscuridad y la muerte
dueñas de todas las calles:
la calle del molino, la calle del aserradero,
la calle del muelle, la calle de 1as carretas.
En los cerros y bosques
yerran los hombres encendiendo fogatas como los antepasados
y llamándose con nombres confusos
que nunca conocieron antes.
La hojarasca de las madres se arrastra llorosa
y los hijos sólo hallan refugio en brazos de extraños.

La locura y el miedo
tañen sus campanas entre la oscuridad y las ruinas
y les contestan los perros
que buscan inútilmente a sus amos en los matorrales y pantanos
mientras en el roquerío las olas quiebran el esqueleto
del niño que les fuera entregado.

III

Una lluviosa primavera resucita como de costumbre
hablando con las mismas hojas
que rodearon el sueño de la Bella Durmiente
y restaña las heridas de la costa,
mientras el sol despreocupado pasea en mangas de camisa
y al pie del roquerío
las algas envuelven con dulzura
el esqueleto del inocente.

En el cementerio del cerro
la primavera se detiene para que florezcan amapolas
en los párpados de los muertos.
Los martillazos y los chillidos de las tablas
anuncian que el pueblo resucita
como el vaso quebrado en el cual pondremos las mismas luciérnagas
que los abuelos persiguieron en una primavera de 1900.

El pueblo nace de nuevo
de manos de los rústicos que fueron amenazados de fusilamiento
si reclamaban el pan que les pertenecía;
nace de nuevo de manos de aquellos
a quienes los poderosos condenan a pudrirse
como los jergones de paja en las cárceles.
Y la primavera que recorre las playas abandonadas
hace callar al oleaje
y escucha los lejanos cánticos de resurrección.

Puerto Saavedra, 1960

 




 

 

 
 

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