Settembrini, con los ojos encendidos y la voz vibrante, exclamó:
—«¡La razón, señor Naphta, la razón y la libertad son las únicas defensas contra el abismo! Su discurso, con su culto al poder y al terror, no es más que una apología de la tiranía. La humanidad ha derramado sangre para liberarse de los yugos que usted pretende restaurar. ¡Eso es un ultraje al espíritu, un abuso contra el progreso!»
Naphta, con una sonrisa helada y los ojos brillantes tras sus lentes, respondió:
—«Su libertad, señor Settembrini, no es más que una quimera burguesa, un disfraz para el caos y la decadencia. La humanidad no desea su democracia débil, sino un orden firme, una disciplina que trascienda los deseos egoístas. El terror, sí, el terror sagrado, es el único medio para someter a las masas al designio superior. Sin él, el mundo cae en la anarquía que usted, con su optimismo ciego, se niega a ver.»
Hans Castorp, sentado entre ambos, sentía el aire cargado de una tensión casi palpable. Las palabras de Naphta, con su defensa del poder absoluto, le provocaban un estremecimiento, pero también una fascinación inquietante. Settembrini, por su parte, parecía encarnar una esperanza frágil, pero esencial.
—«¿Y quién impone ese designio superior, señor Naphta?» —replicó Settembrini, con un sarcasmo cortante—. «¿Usted? ¿Una élite de iluminados? ¿O los poderosos que, en nombre de su ‘orden divino’, aplastan a los débiles? La historia está repleta de esos abusos, de tiranos que justifican su crueldad con grandes palabras. Su visión no lleva al orden, sino a la guerra, al sacrificio de millones en el altar de sus delirios.»
Naphta, imperturbable, respondió con voz baja pero afilada:
—«La guerra, señor Settembrini, es a veces el crisol donde se purifica la humanidad. No es el fin, sino el medio. Los débiles sucumben, los fuertes prevalecen, y así se renueva el mundo. Su pacifismo es una cobardía disfrazada de virtud. Los poderosos, a los que usted desprecia, son los instrumentos de una voluntad superior, aunque su mente racionalista no lo comprenda.»
El debate se intensificó, con Settembrini defendiendo la dignidad del individuo y Naphta exaltando la sumisión colectiva como única salvación. Hans, atrapado en el torbellino de sus argumentos, percibía un abismo que no solo separaba a dos hombres, sino a toda una civilización al borde del colapso. Las palabras resonaban como un presagio de catástrofe, como si el mundo entero estuviera a punto de deslizarse hacia un conflicto inevitable.

