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Tomás Manuel Fábrega | Autores |













Tomás Manuel Fábrega: el niño que camina.
Presentación en el lanzamiento  de Las primeras avenidasRil Editores


Por Ricardo M. Soto Rojas
Profesor de Lengua y Literatura


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“Un niño amanece y mira un horizonte de cumbres. Un niño es ataviado y preparado para un largo viaje de 2.800 kilómetros. Lo acompañan sabios amautas y el Villaq Uma; sacerdotes, astrónomos y llameros; acllas, ñustas princesas lo acompañan. Un niño viaja en su litera: portadores lo llevan; con prendas de mullu—spondilus, con brazalete, pequeño llamo de oro y plumas viaja. Por el Qhapaq Ñan, por el Camino Principal del Inka lo llevan. Atraviesan verdes y perfumados valles, mastican coca y se encumbran por entre nevados e imponentes cerros; ardientes desiertos cruzan. Sortean vientos, arenales, nieves, gélidas noches. Ruegan a los apus por la buena marcha; levantan apachetas para agradecer el buen rumbo sur, hacia el Qollasuyu. Arriban al Maipo, al Mapocho arriban. En lo alto, el gran Kuntur llama. Ascienden a las altas cordilleras sobre el valle de Quilicanta y Michimalonco. El rostro de Wiracocha espera, el gran cerro los recibe. Un niño —Cauri Pacsa es su nombre— se duerme en su cumbre; a 5.400 metros duerme: es el mensajero enviado a los apus; es el ruego hecho Niño—Hijo del Sol; es la eternidad de los tiempos hecha piedra, río; hecha ciudad, cancha, templo, calles, observatorio: Sol y Luna del valle.

Cinco siglos después los arrieros suben, los arrieros lo encuentran; los arrieros lo bajan de su altar y al valle lo regresan. Cauri Pacsa es su nombre y a Santiago cuida ahora desde la gran casona de Quinta Normal.”

Como el niño peregrino y cusqueño, Tomás Manuel Fábrega es un nuevo mensajero, uno que trae palabra antigua en voz de infante. Su voz poética —el nuevo ruego— aboga por el mito de la ciudad perdida, por sus calles doblegadas a la modernidad y, como Tupac Amaru, desmembrada. Se llora por el paisaje sagrado —sus primeras avenidas— raptado por “los cánticos de balas contra balas” (BALACERA DE TARDENOCHE, pág. 17); se duele por los canillitas y suplementeros idos, por los chiflados y charlatanes: “los fantasmas de nuestra ciudad (…) los guardianes del cielo santiaguino” (VENGADORES CITADINOS pág. 35). El canto de Fábrega parece soñar el recuerdo de las esquinas, de La Cañada y del circo de “Las águilas humanas” en el Caupolicán;  quiere cruzar los siglos de existencia de sus habitantes. Pero el susurro tenaz y atemporal del poeta es también el presente del mito, la visión nocturna de sus muertos, la evocación esperanzada de “¡enfrentar las desgracias en la dicha de ser acompañados!” (VENGADORES CITADINOS pág. 36).

Nada de lo dicho es fruto de la nostalgia trasnochada de la ciudad pasada, sino del rescate de sus calles antes polvorientas y de sus vidas ayer bien gastadas. Es el recuerdo del futuro en que “la última gota de nieve cordillerana vencerá a los rascacielos” (HOGARES ANTE EL DESTINO pág. 73).

Y el profesor no puede sino ver al niño, al adolescente turbulento que nacía al mundo buscando no sabía bien qué. El joven que hoy nos acerca estos versos será siempre el niño que empieza a andar y que hoy callejea su ciudad; el que vuelve a peregrinar el mito —quizá el cosmogónico— de la urbe; que nos recuerda el sueño y que se detiene frente al árbol, el Peumo siempre mutilado del Mapocho actual. Y quizás en ese dolor, en esa hermandad de la floresta esté no solo la remembranza. La memoria es por sobre todo presente. Todo cuanto hacemos hoy no es posible sin ayer, sin memoria. Como claves de cuentas, como discos duros de computadoras o como la nube informática donde almacenamos nuestros documentos, videos y fotografías, la memoria nos permite acceder a los requerimientos de hoy: con ellos trabajamos a diario, con ellos funcionamos y vivimos. Así con la ciudad, así con sus calles, sus plazas, oficinas y arrabales, el almacén de la esquina y sus escuelas. El profesor recuerda al niño; al niño, no al hombre.

Como Jorge Teillier se quedaba a ver los trenes que partían bajo la lluvia, el niño Tomás permanecía oculto en esa “ciudad desierta”. Escribía sus primeros versos —sus propias primeras avenidas— en la sala de clases. Hablaba de poesía y preguntaba por el sur. Crecía y sufría en cuerpo y espíritu. Leyó a Yazunari Kawabata y a Francis Scott Fitzgerald; a Jorge Teillier, César Vallejo y a Gonzalo Rojas. Pero los pasillos de su colegio no eran las calles de su ciudad ni de ninguna ciudad. Por eso salió al mundo a descubrirlo de madrugada no sin antes anunciar sus pasos. El Sol de Fábrega ya despuntaba sus primeros rayos en la clase de Literatura Comparada y sus compañeros de aula —el Coloro, el Guti— supieron de ellos en las casuales —y no tan casuales— lecturas poéticas que se hicieron en ese mítico segundo piso de la Biblioteca, hoy mutado en oficinas de la tecnocracia educativa.

Y es curioso que el niño—poeta haya escogido este lugar emblemático para andar y ofrendar sus versos. No es tan solo la historia reciente de libaciones y cantos, celebraciones y llantos de la vida urbana la que palpita bajo este suelo. Caminar y detenerse en esta arteria es una aparición: San Diego es la ruta del Qhapaq Ñan, el Principal Camino Inka que, venido del norte —Independencia, Bandera—, cruzaba por este trazado con rumbo sur. Y los caminos convocan, los caminos congregan, vinculan a los pueblos, enlazan las culturas; atraen a los comerciantes, promueven las tertulias, invitan a los soñadores. No es accidental estar aquí hoy. En palabras de Aída Bahr, “La piel tiene memoria”, “Recordar no es saber qué sucedió”: la memoria es volver a hacer, volver a sentir el mismo sentimiento que dio la vida. ¿Cuántos anduvieron estos caminos? ¿Cuántos soñaron estos sueños, escribieron estos versos, vendieron sus tejidos y sus cerámicos en este mismo suelo antes que tú, Tomás?

No deben ahora extrañar, entonces, estas andanzas, estas apariciones citadinas, estas acequias ni estos panaderos repartiendo las marraquetas en sus triciclos. No deben admirar los recuerdos de la ciudad perdida y desmembrada a partir de sus primeras avenidas, de sus antiguas lluvias (“¿Qué es la lluvia sino una canción para los niños?”). ¿Qué hacer entonces con estos poemas? Caminarlos. Andarlos con pasos lentos y ojos atentos, dispuestos a la humanidad y al sufrimiento de sus habitantes.  De algún modo, los versos de Fábrega nos vuelven chiquillos descubriendo calles otra vez. El niño de ayer, el de siempre; el que viajó desde el Cusco y ascendió hasta El Plomo sigue hablando en su lenguaje de viento y soledades. Tomás entiende ese dialecto, lo trae a sus páginas y lo troca en verso, lo vuelve mito en la memoria. La ciudad de Cauri Pacsa es la ciudad de Tomás, el niño que camina.

 

 

 

Durante la Presentación del libro
Bar Las Tejas, Santiago – 9 de agosto 2022


 

 

 



 

 

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