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De Ático (Editorial Cuarto Propio, 2007)

Úrsula Starke

 

DISCURSO I

Eres la niña de los nichos, cambias sangre de tu sangre, ensucias el lugar que tienes en la mesa, arrastras tu orina de la pieza al pasillo y lloriqueas bajito en la esquina grasienta de la cocina. Eres la vieja del cigarro chupado, la gallina hueca, la ruina familiar, la maldición del tatarabuelo, que obligó al cura santiguar el féretro materno con ortigas, porque los brujos habían corrompido su descendencia femenina de vírgenes locas, viudas secas, hijas enfermas. Escuchas el griterío de las arañas, no tocas la fragancia de los claveles, no caminas como cisne afeminado. Eres hielo dentro y dentro, feosa para los padres, que no alcanzan a olfatear la magulladura todavía húmeda que te hicieron sobre la razón y no cumplen su deber genético para merodear tu cabeza como tiuques tardecinos. Avanza la noche con su coreografía patética y tu ahondas en el excremento de la conciencia en desesperada búsqueda de la lucidez que extraviaste, ese bello equilibrio que te conducía al castillo de la vergüenza. Pero ya sabes que tu organismo esta deteriorado, que un gusano de seda se te metió por la oreja y elabora sus tristezas sobre la neurología retrasada de tu nacimiento. Yo sé que me equivoco, pero estás tan sola, tan sola, tan sola.

DISCURSO II

Una en mí maté
Yo no la amaba


Gabriela Mistral

Tengo el sexo abrumado, me falta un brazo en la conciencia, la danza lúgubre de la demencia esconde su pelusa dentro de mi ojo, enfría la saliva hasta el témpano. No soy la fémina de meneo azucarado, tengo el llanto de hombre bajo los pelos, ando tenébrica y fea entre el gentío de bocas secas, me sobran metáforas cadavéricas cuando lavo mis dientes. No soy la hembra fecunda, mi útero quebradizo alberga el tejido mohoso de las arañas, me sale en medio de las piernas un tulipán de estiércol. Se me resbala el perfume de la oreja, los cabellos fermentan caramelo en mi cráneo, las uñas me germinan como alquitrán y no puedo hacer espejos. Y, cuando nací, todos coronaron mi nombre de rocío, me vistieron de princesita sempiterna, labraron en mi pecho las velas católicas de Jesucristo. Era una muñeca de porcelana rellena de rosas secas. Ellos, todos, todos ellos, pensaron que cruzaría el océano en su barquito de papel lustre para ser la dama de sus cuentos de hadas, pero yo nunca creí en sus cuentos de hadas, sabía desde el vientre que traía un pedazo podrido de alma en las venas, sabía que andaría mortecina por las acequias del barrio, que comería hongos azules en invierno y escribiría poemas turbios cuando nadie me viera. No fui la niña de seda, no soy la niña de seda y me duelen estos versos de tanto no ser mujer.

DISCURSO V

Hay un sol inconsciente y frágil que crece como hongo en mi pie las aves no soportan el olor de mis ojos ellas vuelan sin pudor y son maravillosas son serpentinas entre el invierno y el invierno se va agrietando en la estructura del tiempo la vejez es un estado constante de tristeza es el presente que llevo inconcluso en las rodillas soy una vieja esperanza de cristal roto una vieja sola y hedionda odio los temblores matutinos y tanta droga me bombea vida y no hay otra solución que morirme hasta morir con ellas en mi velador.

DISCURSO X

El terremoto de lejanas metrallas interrumpe la clemencia nocturna, obliga a la vigilia y otra vez recuerdo que no tengo recuerdo de la muerte en fusil que arrastró por los barrancos hipócritas de injusticia las voces utópicas de los asesinados. Pero este terremoto de metrallas que interrumpe la clemencia nocturna, traspasa mi idónea percepción del sueño y estoy nuevamente encerrada en el ático de la demencia, erosionada a destajo por los motivos de esta enfermedad de atardeceres. Entonces pienso, que las perlas químicas que trago para no morir no sirven para salvarme de este socavón dentado que absorbe mi aborto tardío, cuando debería estar saludando los manoseos de la juventud que no tengo. El terremoto de metrallas interrumpe la clemencia nocturna y no determino un nexo entre morir matado y morir ya muerto.

DISCURSO XI

No es esta subterránea agonía, es el efecto de las lumínicas de los autos sobre el vidrio. Tengo una arcada de sufrimiento en el pecho y el anochecer peregrino no ayuda al anticolapso de mi rabia. El ojo rojo del cronómetro marca las siete cuatro minutos y la oscuridad de fosa común orienta mis inclinaciones suicidas hacia el océano terrorífico que me llega. No voy a morir ultrajada por almejas y huiros, mi muerte no se parece a las inmolaciones profanas. Soy católica de nombre y encomendaré mi sangre momentánea a los cristos del infierno. Será mi devota manera de agradecer la tirantez de los neurotransmisores pacatos con los que Dios me inventó. Su imagen su semejanza. La travesía nocturna dentro de este nicho de ruedas despierta en mi talante dulcineo un aura somnolienta de pánico y desgracia. Mañana estará nublado. Las gaviotas treparán los sortilegios del agua, confundirán el mar con la penumbra de los nubarrones, se comerán unas a otras en el caos otoñal. El marítimo encuentro espero. Lo macabro de su interminable bamboleo de olas es el castigo divino para sentirnos infames y terminables. Él quiso el estertor de aguas profundas para acabar con el sosiego comprimido de quienes traemos una vela de cementerio en la membrana coronaria, para quienes salpicamos verbos diabólicos mientras nos acurrucamos en la hipotérmica del catre. Soy un suspiro de este linaje nocivo, todavía canto el rosario todas las noches para pedir que mañana no me asusten las golondrinas y mis hermanos encuentran la vaca con leche tibia.
Cuarenta cabezas vacías en este carruaje, la noche trafica muerte. Pero hoy no, hoy llegaré al paisaje tardío de Valparaíso, para esperar a un jilguero de mazapán durmiendo sobre mi almohada.

LAMENTO III

Porque el amor inyectado a la vena gravita en mi cerebro como espasmo de felicidad, no quiero morirme aún, Señor, quiero fascinarme más, quebrarme y resbalar como azucena desquiciada. En esta dulzura de verano suicida, Señor, la melancolía es un enjambre de tosco brillo. Y él aparece como ataque epiléptico de pesadumbre y hartazgo, un angelito decaído que sobre habita en la antagonía de mi presencia aborrecida por las hermanas sectarias, puteada y humillada por meretrices al estilo magdalénico. Me pongo como rosa en agosto y estudio con precaución los movimientos de la lluvia desde que cae hasta que cae. El clásico aparataje de la lluvia es lo que duele de ella. Ella no muere, es constante figura de lo eterno, periódico y horrible. No quiero morirme aún, Señor, debo volver a sus andenes, desprotejida y llorosa, enfriándome el cuello con sus labios de otras épocas que acorralan mi figura bucólica para mantenerme en la blanquecina ignorancia del jadeo, como si fuese yo una figurita de cristal carnoso. Así me ama, Señor, así me enseña el candor de los faroles veraniegos, así limpia su bitácora de crímenes para impregnarse de mi tormento como fraile sometido. Las fotos de años lejanos me viven como nunca, como ya no son. Cumplo mis deberes poéticos y digo.

LAMENTO V

Martirio de Santa Ágata y su lecho maligno

Siglos ha de ese infierno, la vena sangra sin costra, el sol permanece en el vacío de dos ojos muertos, la cruz sepulta el gimoteo anglosajón de la euforia mística y Santa Ágata, virgen de calaveras y demonios, no encuentra sus pechos arrancados tenaza por tenaza, mientras brota de su columna un hierro hirviente, estatuaria infantil de la marca infantil de su permanencia. Cobijada de Cristo en el torreón vidrioso, tiene el hambre de los perros con sarna, arrastra su figurita de niña por los suelos pétreos, como enredadera vertiginosa de carne al aire, cierra sus piernas y su lamento para el Dios incorpóreo que la ha tocado. Mil quinientas cortesanas la restriegan por el sexo impuro de los paganos, obedecen la orden de castigo lujurioso al que ha sido condenada la pálida Ágata por no abandonar el sustento de los apóstoles. Yo soy cristiana, dice la bella, yo soy enferma de la luz del resucitado, mi alma no posee otra vertiente que la vida eterna. Pueden robarme los senos, pueden destruir la tela diáfana de mi vagina, pueden escupirme el cabello con becerros dorados y pedacitos de uva, pueden construirme un lecho de espigas de cristal para elevar mi espíritu como golondrina de hielo rojo, pero no cortarán la raíz primordial de mi devotismo purpúreo, porque los ángeles no trafican con sus alucinaciones pecadoras, mi Dios no engendra la serpiente pútrida de la envidia sectaria, del machismo ególatra, de la fobia creativa, del minimalismo mental, de la incapacidad faliforme, de la protuberancia alcohólica, del vómito politizado, del beso iscariótico, de la sensiblería literaria, del eufemismo asexuado, del amorío adúltero, de la depresión crónica. Yo soy Ágata, Santa Ilustre de mi convicción y no beberé el semen de su idealismo fracturado.

Los violadores escuchan el canto délfico de la niña cristiana y sus estómagos regurgitan el poderío bacanal de su religión perecedera. Santa Ágata encomienda el dolor corporal a su única evidencia, sin derramar lágrima por su tortura decapitada. La bella virgen sin pechos anuncia la venida de su salvador y los siglos confirman su desdichada certeza.

LAMENTO VIII

Desarmo esta prosa de andamiaje precario y encuentro la falta absoluta del picoteo sustentable. He escrito unos cánticos de feria libre, templados en el emprendimiento, pero sórdidos e inconsecuentes en su tuétano, un esqueleto poroso de otros libros, plagio tremendista de quienes supieron estructurar la desgracia.

Pero no tengo miedo de la factible caducidad de estas hojas. Ya se dispersaron en la abulia sangrona de mi cortejo verborreico, ya se multiplicaron sus palabrones en la escasa liturgia de mi discreta posición artesanal, ya no importa el enigma artificial del sustantivo penoso, del adjetivo pustuliento, de anáforas y sincretismos fuleros, porque me vengo hasta aquí, hasta esta lumbre de trucos gramaticales para relacionar la poesía tangible con estos infames coloquios de indigente subterránea, repleta de modismos ampulosos y adverbios de peste corriente. Es lo único que aprendí de esta patria. Mi escritura es el poder genotípico con el cual me iré a la tumba, gruesa y sonrojada, pues mi vida momentánea circula en la tristeza de nacer bajo la lluvia poética, principio y fin de mi amargo pulso vital.

Confesar a esta hora los pecados íntimos de mi tragedia, sería cortar las raíces de esta penumbra lírica, sería encarar a las momias familiares de punta en negro, vistiendo la sotana de chica obsesa y clínica que oculta el verdadero croar de ranita imbécil que tanto he querido plastificar para embellecerme en suicidios y ansiedades. Es por esta vergüenza de lazarilla ciega que no deseo confesar a esta hora mi ciclo menstrual de engaños.

Porque hubo una vez una mantenida, una achocolatada virgencita de voz quejumbrosa, una infeliz fumadora de robos paternos -aunque fue su sangre rucia la que me contagió el vicio- que no sabía escribir cartas navideñas, que no soportaba horas laborales, que no terminaba sus combates básicos, porque había sido parida en un hospital oscuro, con la cobardía de los zorzales cuando ejecutan sus asesinatos primaverales. Esa mantenida, esa inútil de puño y letra, soy yo con insignia y código, pues nadie puede confundir mi sopor artístico con el tedio de las doncellas sistemáticas, porque ya he pactado las reglas subestimadas del oficio nulo y melodramático de la poesía, aunque todavía no logre darle metáfora a la metáfora. Desarmo esta prosa de andamiaje precario, guardo mi identidad de polilla en el cofre que me regaló mi hermano, para que el resto siga creyendo que camino sobre el agua, que represento en cuerpo vivo la encarnación de la diva dantesca, para que vean en esta cortísima estatura, los deseos húmedos de su inspiración gótica y siga yo espolvoreando purpurina sobre el vidrio sucio de la leva literaria.

 

 

 

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De Ático (Editorial Cuarto Propio, 2007).
Poesía de Úrsula Starke