César Vallejo

 

 

César Vallejo:
Me Moriré en París




En un poema premonitorio de su muerte, César Vallejo nos revela el más completo desamparo, a través de un lenguaje conmovedoramente infantil y mestizo.

por Ignacio Valente

Contemporáneo de Gabriela Mistral, pero mucho más adentrado que ella en las vanguardias, César Vallejo (1892-1938) es mestizo, hijo de padre galaico y de madre chimú, condición en la cual muchos han visto una clave importante de su vida y obra. Fugitivo de la sangre, este hombre errante y dividido no encontrará su identidad tan buscada, su perdido paraíso andino, ni en la Lima hostil ni en el París cosmopolita. Ni deprecatorio como la Mistral, ni lúdico como Huidobro, ni telúrico como Neruda, su tono dominante será una desgarradora ternura casi infantil, en la cual su herencia quechua pone un sello indeleble y característico.

Desde 1923, Vallejo comparte en París los inicios de las vanguardias. Tras un comienzo vagamente modernista, se le relaciona - sin mucha precisión- con el simbolismo, el dadá, el ultraísmo, el expresionismo... Pero las formas vanguardistas son más bien, en su caso, el mero cauce de una enorme fuerza subterránea de humanidad, dolor y compasión, que hace saltar las estructuras del idioma, sobrepasa la sintaxis y aun la ortografía convencional, y se desborda en la invención de neologismos. Su sintaxis retorcida y su imprevisible adjetivación, por ejemplo, son mucho menos una voluntad experimental que la contorsión espontánea impresa por el sufrimiento (o, a ratos, por la alegría) a su lenguaje: Amadas sean las orejas sánchez.../ Amado sea aquel que tiene chinches,/ el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas.../ ¡Ay de tanto! ¡Ay de tan poco! ¡Ay de ellos!

Lo que García Lorca dijo de Neruda se aplica con mucho más propiedad a Vallejo: "El tono descarado del gran idioma español de los americanos, tan ligado con la fuente de nuestros clásicos..., pero que no tiene vergüenza de romper moldes y se pone a llorar de pronto en mitad de la calle".

Transcribiré algunos versos de un poema que junta bien las dos sangres, culturas y sensibilidades de Vallejo:

Siento a Dios que camina

tan en mí, con la tarde y con el mar.

Con él nos vamos juntos.
Anochece.

Con él anochecemos, Orfandad.

Pero yo siento a Dios. Y
hasta parece

que él me dicta no sé qué
buen color.

Como un hospitalario, es
bueno y triste;

mustia un dulce desdén de
enamorado:

debe dolerle mucho el corazón.

El poema se inicia en situación: que un hombre, caminando por la tarde junto al mar, sienta una profunda experiencia religiosa, es una situación previa, una materia prima para la poesía. La primera gran intuición poética de este texto es la interiorización sintáctica de Dios, en su casi identidad con el caminante, que se expresa mediante el cambio de sujeto: ¡Dios camina, es Dios quien camina junto al mar! Lo hace, por supuesto, tan en mí: excelente combinación del adverbio de encarecimiento con el complemento ablativo, que recuerda a San Agustín: "Dios es más íntimo a mí que yo mismo". Ahora son ambos, Dios y él, como uno solo: un solo sujeto plural del verbo vamos. Y si ya anochece, entonces anochecemos, en una suerte de común... ¡orfandad!

La experiencia se reitera - Pero yo siento a Dios...- a la luz de una cierta bondad divina, que no es el Bien Infinito, sino una tierna y doliente versión antropomórfica: en esa unidad mística de Dios y hombre, es el hombre quien humaniza a Dios: Dios - cuyo pronombre es, decidoramente, él, sin mayúscula- le dicta no sé qué buen color, una pequeña e incierta cosa humana de benignidad a escala nuestra. Este clima alcanza su perfección con la metáfora del hospitalario, conmovedora y tan precisa: es difícil que otro oficio humano sea tan expresivo de la intuición poética central: ¡Dios, un hospitalario que es bueno y triste! A partir de esta imagen, todos los nombres y atributos de Dios son posibles: a Dios puede dolerle mucho el corazón, como a cualquier enamorado no del todo correspondido. El pobre Dios ama tanto, sufre tanto, jamás sonríe... Y el hablante en primera persona, lejos de amarlo menos o menospreciarlo, por éste su antropomorfismo lo adora más, según la estrofa que sigue: Yo te consagro, Dios, porque amas tanto...

En estos versos de melancólica intensidad, lo que conmueve es el despojo del Dios Infinito, que cobra, en forma de pura y casi desamparada ternura, las dimensiones del hombre que lo siente, de su alma crepuscular, de la tarde, del mundo. Dios camina, Dios anochece, Dios mismo está un poco huérfano. Este contraste entre la inmensidad divina y la humildad doméstica de los sentimientos y actos que se le atribuyen, en imágenes simples e inapelables, es la tremenda fuerza del poema Dios. ¿Qué hay detrás de tal contraste, o incluso inversión. Ellos no serían posibles sin el misterio cristiano: la Encarnación divina, Dios incorporado al mundo pecador; los dolores del corazón de Cristo, ese enamorado doliente de la cruz. El mestizo sabe bien su catecismo. Pero la religiosidad indígena, con su sentido antropomórfico de lo sagrado, ha puesto también su parte fundamental en esta síntesis. Y aquel carácter humano que se proyecta en el Dios cristiano es justamente la afectividad del indio, su pesimismo, su sentido fatalista, su pena taciturna, su buen corazón...

El soneto de la muerte

En el célebre soneto titulado "Piedra negra sobre una piedra blanca", la muerte anticipada no nos habla de la fugacidad de lo terreno de cara a Dios, como en Manrique, ni de la puerta luminosa del paraíso, como en Aldana, ni del amor inmortal que la sobrevive, como en Quevedo. Esta muerte carece de horizonte teologal; es sentida con suma tristeza y desolación, por una parte, aunque, por otra, sin concesión existencial alguna a la nada. Quien habla no es un místico español, pero tampoco - menos aún- un pensador alemán: habla un niño grande y mestizo con el decir de la infancia, con su expresión primordial e incorrecta, con su virginidad histórica, con su inocencia. Es con voz de niño castigado que el poeta anunciará, en profético impulso, su propia muerte:

Me moriré en París con
aguacero,

un día del cual tengo ya
el recuerdo.

Me moriré en París - y no
me corro-

tal vez un jueves, como
es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy,
jueves, que proso

estos versos, los húmeros
me he puesto

a la mala y, jamás como
hoy, me he vuelto,

con todo mi camino, a ver-
me solo.

César Vallejo ha muerto,
le pegaban

todos sin que él les haga
nada;

le daban duro con un palo
y duro

también con una soga; son
testigos

los días jueves y los hue-
sos húmeros,

la soledad, la lluvia,
los caminos...

Los endecasílabos de este soneto son muy flexibles: el poeta ha preferido la soltura a la tersura, la libertad a la eufonía, si bien se trata siempre de lo mismo: ajuste de sonido y sentido, siendo posible que el sentido - como en este caso- pida un sonido más suelto y conversacional que pulcro o perfecto en sí. Nada hay en poesía perfecto en sí, sino en relación a. La leve rima asonante es también heterodoxa: AABB BAAB CCD EDE. La articulación conceptual del soneto, en cambio, es muy precisa: el primer cuarteto anticipa la muerte del sujeto, con sus circunstancias, y el segundo entrega la razón de estas últimas, o mejor, de su conocimiento anticipado: la soledad. Los tercetos son muy distintos: se inician con un cambio de voz en relación a los cuartetos - de la primera persona a la tercera, logradísimo- , y la nueva voz transforma la muerte anticipada en muerte ya cumplida (y cualificada: la agresión del mundo).

Me moriré en París con aguacero... Hay aquí una nota inicial de fatalismo indígena, potenciada por la tristeza del día lluvioso en que llegará la muerte. Aquello que desconcierta y atrae en este primer verso es su asertividad rotunda sobre el futuro, su seguridad profética. Hoy los morir en han cundido en la literatura (en Moscú, en Berlín, en la Antártica), pero el de este verso suena a nuevo e inaugural. Moriré, añade, un día del cual tengo ya el recuerdo. Es un verso magnífico, que da comienzo al deslizamiento cronológico de la muerte como eje del poema: del futuro inicial (moriré) se pasa, mediante la recapitulación de la vida entera (me he vuelto / con todo mi camino - transcurrido- ) al presente, y luego al pasado (César Vallejo ha muerto). Por eso el hablante tiene ya el recuerdo de su muerte futura. Las últimas décadas, con sus juegos cronológicos a lo H. G. Wells, sus futurologías y sus trucos de película hecha en EE.UU., han banalizado este tipo de expresión (recuerdos del futuro, hacer memoria del porvenir), expresión que en el poema luce aún virginal e inédita: un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París - y no me corro- / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño. Las seis primeras sílabas del tercer verso repiten las seis primeras del inicial; la reiteración de ese virtual heptasílabo refuerza el hecho, y la duplicación de París agrega certeza al anticipo. Aquella ciudad puede ser la capital de las vanguardias, un buen centro laboral o lo que sea, pero al mismo tiempo es, para Vallejo, el destierro: morirá, pues, en el extrañamiento... y no me corro. Se corre uno cuando se avergüenza en grado extremo, cosa que aquí se niega a propósito de la muerte futura; ¡somos mortales, caramba! La muerte vendrá un jueves, como es hoy: hoy es el elemento unitivo del entonces y del ahora, del futuro y del presente, cuya relación dominará todo el segundo cuarteto.

¿Por qué jueves? Se diría que es el día más indeterminado, el día cualquiera de la semana, un día metido en la selva de los días. Ni sábado ni domingo, ni - por su proximidad- viernes ni lunes servirían igual para este propósito. El miércoles no cuadra por razones métricas, ni por el énfasis que le otorga su acento esdrújulo, ni por su extensión. Entre martes y jueves, este último - por motivos de intuición, difíciles de razonar- parece mejor: más definido. El hombre que fue jueves (Chesterton, 1908). Ese día hace de hilo cronológico del poema; aparece cuatro veces: tal vez un jueves; Jueves será, porque hoy, jueves, que proso; son testigos / los días jueves... Y jueves de otoño: la estación en que todo muere. En el invierno, todo está muerto; el morir mismo pertenece al otoño, anunciador de la tristeza que se viene encima en la siguiente estrofa.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso... Este endecasílabo es extraordinariamente complejo, articulado, dinámico, a la vez orgánico y coloquial. Aquí del futuro pasamos al presente, camino de ese terrible pasado (César Vallejo ha muerto...). Mientras tanto - en el hoy- el sujeto "prosa / estos versos". Es un buen contraste: los versos no se prosan, se prosa la prosa. Además, y, sobre todo, el verbo "prosar" no existe, es uno de tantos neologismos inventados por Vallejo, quien tiene algo de Humpty Dumpty, porque también tiene algo de Lewis Carroll. Hoy, que proso / estos versos, los húmeros me he puesto / a la mala... Obsérvense en esta estrofa los dos encabalgamientos seguidos, que concuerdan con su significado de desajuste vital: que proso / estos versos y los húmeros me he puesto / a la mala. ¿Ponerse los huesos húmeros? Este hallazgo es típico de Vallejo, que abundó en una auténtica anatomía poética ("mis ventanillas / nasales, funerales, temporales"; "se estremeció la incógnita en mi amígdala"; "desde la ingle pública"... Con estas piezas, el lado infantil de su fantasía se entretiene a veces en el hombre como un ser doméstico armable y desarmable. De allí que se ponga los húmeros, y a la mala: esta expresión adverbial coloquial expresa bien el sentimiento de que la vida no calza, o de que el hombre no encaja bien consigo, ni con la vida, ni con el mundo.

En tal estado de desajuste, jamás, como hoy, me he vuelto, / con todo mi camino, a verme solo. Nunca antes había hecho tal retrospectiva de su vida, y con un resultado tan mísero: la soledad, que es el sentimiento dominante del poema, el que anticipa la muerte: muerte que él experimenta en la forma presente del desamparo, y de súbito, en este proceso, la encuentra ya consumada: murió. César Vallejo ha muerto, le pegaban... Hay aquí, en el salto de cuartetos a tercetos, dos pasos simultáneos y del todo concordantes: la muerte ya no anticipada en el futuro sino ocurrida en el pasado, y el paralelo e indispensable cambio de perspectiva, de voz, de punto de vista: de la primera persona personal (Me moriré...) a una tercera que habla de la primera desde fuera (ha muerto...).

¿Cómo es esta nueva tercera persona de los tercetos, que nos notifica la muerte del hablante de los cuartetos, y con su propio nombre: César Vallejo? Por de pronto, es una típica fantasía infantil la de imaginar la propia muerte como un alegato y queja hacia el mundo cruel, que nos maltrató y nos echará de menos, pero demasiado tarde: a lo Tom Sawyer, valga la comparación. También es propio de esa perspectiva seguirse mirando a sí mismo - muerto ya- pero desde fuera. En seguida, ¿a quién pegan? Al niño, al indiecillo: le pegaban / todos sin que él les haga nada... El íntegro lenguaje del terceto es infantil, y lo es de modo especial la no concordancia de los verbos: la sintaxis correcta pide el "le pegaban / todos sin que él les hiciera nada"; pero no: no es "hiciera", es les haga nada. Así habla un niño mestizo, que no domina los tiempos verbales castellanos. En la misma línea, se notará que éste es el único verso no endecasílabo del poema; ni siquiera es un verso métrico; es un decir áspero y desaliñado, porque ni el niño ni el indio hablan en endecasílabos de Petrarca o Quevedo. Si en nuestros análisis anteriores emparentamos el sentido del verso con su eufonía métrica, ahora ocurre lo contrario... pero lo mismo: la concordancia se da entre un sentido infantil y un sonido quebrado, y algo análogo sucederá cada vez más con el verso libre de las vanguardias.

A Vallejo le daban duro con un palo y duro / también con una soga... Otra vez el pequeño se está complaciendo en sus quejas, con un poquillo de masoquismo infantil. La duplicación de duro (con palo y con soga) es estupenda, sobre todo a causa del encabalgamiento: y duro / también con... Por último, vienen los testimonios: son testigos / los días jueves y los huesos húmeros, / la soledad, la lluvia, los caminos... A primera vista, este recurso parece ser la llamada enumeración caótica tan frecuente en las vanguardias, pero no: es la enumeración sintética de todas las claves anteriores del poema: jueves, húmeros, aguacero, caminos, soledad. Este es el cuarto jueves del texto; los húmeros son los terceros; la lluvia y los caminos son los segundos, y la soledad es la situación básica del poema, que concluye así con su broche apropiado, con su clausura indispensable. La carga máxima de sentimiento - desamparo y ternura, melancolía y muerte- ha encontrado su lenguaje justo e "idéntico" en las modulaciones vivas de un habla coloquial como de niño mestizo, como de hombre andino en su destierro europeo. Conmovedor como pocos es este gran poema en el contexto de la poesía española e hispanoamericana.


El Mercurio, Enero 2001

 

 

 

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