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Luis Fernando Veríssimo

Cuentos


Traducción de Paula Vera

 


La Nariz

Era un dentista, respetadísimo. Con sus cuarenta y pocos años, una hija casi en la universidad. Un hombre serio, sobrio, sin opiniones sorprendentes, no obstante una sólida reputación como profesional y ciudadano. Un día, apareció en su casa con una nariz postiza. Pasado el susto, la esposa y la hija sonrieron con fingida tolerancia. Era una de esas narices de goma con lentes de marcos negros, cejas y bigotes que hacen que la persona se parezca a Groucho Marx. Pero nuestro dentista no estaba imitando a Groucho Marx. Se sentó a la mesa para almorzar - siempre almorzaba en casa - con la rectitud acostumbrada, quieto y algo distraído. Pero con una nariz postiza.
- ¿Qué es eso? - preguntó su esposa después de la ensalada, sonriendo menos.
- ¿Eso qué?
- Esa nariz.
- Ah. La vi en una vitrina, entré y la compré.
- Justo tú, papá...
Después del almuerzo, fue a recostarse en el sofá de la sala, como hacía todos los días. Su esposa se impacientó.
- Sácate esa cosa.
- ¿Por qué?
- Hay momentos y momentos para las bromas.
- Pero esto no es una broma.
Durmió la siesta con la nariz de goma hacia arriba. Después de media hora, se levantó y se dirigió hacia la puerta. Su mujer lo increpó.
- ¿Adónde crees que vas?
- ¿Cómo, adónde creo que voy? Voy a volver al consultorio.
- ¿Pero con esa nariz?
- No te entiendo - dijo él, mirándola con censura a través de los marcos sin vidrios.- Si fuese una corbata nueva tú no dirías nada. Sólo porque es una nariz...
- Piensa en los vecinos. Piensa en los pacientes...
Los pacientes, realmente, no entendieron el por qué de la nariz de goma. Se rieron ("Justo el señor, doctor..."), le hicieron preguntas, pero terminaron la consulta intrigados y salieron del consultorio con dudas.
- ¿Él enloqueció?
- No sé - respondía la recepcionista, que trabajaba con él hacía 15 años.- Nunca lo vi así.
En aquella noche se duchó, como lo hacía siempre antes de dormir. Después se puso su pijama y la nariz postiza y se fue a acostar.
- ¿Vas a usar esa nariz para dormir? - preguntó la esposa.
- Voy. De hecho, no voy a sacarme más esta nariz.
- Pero, ¿por qué?
- ¿Por qué no?
Luego se durmió. Su mujer pasó la mitad de la noche mirando la nariz de goma. De madrugada comenzó a sollozar. Él había enloquecido. Era eso. Todo estaba acabado. Una carrera brillante, una reputación, un nombre, una familia perfecta, todo a cambio de una nariz postiza.
- Papá...
- Sí, hija.
- ¿Podemos conversar?
- Claro que podemos.
- Es sobre esa nariz...
- ¿Mi nariz, otra vez? ¿Pero ustedes sólo piensan en eso?
- Papá, ¿cómo no vamos a pensar? De un momento a otro un hombre como usted resuelve andar de nariz postiza, ¿y no quiere que nadie lo note?
- La nariz es mía y voy a continuar usándola.
- Pero, ¿por qué, papá? ¿No se da cuenta que se transformó en la payaso del edificio? No puedo ni mirar a los vecinos, de vergüenza. La mamá ya ni tiene más vida social.
- No tiene por qué no tener...
- ¿Cómo es que ella va a salir a la calle con un hombre de nariz postiza?
- Pero no soy "un hombre". Soy yo. El marido de ella. Una nariz de goma no hace ninguna diferencia.
- Si no hace diferencia entonces, ¿por qué usarla?
- Si no hace diferencia, ¿por qué no usarla?
- Pero, pero...
- Hija...
- ¡Basta! No quiero conversar más. ¡Usted ya no es más mi padre!

***

La esposa y la hija se fueron de la casa. Él perdió a todos los pacientes. La recepcionista, que trabajaba con él hacía quince años, renunció. No sabía qué esperar de un hombre que usaba nariz postiza. Evitaba aproximarse a él. Mandó la petición de renuncia por correo. Los amigos más cercanos, en una última tentativa de salvar su reputación, lo convencieron a consultar un siquiatra.
- Vas a concordar - dijo el siquiatra, después de concluir que no había nada de errado con él - que tu comportamiento es un tanto extraño...
- ¡Extraño es el comportamiento de los otros! - dijo él.- Yo continúo siendo el mismo. Noventa y dos por ciento de mi cuerpo continúa siendo lo que era antes. No cambié la manera de vestir, ni de pensar, ni de comportarme. Continúo siendo un buen dentista, un buen marido, un buen padre, contribuyente, socio del Fluminense, todo igual que antes. Sin embargo, las personas repudian todo lo demás debido a esta nariz. Una simple nariz de goma. Quiere decir que ya no soy yo, ¿soy mi nariz?
- Eres... - dijo el siquiatra. - Tal vez tengas razón...

¿Usted qué cree, lector? ¿Él tiene razón? De cualquier modo, él no se entregó. Continúa usando la nariz postiza. Porque ahora no es más una cuestión de nariz. Ahora es una cuestión de principios.

 


La Nariz, título original "O Nariz", cuento de Luis Fernando Veríssimo, incluido en su libro O Analista de Bagé (93ª ed. Porto Alegre, L&PM, 1992, pp. 39-42).
Traducción de Paula Vera



Historias de Mascotas

Doña Casimira vivía sola con su perrito. Era un perrito negro y blanco que Doña Casimira encontró en la calle un día y se lo llevó a su casa, para acompañarla en su vejez. Pobre Doña Casimira.
Doña Casimira despertaba en la mañana y lo llamaba:

- ¡Dudú!
El perrito, que dormía en el área de servicio del departamento, levantaba la cabeza.
- ¡Ven, Dudú!
El perrito no iba. Doña Casimira preparaba la comida del perrito y se la llevaba.
- ¿Está con hambre, Dudú?
Doña Casimira ponía el plato de comida delante del perrito.
- Come todo, ¿escuchaste, Dudú?
Doña Casimira pasaba el día entero hablando con Dudú.
- Que día feo, ¿no crees, Dudú?
- ¿Vamos a ver nuestra teleserie, Dudú?
- ¿Vamos a dar una vueltita, Dudú?
Salían a la calle. Doña Casimira siempre hablando con su perrito.
- ¿Está cansado, Dudú?
- ¿Ya hizo su pipicito, Dudú?
- ¿Vamos a volver a la casa, Dudú?
Doña Casimira y su perrito vivieron juntos durante siete, ocho años. Hasta que Doña Casimira murió. Y en el velorio de Doña Casimira estaba el perrito sentado en una esquina, con la mirada suspendida. A cierta altura del velorio, el perrito suspiró y dijo:
- Pobre Doña Casimira...
Los parientes y amigos se miraron entre ellos. ¿Quién dijo aquello? No había duda. Había sido el perro.
- ¿Qué... qué fue que dijo? - preguntó un nieto más decidido, mientras los demás se retiraban, espantados.
- Pobre Doña Casimira - repitió el perro.- De cierta manera, me siento un poco culpable...
- ¿Culpable por qué?
- Por nunca haberle respondido sus preguntas. Ella pasaba el día haciéndome preguntas. Era Dudú para allá y Dudú para acá... Y yo nunca le respondí. Ahora ya es tarde.
La sensación fue enorme. ¡Un perro hablando! ¡Llamen a la TV!
- Y ¿por qué - preguntó el nieto más decidido - tú nunca le respondiste?
- Es que yo siempre interpreté sus preguntas como preguntas retóricas...

 

*** *** ***

 

Y tenemos la historia del papagayo depresivo.
Compraron el papagayo con la garantía de que era un papagayo parlanchín. No cerraba la boca. Iba a ser divertido. No hay nada más divertido que un papagayo, ¿no es verdad? Aquella voz guarra, aquel aire de burlón. Pero este papagayo era diferente.
En el momento en que llegó a la casa, el papagayo fue rodeado por los niños. Al rato uno de los niños fue a preguntarle a su padre:
- Papá, ¿quién es Kierkegaard?
- ¿Cómo?
El papagayo estaba citando Kierkegaard a los niños. Algo sobre la insignificancia del Ser delante de la Nada. Y haciendo la salvedad que, al contrario de Kierkegaard, él no encontraba la respuesta en una racionalización de la cosmogonía cristiana. El padre mandó a los niños a apartarse y encaró al papagayo.
- Dame tu pata, Loro.
- ¿Por qué? - dijo el papagayo.
- ¿Cómo, por qué? Porque sí.
- Esa respuesta es inaceptable. A no ser como corolario de una postura más amplia sobre la gratuidad del gesto en cuanto...
- ¡Basta!
- Cierto. Basta. Yo también siento un cierto enfado con mi propia compulsión analítica. ¿Qué fue que dijo el bardo? "El mundo está demás con nosotros." Pero, ¿qué hacer? Estamos condenados a la autoconciencia. Existir es cuestionar, como dijo...
El padre intentó devolver el papagayo, pero no lo aceptaron de vuelta. La garantía era que el papagayo hablaba. No garantizaron que sería divertido. Y el papagayo, realmente, no paraba de hablar. Un día el padre llegó a la casa y fue recibido con la noticia de que la cocinera había intentado suicidarse. Pero, ¿cómo? ¿La Rosaura, siempre tan bien dispuesta?
- Fue el papagayo.
- ¿El papagayo?
- Él le llenó la cabeza de cosas. La futilidad de la existencia, la indiferencia del Universo, qué sé yo.
Aquello no podía continuar así. Los amigos iban de visita, esperando divertirse con la charla del papagayo depresivo. Al principio se reían mucho, sacudían la cabeza y comentaban: "Miren pues, un papagayo filósofo..." Pero en poco tiempo se quedaron serios. Salieron contemplativos. Y deprimidos.
- Sabes que algunas cosas que él dijo...
- Yo nunca había pensado en esa cuestión que él señaló, de la transitoriedad de la materia...
Los vecinos reclamaron. El negativismo del papagayo llenaba el patio de luz del edificio y entraba por las cocinas. Como si no tuvieran bastantes preocupaciones con el precio de los porotos, ¿y aún tenían que pensar en la finitud humana? El papagayo precisaba ser silenciado.
Fue en la madrugada. El papá entró en la cocina. Prendió la luz, interrumpiendo una disertación crítica sobre Camus que el papagayo - que era sartreano - hacía en la oscuridad. Tomó un cuchillo.
- Hmmm - dijo el papagayo.- Entonces va a ser así.
- Va.
- Estás en lo correcto. Tú tienes el poder. Y el cuchillo. Yo soy apenas un papagayo, y estoy preso en este gallinero. Pero, ¿tú ya pensaste bien en lo que vas a hacer?
- Es la única solución. A no ser que prometas que nunca más abrirás tu boca.
- Eso no lo puedo hacer. Soy un papagayo hablador. Biología es destino.
- Entonces...
- Espera. Piensa en la inmoralidad de tu gesto.
- Pero si tú mismo dijiste que la moral es relativa. En términos absolutos, en un mundo absurdo ningún gesto es más o menos moral que otro.
- Sí, pero estamos hablando de tu moral burguesa. Incluso ilusoria, ella existe en cuanto determina tu sistema de valores.
- Sí, pero...
- Espera. Déjame terminar. Siéntate ahí y vamos a discutir esta cuestión. Wittgenstein decía que...

 


Historias de Mascotas, título original "Histórias de Bichos", cuento de Luis Fernando Veríssimo, incluido en su libro O Analista de Bagé (93 ª ed. Porto Alegre, L&PM, 1992, pp. 47-50).
Traducción de Paula Vera

 

 

 

 

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de "O Analista de Bagé"
Traducción de Paula Vera.