La Nariz
Era un dentista, respetadísimo. Con sus cuarenta y pocos
años, una hija casi en la universidad. Un hombre serio, sobrio,
sin opiniones sorprendentes, no obstante una sólida reputación
como profesional y ciudadano. Un día, apareció en su
casa con una nariz postiza. Pasado el susto, la esposa y la hija sonrieron
con fingida tolerancia. Era
una de esas narices de goma con lentes de marcos negros, cejas y bigotes
que hacen que la persona se parezca a Groucho Marx. Pero nuestro dentista
no estaba imitando a Groucho Marx. Se sentó a la mesa para
almorzar - siempre almorzaba en casa - con la rectitud acostumbrada,
quieto y algo distraído. Pero con una nariz postiza.
- ¿Qué es eso? - preguntó su esposa después
de la ensalada, sonriendo menos.
- ¿Eso qué?
- Esa nariz.
- Ah. La vi en una vitrina, entré y la compré.
- Justo tú, papá...
Después del almuerzo, fue a recostarse en el sofá de
la sala, como hacía todos los días. Su esposa se impacientó.
- Sácate esa cosa.
- ¿Por qué?
- Hay momentos y momentos para las bromas.
- Pero esto no es una broma.
Durmió la siesta con la nariz de goma hacia arriba. Después
de media hora, se levantó y se dirigió hacia la puerta.
Su mujer lo increpó.
- ¿Adónde crees que vas?
- ¿Cómo, adónde creo que voy? Voy a volver al
consultorio.
- ¿Pero con esa nariz?
- No te entiendo - dijo él, mirándola con censura a
través de los marcos sin vidrios.- Si fuese una corbata nueva
tú no dirías nada. Sólo porque es una nariz...
- Piensa en los vecinos. Piensa en los pacientes...
Los pacientes, realmente, no entendieron el por qué de la nariz
de goma. Se rieron ("Justo el señor, doctor..."),
le hicieron preguntas, pero terminaron la consulta intrigados y salieron
del consultorio con dudas.
- ¿Él enloqueció?
- No sé - respondía la recepcionista, que trabajaba
con él hacía 15 años.- Nunca lo vi así.
En aquella noche se duchó, como lo hacía siempre antes
de dormir. Después se puso su pijama y la nariz postiza y se
fue a acostar.
- ¿Vas a usar esa nariz para dormir? - preguntó la esposa.
- Voy. De hecho, no voy a sacarme más esta nariz.
- Pero, ¿por qué?
- ¿Por qué no?
Luego se durmió. Su mujer pasó la mitad de la noche
mirando la nariz de goma. De madrugada comenzó a sollozar.
Él había enloquecido. Era eso. Todo estaba acabado.
Una carrera brillante, una reputación, un nombre, una familia
perfecta, todo a cambio de una nariz postiza.
- Papá...
- Sí, hija.
- ¿Podemos conversar?
- Claro que podemos.
- Es sobre esa nariz...
- ¿Mi nariz, otra vez? ¿Pero ustedes sólo piensan
en eso?
- Papá, ¿cómo no vamos a pensar? De un momento
a otro un hombre como usted resuelve andar de nariz postiza, ¿y
no quiere que nadie lo note?
- La nariz es mía y voy a continuar usándola.
- Pero, ¿por qué, papá? ¿No se da cuenta
que se transformó en la payaso del edificio? No puedo ni mirar
a los vecinos, de vergüenza. La mamá ya ni tiene más
vida social.
- No tiene por qué no tener...
- ¿Cómo es que ella va a salir a la calle con un hombre
de nariz postiza?
- Pero no soy "un hombre". Soy yo. El marido de ella. Una
nariz de goma no hace ninguna diferencia.
- Si no hace diferencia entonces, ¿por qué usarla?
- Si no hace diferencia, ¿por qué no usarla?
- Pero, pero...
- Hija...
- ¡Basta! No quiero conversar más. ¡Usted ya no
es más mi padre!
***
La esposa y la hija se fueron de la casa. Él perdió
a todos los pacientes. La recepcionista, que trabajaba con él
hacía quince años, renunció. No sabía
qué esperar de un hombre que usaba nariz postiza. Evitaba aproximarse
a él. Mandó la petición de renuncia por correo.
Los amigos más cercanos, en una última tentativa de
salvar su reputación, lo convencieron a consultar un siquiatra.
- Vas a concordar - dijo el siquiatra, después de concluir
que no había nada de errado con él - que tu comportamiento
es un tanto extraño...
- ¡Extraño es el comportamiento de los otros! - dijo
él.- Yo continúo siendo el mismo. Noventa y dos por
ciento de mi cuerpo continúa siendo lo que era antes. No cambié
la manera de vestir, ni de pensar, ni de comportarme. Continúo
siendo un buen dentista, un buen marido, un buen padre, contribuyente,
socio del Fluminense, todo igual que antes. Sin embargo, las personas
repudian todo lo demás debido a esta nariz. Una simple nariz
de goma. Quiere decir que ya no soy yo, ¿soy mi nariz?
- Eres... - dijo el siquiatra. - Tal vez tengas razón...
¿Usted qué cree, lector? ¿Él tiene razón?
De cualquier modo, él no se entregó. Continúa
usando la nariz postiza. Porque ahora no es más una cuestión
de nariz. Ahora es una cuestión de principios.
La Nariz, título original "O
Nariz", cuento de Luis Fernando Veríssimo, incluido en
su libro O Analista de Bagé (93ª ed. Porto Alegre, L&PM,
1992, pp. 39-42).
Traducción de Paula Vera
Historias
de Mascotas
Doña Casimira vivía sola con su perrito. Era un perrito
negro y blanco que Doña Casimira encontró en la calle
un día y se lo llevó a su casa, para acompañarla
en su vejez. Pobre Doña Casimira.
Doña Casimira despertaba en la mañana y lo llamaba:
- ¡Dudú!
El perrito, que dormía en el área de servicio del departamento,
levantaba la cabeza.
- ¡Ven, Dudú!
El perrito no iba. Doña Casimira preparaba la comida del perrito
y se la llevaba.
- ¿Está con hambre, Dudú?
Doña Casimira ponía el plato de comida delante del perrito.
- Come todo, ¿escuchaste, Dudú?
Doña Casimira pasaba el día entero hablando con Dudú.
- Que día feo, ¿no crees, Dudú?
- ¿Vamos a ver nuestra teleserie, Dudú?
- ¿Vamos a dar una vueltita, Dudú?
Salían a la calle. Doña Casimira siempre hablando con
su perrito.
- ¿Está cansado, Dudú?
- ¿Ya hizo su pipicito, Dudú?
- ¿Vamos a volver a la casa, Dudú?
Doña Casimira y su perrito vivieron juntos durante siete, ocho
años. Hasta que Doña Casimira murió. Y en el
velorio de Doña Casimira estaba el perrito sentado en una esquina,
con la mirada suspendida. A cierta altura del velorio, el perrito
suspiró y dijo:
- Pobre Doña Casimira...
Los parientes y amigos se miraron entre ellos. ¿Quién
dijo aquello? No había duda. Había sido el perro.
- ¿Qué... qué fue que dijo? - preguntó
un nieto más decidido, mientras los demás se retiraban,
espantados.
- Pobre Doña Casimira - repitió el perro.- De cierta
manera, me siento un poco culpable...
- ¿Culpable por qué?
- Por nunca haberle respondido sus preguntas. Ella pasaba el día
haciéndome preguntas. Era Dudú para allá y Dudú
para acá... Y yo nunca le respondí. Ahora ya es tarde.
La sensación fue enorme. ¡Un perro hablando! ¡Llamen
a la TV!
- Y ¿por qué - preguntó el nieto más decidido
- tú nunca le respondiste?
- Es que yo siempre interpreté sus preguntas como preguntas
retóricas...
*** *** ***
Y tenemos la historia del papagayo depresivo.
Compraron el papagayo con la garantía de que era un papagayo
parlanchín. No cerraba la boca. Iba a ser divertido. No hay
nada más divertido que un papagayo, ¿no es verdad? Aquella
voz guarra,
aquel aire de burlón. Pero este papagayo era diferente.
En el momento en que llegó a la casa, el papagayo fue rodeado
por los niños. Al rato uno de los niños fue a preguntarle
a su padre:
- Papá, ¿quién es Kierkegaard?
- ¿Cómo?
El papagayo estaba citando Kierkegaard a los niños. Algo sobre
la insignificancia del Ser delante de la Nada. Y haciendo la salvedad
que, al contrario de Kierkegaard, él no encontraba la respuesta
en una racionalización de la cosmogonía cristiana. El
padre mandó a los niños a apartarse y encaró
al papagayo.
- Dame tu pata, Loro.
- ¿Por qué? - dijo el papagayo.
- ¿Cómo, por qué? Porque sí.
- Esa respuesta es inaceptable. A no ser como corolario de una postura
más amplia sobre la gratuidad del gesto en cuanto...
- ¡Basta!
- Cierto. Basta. Yo también siento un cierto enfado con mi
propia compulsión analítica. ¿Qué fue
que dijo el bardo? "El mundo está demás con nosotros."
Pero, ¿qué hacer? Estamos condenados a la autoconciencia.
Existir es cuestionar, como dijo...
El padre intentó devolver el papagayo, pero no lo aceptaron
de vuelta. La garantía era que el papagayo hablaba. No garantizaron
que sería divertido. Y el papagayo, realmente, no paraba de
hablar. Un día el padre llegó a la casa y fue recibido
con la noticia de que la cocinera había intentado suicidarse.
Pero, ¿cómo? ¿La Rosaura, siempre tan bien dispuesta?
- Fue el papagayo.
- ¿El papagayo?
- Él le llenó la cabeza de cosas. La futilidad de la
existencia, la indiferencia del Universo, qué sé yo.
Aquello no podía continuar así. Los amigos iban de visita,
esperando divertirse con la charla del papagayo depresivo. Al principio
se reían mucho, sacudían la cabeza y comentaban: "Miren
pues, un papagayo filósofo..." Pero en poco tiempo se
quedaron serios. Salieron contemplativos. Y deprimidos.
- Sabes que algunas cosas que él dijo...
- Yo nunca había pensado en esa cuestión que él
señaló, de la transitoriedad de la materia...
Los vecinos reclamaron. El negativismo del papagayo llenaba el patio
de luz del edificio y entraba por las cocinas. Como si no tuvieran
bastantes preocupaciones con el precio de los porotos, ¿y aún
tenían que pensar en la finitud humana? El papagayo precisaba
ser silenciado.
Fue en la madrugada. El papá entró en la cocina. Prendió
la luz, interrumpiendo una disertación crítica sobre
Camus que el papagayo - que era sartreano - hacía en la oscuridad.
Tomó un cuchillo.
- Hmmm - dijo el papagayo.- Entonces va a ser así.
- Va.
- Estás en lo correcto. Tú tienes el poder. Y el cuchillo.
Yo soy apenas un papagayo, y estoy preso en este gallinero. Pero,
¿tú ya pensaste bien en lo que vas a hacer?
- Es la única solución. A no ser que prometas que nunca
más abrirás tu boca.
- Eso no lo puedo hacer. Soy un papagayo hablador. Biología
es destino.
- Entonces...
- Espera. Piensa en la inmoralidad de tu gesto.
- Pero si tú mismo dijiste que la moral es relativa. En términos
absolutos, en un mundo absurdo ningún gesto es más o
menos moral que otro.
- Sí, pero estamos hablando de tu moral burguesa. Incluso ilusoria,
ella existe en cuanto determina tu sistema de valores.
- Sí, pero...
- Espera. Déjame terminar. Siéntate ahí y vamos
a discutir esta cuestión. Wittgenstein decía que...
Historias de Mascotas, título
original "Histórias de Bichos", cuento de Luis Fernando
Veríssimo, incluido en su libro O Analista de Bagé (93
ª ed. Porto Alegre, L&PM, 1992, pp. 47-50).
Traducción de Paula Vera