DER OSTEN
Mi prosa es vulgar, lo sé. Muestra todas sus costuras. No conozco la manera de ocultarlas. Escribo por el puro instinto que me provee el dolor. Es una vergüenza que lo diga, pero me niego a refugiarme en palabras y juegos que parecen cosidos por detrás como un ejercicio de matemáticas en el cuadernillo de borrador del tiempo en que era estudiante. Un ejercicio que jamás salía bien. Siempre borroneado, siempre sucio y siempre alejado de su proceso. Adivinando un resultado incomprensible en sus formas. Con el tiempo, aprendí que primero había que conocer las formas, las operaciones, antes de ir por el resultado. Y luego volver a copiar todo y ponerlo en limpio. Hay profesores que no quieren conocer la suciedad o la mediocridad de nuestro razonamiento y solo piden la respuesta final. En cambio, hay otros —más perversos o más curiosos— que necesitan observar las pruebas de tu intento o abandono.
Ya que yo no entendía nada de matemáticas, prefería a los primeros, porque podía tener la ayuda de algún compañero de carpeta. Generalmente, era muy mala observando el examen de mi mejor amiga en ese momento, alguien a quien yo consideraba una genio de las matemáticas, y lo era. Tanto así que es un caso extraño de alguien que estudiando Letras hace un traslado a Ciencias. Nosotras íbamos a visitar a su hermana en Ciencias un poco para ver el futuro soñado de mi amiga. Su hermana era una de las tres únicas chicas de sesenta muchachos raros en su clase de MB 3. Ese curso tenía fama de ser un filtro brutal. La universidad era esto: cero, cero, cero. Eras o podías ser un bicho raro de las matemáticas, pero allí no valías nada. De hecho, su hermana no lo aprobó a la primera, pero mi amiga, cuando logró su sueño de verse en esa fea clase con tantos hombres por donde se mirase, sí. Y, bueno, yo era malísima para las matemáticas, pero también para copiar. La miopía es una enemiga. Mi único objetivo era pasar el curso en Letras, mucho más suave, porque jamás habría de entenderlo. Así que solo hacía caer un papel y ella me daba una respuesta limpia. Yo marcaba, solo marcaba.
Escribir es extrañamente parecido. La gran nostalgia del siglo XXI es que ya no podremos observar los intentos del creador, sus tachaduras, el borde moral de sus escritos, una palabra reemplazada por otra, una línea idiota alcanzada a tiempo y convertida en un verso brillante a la luz de una palabra encontrada en una segunda o tercera lectura. Un poema guardado en un cajón y retenido en las noches en vela. Unos ojos miopes de tanto leer en madrugadas austeras y una vida bohemia y peligrosa que no regresará. Hoy el peligro no son las operaciones matemáticas ni la escritura que sale limpia de una computadora. Hoy el peligro es vivir sin que la palabra muerte sea nombrada.
La muerte. Eso que me acecha hoy en día.
Escribo esto y me quedo pensando. ¿Qué seguirá entonces? ¿Cómo podré llevar a buen puerto este escrito? Generalmente, nunca sé cuál es la finalidad específica de algo. Debe de ser porque estoy negada para las cosas prácticas. Y eso es muy malo para la vida. Sí, sé cómo botar la basura y cómo limpiar una casa. Eso lo aprendí correctamente cuando empecé a vivir sola, pero, en general, no soy de mucha utilidad en las actividades domésticas.
Sin embargo, estamos dilatando inútilmente un tema en el que deberíamos poner más atención. Por ejemplo, “¿qué le harán los químicos a mi escritura?” Ingenuamente, escribo esto en mi cuaderno de notas. Incluso debo hacerme mi propia nota mental para no olvidar que lo he escrito en ese cuaderno, aquel que me regaló una amiga que vive en Long Island por intermedio de otra amiga que vive también en Nueva York, al norte. Ahora que lo pienso, es bonito imaginar el viaje de un regalo: ir de lugar en lugar, de una mano amiga a otra, hasta llegar a este país mínimo, a esta ciudad decadente en la que vivo. Es en ese cuaderno, y no en otro, que anoto lo que hoy quiero escribir. Son rastros de ese lenguaje descuidado. Mi patio trasero, porque, en el siglo XXI, no puede haber un cuaderno que sea la huella de un hermoso poema. Solo son palabras, ideas arrojadas en momentos impensables. Ideas que anoto cuando tengo más ganas que flojera de encender la lámpara de mi mesa de noche y escribirlas. A veces hago notas mentales de sueños, y, al otro día, no recuerdo absolutamente nada. Sé que soy yo quien lo hace con el propósito de no poner su voluntad de escritora en ello, de no ponerle ganas al único oficio que define una parte de mi vida. Los químicos agudizan mi olvido. Me hacen ser una tartamuda en un mar de recuerdos y palabras. Navego en pos de ellos y, simplemente, me siento en mi cama y floto. Escribo para no olvidar.
Pero vayamos al centro del asunto, al centro de este texto; a su limpieza. Tuve un novio en Alemania. Su familia vive al pie del Báltico. Me enamoré de su familia más que de él. En esto debo señalar una de las pocas verdades que conozco de mí misma. Eran del otro lado del Muro. Su hermano y él crecieron en el Este, en Rerik, un pueblito al pie del Báltico, colmado por turistas alemanes cada verano después de la caída del Muro. Lo conocí en un bar en Berlín un día de Año Nuevo. Me llamó luego varias veces. Una amiga me dijo: si te llama, vas a ver que aparece en tu puerta. Los alemanes son así. Y así fue. Yo vivía en Boston y se apareció para la defensa de mi tesis. Quería comprobar que mi vida era cierta. Quería conocer mi patio trasero. Yo conocí el suyo. No me gustó mucho, pero me gustaba la historia de sus padres. Su padre era el doctor F, y así lo conocían en su comunidad a pesar de que no ejercía ya ningún cargo en la universidad. Estaba jubilado de la universidad. Era biólogo marino, hablaba perfecto ruso y vivía también de las exposiciones que hacía con las fotos de su viaje a la Antártida, en los años setenta, con una expedición rusa. Sí, había sido uno de los pocos en salir hacia el West, mientras que su familia era la garante para que volviera al Este. Fue una época difícil. La madre de mi exnovio pensó que no regresaría porque pasó mucho tiempo fuera, bebiendo vodka con los rusos y fotografiando pingüinos y otras especies. Solo sabía decir en español: “Viva la revolución” y nombrar al Che Guevara, mientras alzaba el puño. Él sonreía y yo también debía hacerlo, porque era la forma de decirnos que nos caíamos bien.
Nadie nunca supo verdaderamente qué había hecho en esos viajes tan largos. Fue seguido y vigilado por la Stasi. Cuando cayó el Muro, pudo ir a ver su archivo. N decía que no sabía si su padre había trabajado de manera secreta para la URSS. Todo era muy sospechoso. Su padre vivía no solo de exponer esas diapositivas en barcos durante el verano, sino de viajes que él mismo organizaba para jubilados alemanes a lugares paradisiacos en Rusia o a antiguos lugares de la URSS. Se llevaba de maravillas con la embajada rusa, tramitaba la visa a todos sus clientes, mientras que toda Europa debía someterse a la humillación de obtener una visa si quería ir a Moscú. Lo que hizo en aquella época era un misterio. Nadie conocía su patio trasero. No obstante, aun así, más extravagante era su madre.
Un día, mientras revisaba sus álbumes (ya saben, una cree que, al fin, puede conocer la vida del otro y los orígenes de sus miserias), me mostró sus fotos de cuando era niño y en ellas siempre aparecía una figura decapitada. Su madre había tomado las tijeras y se había decapitado simbólicamente en todas esas fotos. En sus fotos de juventud, lucía muy guapa, con una hermosa cabellera que le caía hasta la cintura. Eran fotos con los niños en la playa, sin el padre. En esas fotos, ella se había degollado. Era un cuerpo sin cabeza.
Al mismo tiempo, me era difícil comunicarme con ella. Ella solo hablaba alemán, y yo decía: “Hallo” y sonreía como una boba visitante sudaca. Ella se dedicaba a tomar fotos, daba charlas a chicas a punto de tener bebés y dormía con su perro, un hermoso setter inglés que había adoptado en España. El perro llevaba un chip en la cabeza por si se perdía. Yo, en ese tiempo, no era muy amiga de los animales. Me parecía que la vida de una persona valía más que la de un perro, pero hoy comprendo cuán equivocada estaba. El silencio reinaba entre nosotras, pero, sobre todo, había una profunda tristeza en ella. Nunca viajaba. Tampoco iba a los tours de su esposo. Su perro era su compañero. “Mi madre está loca”, decía N. Yo le preguntaba por qué decía eso. Y me enseñaba las cabezas decapitadas de las fotos. Y, muy dentro, yo pensaba en si no la habrían vuelto ellos loca. Ella era cálida conmigo, cálida y paternalista. Me regalaba toda la ropa que me pudiera quedar, así, sin más. Cuando yo decía Perú, el padre de N decía: “Viva la revolución” y su madre me regalaba ropa. Yo era tan inusual para ellos como ellos lo eran para mí.
Vivían en una porción de lo que había sido su casa. La otra mitad les había sido expropiada durante la Alemania Democrática. Ahora que vivían en la Alemania unificada no la comprendían. El banco los perseguía por una deuda obtenida en un proyecto de alojamiento que tuvieron. El padre no contrató a ningún abogado, se defendió solo y perdió. El mundo parecía devorarlos. Todo lo que sabía de ellos era a través de conclusiones y conjeturas que sacaba de su casa, de sus repeticiones, de sus modos de hablar y de los tonos de su voz. Jamás entendí lo que decían ni tampoco me fueron reveladas verdades de aquellos tiempos secretos.
Hoy entiendo que esas vidas son como mis problemas de matemáticas. Había que pasar la valla, simplemente, para seguir. Reconocer el propio impedimento e inventarse una nueva vida. Puedes reciclarte y no ser condenado, quizá mereciéndolo, o puedes hundirte si no te adaptas. La madre de N vivía en un ensimismamiento inscrito en esas fotos decapitadas de un momento que parecía feliz, pero que quizá no lo era. Durante la Alemania Democrática, había tenido una vida comunitaria bastante intensa. Ahora su centro era su perro, con dos hijos grandes y un esposo que viajaba siempre. Ella no hablaba otra lengua más que la suya. Recogió a un perro en España, pagó un ticket de avión para traerlo, me regalaba ropa, y obligaba a N a que bajara el asiento de su bicicleta para que yo pudiera alcanzar el suelo, aunque él no quería. Lo sé porque él mismo me lo tradujo. Estábamos en el patio y me vio subiendo a la bicicleta y se lo dijo. Creo que fue allí cuando la quise y él me pareció más mezquino que nunca.
Cada vez que me encuentro con N, me pregunto en qué momento pude estar con alguien que no fue capaz de bajarme el asiento de la bicicleta, aunque, en esas pequeñas escisiones del lenguaje, en esos gestos de salvataje de la vida, pude observar su patio trasero y saber que nunca me enamoraría de él. No era peor ni mejor que ningún otro, pero esas bisagras que se abrían en la oscuridad de una comunicación entre mi inglés inútil y su inglés mal hablado, entre el inglés machacado de su padre y el silencio de su madre, a veces, se observaba esa huella, ese mundo de la respuesta borroneada de mis exámenes y presentía una revelación que el lenguaje articulado no era capaz de mostrarme, sino a través de gestos o de preguntas por algo oído o visto. Me perdía en una traducción deformada por el otro, en este caso, por N. Quizá, por eso, mi prosa muestra sus costuras, porque no he aprendido a ocultarme en la prosa. Me es más fácil manipular el verso, torcerle el cuello. La prosa es un delete extraño de la vida, pero es poco probable que ustedes puedan verlo. Solo se observa en pequeñas miradas, en respuestas en papeles caídos por casualidad y recogidos amablemente por mí para poder acceder a la carrera de la vida que debo seguir.
MISS VICTORIA
(YO DISTÓPICO)
Anoto en un nuevo bloc. Ahora escogí un bloc Minerva, hermoso. Contemplo sus páginas cuadriculadas e impolutas. Lo escogí para anotar mis sesiones de radioterapia. Tengo cuatro puntos en el lado izquierdo del pecho, cuatro puntos milimétricos, tatuajes que casi no alcanzo a ver. Te los hacen sin decirte que quedarán en tu piel, pero hay tantas cosas que están inscritas en la piel que no me importa demasiado.
Empecé el 6 de abril, día del cumpleaños de mi hermana. Estábamos en cuarentena, no podía ir a verla. Voy, eso sí, a mis terapias. Cuando llegas, le dejas una tarjeta con tus citas al técnico para que te llame. Ingresas en esa habitación donde solo estarán la máquina y tú. Te desnudas, te dan una bata de hospital para que te la pongas al entrar a la máquina. Es como un babydoll de la muerte o algo así. Entras a la habitación donde está ella, te acuestas sobre su plataforma, y sus ojos se mueven a tu alrededor. Son seis pasadas o arcos. Le daré un nombre: Miss Victoria. Nos acabamos de conocer, pero estaremos juntas durante cinco o seis semanas. Es blanquísima y enorme y yace solitaria en una habitación oscura.
El primer día tuve algunas alucinaciones en ese cuarto oscuro. Tomaron algún tiempo en calibrar la máquina. Miraba cómo habría sus fauces, y su sonido me inquietaba cada vez que se abría y cerraba. Un rayo rojo hacía una línea cuadrangular desde el techo hacia las paredes de modo que me sentía como en ese juego de mar y tierra. Yo estaba en algún lugar de ese espacio limítrofe. Al mismo tiempo, estaba embozada para evitar el virus. Generalmente, durante todos los exámenes por los que he pasado, tiendo a cerrar los ojos para evitar la claustrofobia, sobre todo en las tomografías, donde las máquinas están muy cerca de ti para fotografiarte internamente. No hay distancia social en ellas. Solo de esa manera puedo pasar el procedimiento sin sentir su invasión. En este caso, no. Aquí, más bien, tendía a abrirlos e intentar descubrir qué eran esos cuadraditos en las fauces de la máquina. Esos cuadraditos que se parecen a las figuras del Tetris, esos juegos de pinball de mi adolescencia. Estaba atrapada por esos cuadraditos que se juntaban hacia un lado o hacia otro. El segundo día, vi el rayo que salía hacia el techo y me recordaba que los límites no nos abandonan. Los aprendes de memoria en el colegio cuando te enseñan geografía. Los otros no te los dice nadie explícitamente, pero los sabes: no salgas, no hables así, siéntate como una señorita.
A veces quisiera grabar el sonido de las máquinas. Toda su imponente presencia y sus ojos enormes que nos miran tan adentro. Toda esa blancura y el poder de ese silencio están en mi cuerpo. Son como mi enfermedad, silenciosas. Cuando me acuesto, suena un corazón de hojalata que vibra en su interior. A veces me siento como en otra galaxia, como alienada del mundo terrenal, como si hubiera entrado ya en otra dimen-sión que dura unos pocos minutos y, al salir, me siento descolocada. Hay sol afuera y los mismos humanos que dejé hacía poco para internarme en esta cita diaria.
Miss Victoria da vueltas sobre mí y me mira con sus miles de ojos que, en realidad, son rayos que destruyen mis células por dentro: las defectuosas y las sanas. Le da igual: no distingue a una de otra. Así va mermando mi capacidad para muchas otras cosas, como para escribir. Esta compleja relación que tenemos es agotadora. Hoy, por ejemplo, cerré los ojos y no quise hablar con ella. Las dos permanecimos en un perfecto silencio, salvo por el ruido que siempre hace al momento de abrirse y cerrarse, aunque ya casi no lo noto. Es el latido de su corazón y nada más, así como ella ha de haber sentido el mío.
Quiero creer que también cerró los ojos por respeto, por respeto al saberse más poderosa que yo, al saber que sus ojos me van matando por dentro para que mi cuerpo viva. Me deja agotada. Salgo rápido porque afuera hay un virus y debo aceptarlo: soy “población vulnerable”.
Miss Victoria sabe que, si no me come ella, me come el bicho.
***
Radioterapia. Decidí buscar su uso en otras fuentes. Lo que decía el tecnólogo me era insuficiente. Solo me adelantaba las horas de tratamiento. La radioterapia que recibo se llama radioterapia de haz externo, donde la máquina se dirige hacia ciertas zonas localizadas, y, por eso, el tatuaje de los puntos en la zona izquierda del pecho y el tórax. Emite un voltaje que es distribuido por la propia máquina en el periodo que me ha sido asignado: quince sesiones, con descanso los fines de semana.
***
Abro mi agenda: el 16 de marzo se declaró cuarentena y estado de emergencia, ley de aislamiento social. Permanecemos todos encerrados en casa. Hace dos días fue mi cumpleaños.
Quebrantando la ley de aislamiento social, hice una pequeña reunión: cada uno tenía su copa y ninguno me dio un beso o un abrazo. Nos saludamos a la japonesa y nos reímos. Fue la última vez que vi a mis amigues. Comimos torta y charlamos sobre un futuro que aún nos parecía risible. Hoy cada uno permanece en su casa.
Miss Victoria, hoy la vi más detenidamente. Es decir, de lejos, la contemplé para verla en toda su imponente majestuosidad. Su cabeza salía de la pared con un cuello enorme con cuyos ojos me mira cuando pasa sobre mi pecho. Cerré los ojos y parecía que estaba en una nave nodriza a cientos de kilómetros de aquí, de ese ahora que es todos en casa y una mujer que me toma la temperatura cada vez que ingreso, y luego el técnico que me acomoda para que mi cuerpo encaje perfectamente en sus fauces.
Miss Victoria es serena y promiscua a la vez. Trabaja todo el día, un paciente tras otro. Para ella, no hay descanso. Necesita alimentarse todo el día. Los médicos dicen que esto lo hacen por mi bien, pero a mi cuerpo no le gusta demasiado este bien. Preferiría no hacerlo y, sin embargo, ya está allí acostándose en el vientre de Miss Victoria, dejándose tocar por un trabajador, que es, a la vez, un brazo más de Miss Victoria, su operario o su esclavo, pero no su comandante, porque a Miss Victoria no la manda nadie. Ella sola se gobierna, solo necesita que alguien toque algunos de sus botones y empieza a subir y a bajar y a enviar rayos. Nadie tiene el poder que ella tiene.
Hoy pude observar de dónde viene su centro: detrás de dos pantallas que la circundan, hay una puerta, y allí está su cerebro. Lo sé porque el otro día, al entrar a la habitación donde descansa y trabaja a la vez, había un hombre que me era desconocido. El técnico me dijo que pase, y yo le dije que no pasaría hasta que saliera ese hombre. Me dijo que era el ingeniero, que no había problema. Es así, soy un pedazo de carne sobre una superficie metálica. Me pregunto si lo hice por pudor o por una mínima conciencia de seguirme reconociendo en este cuerpo de forma completa y no fragmentada, y de evitar la promiscuidad de los cuerpos enfermos. Resistí. No me quitaría la bata clínica hasta que no se fuera aquel desconocido. Esto suponía que el técnico me era familiar. A él, por una cuestión de pragmatismo y sumisión, sí debo enseñarle mi falta, mi cicatriz. En realidad, son dos. Ambos intercalan sus días de trabajo. Me preguntaba si, al vernos así, al ver cientos de horas traducidas en días y años de huecos y heridas, su mirada estaba acostumbrada a esos fragmentos de nosotras mismas. Si nos desexualizaban porque es lo correcto para hacer el examen, o si ellos también se habían tenido que castrar, o si tal vez estos cuerpos les eran deseables de tanto mirarlos.
Pienso en el deseo. ¿Seré deseable para alguien?, ¿seré repulsiva? Sí, es lo más probable. No es agradable ver una cicatriz donde antes había un seno. No es agradable ser asimétrica, pero ¿soy yo la que debo liberarme de esa visión o es el/la otro/otra?
Por lo pronto, la única que me sabe mirar es Miss Victoria. Me mira sin pestañear, con sus ojos rojos, y me inunda con su mirada de una manera tan profunda que duele.
Al llegar a casa, me pongo una crema, como algo y me echo a dormir.
***
Hoy mi yo poético se vio crucificado en brazos de Miss Victoria. Los brazos alzados para que los rayos ingresen de manera efectiva y correcta. Mi yo poético se ha entregado sacrificialmente. Ha cerrado los ojos y, contando el número de arcos hasta que la máquina se ha apagado, he podido bajar los brazos. Me he aliviado. A veces se me adormecen, sobre todo el brazo izquierdo, ese con el que aparentemente no hago nada, hasta que descubrí que me hacía falta.
La cuarentena sigue, los contagios ahora están en la gran Lima popular. Es el cuerpo a cuerpo del pueblo con el virus, pero siempre ha sido así.
THOREAU
Dilatamos la verdad. Nos decimos que eso nos sirve para ejercer la vida. Ocultar esa verdad nos ayuda a experimentar una serie de hechos en convivencia con lo que nos acecha. Sabemos que algún día se nos presentará con todo su rostro. Yo escribía para no oír los gritos de mi madre. Las madres de antes ocultaban bastante bien sus vidas, pero sus síntomas eran tan palpables que ocultarlos en su mesa de noche hacía que cada tarde se incendiase la casa.
Mi amiga G había decidido desaparecer de nuestras vidas. La última vez que supe de ella (en condición de amigas, pues las otras veces en que nos hemos visto no diría que fuimos eso) fue a través de una llamada de teléfono. Todavía podíamos usar los teléfonos fijos. Las dos vivíamos en Estados Unidos. Me llamó y me dijo que estaba grávida, que había descubierto que su novio tenía otra pareja y que estaba desesperada. Le dije que quizá le convendría regresar a Lima unos días para estar con su familia, encontrarse con los amigos. Ser inmigrante no es fácil. Las lágrimas y las pérdidas no se entienden ni se consuelan por igual. Después de eso, ella desapareció. La llamaba y no contestaba, le escribía y tampoco... Al poco tiempo, me enteré de que se había casado con un gringo. Jamás había oído hablar de él y luego lo he visto a la distancia alguna vez que ella me lo presentó. Ahora tienen dos hijos.
Su exnovio, el supuesto padre de la niña —y digo supuesto porque yo tengo un gap narrativo después de esa llamada, y ese hueco jamás ha sido posible volver a llenarlo, ni con historia, ni con afecto—. Bueno, volvamos al exnovio. Es extraño, ahora que lo pienso, era un gran amigo mío. Lo conocí por mi exesposo y, rápidamente, nos hicimos grandes amigos; de esas amistades que surgen a flor de piel. Cuando fui a los Estados Unidos, G vivía en Lima. Había regresado de allá y decidido pasar un tiempo en el Perú.
El tiempo, para el extranjero, pasa en otra dimensión: la vida sigue en el lugar que la dejaste. Y, cuando volví, vivían juntos. G salía conmigo muchas veces y las veces en que no salía conmigo mentía y decía que estaba conmigo. Una noche loca en que nos perdimos en un trío, entendí la historia paralela. Ella tenía un romance con el tipo del trío. Le pregunté por qué o quizá dije: “Eso no se hace”. No lo sé, cosas que solía decir en aquel tiempo. Y ella me dijo que era una cucufata, una conservadora. Me sentí increíblemente atacada. Su novio se pasaba toda la noche llamando. Su novio, alguien que yo sentía íntimo, ya no lo era. Se había perdido esa complicidad en mi viaje, o yo me había perdido de algo.
Algo estaba muerto, pensé. O alguien estaba muerto. Mi examigo jamás decía nada. Todo se lo guardaba como un muerto, pero el muerto veía —como cualquiera que ha sido engañado— la absoluta revelación del amor que le llegaba a cuentagotas. ¿Por qué lo engañaba ella? No lo sé. Mi hipótesis era que ella no lo amaba, pero estaba a su lado porque necesitaba una verdad para poder seguir. Después de todo, su gran amor la había dejado para irse a España. Ese gran amor al que le cocinaba y le resolvía la vida. Ese poeta inalcanzable que la acusó con su mamá cuando ella se consiguió otro novio.
La vida necesita de algunas columnas, aunque endebles, para poder seguir.
Por mi parte, mi vida siguió. Mi afición por las casas y las tumbas se definió en los Estados Unidos. Enrique y yo decidimos ir, un día de verano, al Walden Pond, a ver el lugar donde los poetas metafísicos se habían inspirado, a ver una ruina del pasado literario. En realidad, no estábamos muy seguros de qué encontraríamos ni de cómo iríamos. No teníamos carro, así que tomamos el tren a Concord. De la parada al lago, había un buen trecho. Había que caminar. El sol era inclemente. Un viejito nos invitó un par de Coca-Colas antes de abandonar la ciudad e internarnos en la carretera. No había veredas: caminamos en una pista estrecha entre maizales o quien sabe qué plantas cultivadas a ambos lados del camino. De vez en cuando, había que apearnos para que los carros pudieran pasar. Un muchacho nos hizo cortar camino al indicarnos que podíamos cruzar el bosque para llegar más rápidamente al lago. Enrique se quitó la ropa y se metió. Yo, más tímida, me quedé sentada en la arena viendo a todos esos niños sumergirse en las aguas brillantes del lago. Luego fuimos a ver la casa de Thoreau. No sabía bien quién era en ese momento. Miré su casa, eso que llamaba “casa” y que había sido reconstruida para los turistas. Era un espacio donde debía imaginar que cabían una cocina y una cama. El regreso fue idéntico: una larga caminata y a tomar el tren de vuelta a Boston.
En un momento de su vida, Thoreau se fue a vivir al bosque unos dos años. Allí se originan sus libros Desobediencia civil y Walden, de sus caminatas por los bosques de Concord, Lincoln y Maine. “Me fui al bosque porque quería vivir deliberadamente, enfrentar únicamente los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido” es uno de los pasajes más bonitos de Walden, su alegato por la vida en comunión con la naturaleza. Esa casa miniatura de madera había sido construida sobre el terreno de su amigo, el poeta metafísico Waldo Emerson. Años después llegaría al cementerio de Sleepy Hollow con mi amigo Carlos. Allí visitamos su tumba. Más allá estaban Waldo Emerson y Louisa May Allcott, a quien le dejé un papelito como testimonio de mi visita.
“La única obligación a la que tengo derecho de asumir es a la de hacer siempre lo que creo correcto” afirma en Desobediencia civil, su alegato contra el gobierno y su teoría del Estado. Se negó a pagar sus impuestos y fue puesto en prisión por sus ideas, pero siempre hubo alguien generoso entre su familia y sus amigos que los pagó por él. Incluso una profesora portuguesa que vive en Nueva York me dijo que su austeridad no era rigurosa. Es verdad, vivió mucho tiempo con la familia de Emerson, ayudando a la esposa de este en casa.
¿Qué es hacer lo correcto? ¿Decirle a una niña que quizá ese gringo que ve todos los días no es su padre biológico? ¿Decirle a mi amigo que G lo engañaba con el tipo del trío? ¿Decirle a G que, cuando descubrió a mi amigo con otra, era algo así como una suerte de justicia poética? Cuando ellos decidieron regresar a los Estados Unidos, ella continuó con su doctorado, mientras que él recién empezaba su maestría en una universidad a la que, para llegar, había que internarse en lo profundo del territorio yanqui. No resultaban tan fáciles las visitas, comprar pasajes de avión y coordinar el recojo en el aeropuerto; cosas que yo no conocía porque en Boston, aunque todo es antiguo, el tranvía y los buses funcionan en la ciudad.
Después de casi diez años, ahora que veo a G por los estados de Facebook, me siento en las antípodas de lo que siempre pensamos para nosotras. No sé si siga escribiendo, no sé si se ha vuelto hacia algún tipo de religión. La vida que llevamos juntas, esas vidas de todos los días donde no hay uno solo en que no habláramos por teléfono, no hiciéramos un plan, no saliéramos a beber, esa vida ya no existe. Sí, pasan los años y las energías van disminuyendo, te domesticas con el paso del tiempo, te internas en bosques y te prendes fuego. Pasas por el ritual de la separación, te purificas y sigues. Hay vidas con las cuales parece unirte un afecto muy profundo hasta que algo se rompe; algo muy fino, que parece ser aquello que enlaza una humanidad con otra, se quiebra. G se separó de mi amigo ya no tan amigo, a quien, por cierto, luego de su viaje para estudiar en los Estados Unidos, jamás volví a ver. Solo supe que ahora vivía en las montañas de Dakota con una americana altísima, miembro de las comunidades originarias.
Hay personas que se esmeran en entrar a bosques y no salir jamás. Hacen crecer capas y capas de maleza y ya nunca más puedes volver a reconocerte en sus corazones. Hay verdades prohibidas. Las pocas veces que me he encontrado con G en Lima han sido fugaces, y solo alguna vez se reanudó en algo nuestra complicidad, pero nada se repite. Acabado ese periodo de vacaciones en el que los niños se quedaban en casa de su madre y su esposo no viajaba con ella, todo volvió al frío distanciamiento. Ahora G tiene dos bonitos niños y una familia donde guarecerse, supongo. Quisimos ser poetas en una época en que ya nadie creía en la poesía, pero yo me emperré en seguir escri-biendo. Formé una familia con un perro y un gato. A veces nos visitan novios o amigas.
Thoreau dedicó su vida a sus pequeños viajes, a sus escritos y a curiosidades botánicas. Cada vez que leo Walden,quiero irme a vivir a los bosques, pero soy demasiado urbana para que eso sea posible. Entonces, me dejo arrastrar por los bosques de mi imaginación, bosques y plantas que crecen dentro de mí. Pienso en ese tiempo como esa chica noventera que jamás abandonará la nostalgia de lo perdido. Pienso en mis amigos, en nuestros bailes en Bauhaus, en Nébula. En nuestra sobrevivencia limeña, en nuestros amores perdidos, y en el corazón de mi amiga G.