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            ¿Es posible establecer un lugar que permita drenar el resentimiento 
            y convertirlo en una angustia, digamos, parsimoniosa? Es decir, reconocer 
            lo que hay. Esto es lo que es y no pretendo restaurarlo sino testimoniarlo, 
            vivir una suerte de duelo melancólico en donde reproducir el 
            trauma y a la vez denunciarlo. Víctor Hugo Díaz 
            (Santiago, 1965) ha publicado No tocar, su cuarto libro de 
            poesía y creo ver en él una escritura que expone un 
            encuentro fallido con lo real. No tocar encierra un sistema de reglas 
            al cual el poeta desobedecerá mediante detonaciones de rabia 
            fugaz pero también de resignación: "partir hablando 
            pestes de tiempos felices/ cuando estaba tan cerca/ que bastaba con 
            empinarse y ver sobre la empalizada". Es esta una escritura que 
            no se pierde en evocaciones, en el análisis de las posibilidades. 
            La muerte surge así, como lo más real de lo real, una 
            presencia/presión constante: "El tenía miedo a 
            la putrefacción,/ a la oscuridad húmeda, prefería 
            la ceniza /[...]/desechos de una alianza vacía/ y un poco de 
            talento para el caos". Angustia por la materialidad devastada, 
            por la descomposición de lo que soy o eres. Por eso, cortar 
            de una vez y para siempre con la posibilidad de la purulencia, la 
            fetidez última de los ciclos biológicos. "Prefería 
            la ceniza". Me niego a esa última abyección, parece 
            decir el poeta. Aun así, llegado a tal límite, solo 
            queda la seguridad de sobrevivir con "un poco de talento para 
            el caos". 
 La poesía de Díaz no esquiva lo cotidiano, está 
            aquí, desafiando a la derrota una y otra vez. Como queriendo 
            decir, esto es sobrevivir. Escritura casi detenida en lo real-traumático: 
            "Su silencio no coincide con los ojos/ con la camisa en la foto 
            blanco y negro/ que ella se cuelga al pecho/ ni el sobrenombre hace 
            mérito al fémur/ ni al hueso húmero con que se 
            identifica/ cuando se acuesta a su lado/ y oye la palabra hijo". 
            El detenido desaparecido y su madre. Algo así como un silencio 
            los cruza, pero ella se opone al silencio ubicando la fotografía 
            en su pecho, ella vive el retorno en el universo de la pequeñez 
            cotidiana. El desbaratamiento de la obstrucción es lo mismo 
            que decir: se puede. La realidad abruma, es hostil, pero nos entrometemos 
            en una escena donde el significado no se derrumba. Porque la indiferencia 
            se vuelve imposible, la visualidad en Díaz se detiene en la 
            crisis y el dolor, caminos por los que lo real retorna machaconamente: 
            "La cotona azul desteñida se descosió bajo el brazo/ 
            (en la misma mesa, frente a él/sentada ante el plato humeante, 
            la mujer que de joven/-todavía se nota- tenía el mejor 
            cuerpo/y el apetito más tímido de la fábrica)/ 
            Ahora come de todo/se está recuperando/lo peor ya pasó". 
            Estamos ante una mirada hiperrealista, que conmueve y atrapa la decadencia 
            con sutilezas; una degradación ciertamente vitalista, "lo 
            peor ya pasó", pero que no llega a mitificar la otredad 
            o a caer en lo lastimero. Se trata más bien, de enunciar aquello 
            en un acto simple y contundente: "Ese tipo que pasa podría 
            darme un trabajo/(un buen golpe de suerte)/ se chupa las muelas, calmado, 
            calmado,/quita con su lengua los restos de almuerzo/pero no le hablo/dejo 
            que pase -mi oportunidad". La solidez del sujeto alcanza, en 
            estos segmentos que aproximan al final del libro, una fuerza inusitada. 
            Asume el fracaso, lo acepta. Sin más. Vivir en la derrota como 
            única opción, dejar pasar la oportunidad única 
            de instalarse en el escenario "de una competencia invisible". 
            El último segmento de este libro, titulado "File" 
            es el mejor del volumen. Sin duda la intensidad ante el desamparo 
            ha cobrado mayor fuerza. Pero, por suerte, no hay una supramirada 
            autoredentora ni un afán de autovictimización. El sujeto 
            toca fondo, intentando coagular la sangre de la herida transitoriamente, 
            blindaje fatuo porque el golpe vendrá de nuevo. No tocar de 
            Víctor Hugo Díaz es un libro donde la intensa lógica 
            del fracaso nos impregna y golpea con fuerza. Es un reto, un desafío 
            con estilo a la siempre joven derrota. Sin aullidos intertextuales 
            ni poéticas abrumadoras, solo con el ánimo de enfrentar, 
            a pesar de todo, al fracaso.
 
  
  
             
               
             
                 
             
               
                
                No tocarVíctor Hugo Díaz
 Santiago, Cuarto Propio,
 2003, 42 páginas.
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