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Víctor Hugo Díaz, Premio Pablo Neruda 2004

Poeta de uso


Por Luis López-Aliaga



Contradictorio año del Centenario de nuestro Premio Nobel. Por un lado se faranduliza el mito del vate y se le convierte en moneda de cambio y, por otro, se premia a Víctor Hugo Díaz, poeta de choque, quien no parece avenirse con las instituciones.

Trazo una rayita en la pared de mi dormitorio al final de cada día, uno menos para que concluya el llamado año del Centenario y se lleve para siempre tanta batucada nerudiana, baile de máscaras, fiesta de disfraces. Quedará sobre el territorio patrio una gran resaca de nada, papel picado, plaga de borrachos de chovinismo durmiendo en la acera. ¿Algún nuevo lector de la obra de Neruda? Difícil. ¿Algún imitador trasnochado de su postura de vate iluminado? Muchos. Uno levanta una piedra y salen varios muchachones arrogantes, convencidos de que se puede aspirar a la gloria por el solo hecho de tomar cerveza y repetirse el plato de cada lectura poética en que los invitados son ellos mismos. ¿Para qué leer a Vallejo? ¿Para qué leer a Catulo, a Horacio, a Trakl, a Pessoa, a Kavafis, a Barquero? No hay tiempo. Tenemos que llegar rápido a estampar nuestros versillos en alguna antología de autoconsumo, mamá se pondrá orgullosa.

Pero quizás no todo haya sido en vano. El Centenario de Neruda pondrá sobre el tapete y tornará un poco más audible una voz poética que durante largos años ha venido machacando fuera de los márgenes de la oficialidad literaria, la del díscolo y urbano Víctor Hugo Díaz (Santiago, 1965). El Premio que anualmente entrega la Fundación Pablo Neruda se ha convertido, sin duda, en el reconocimiento más importante dentro del ambiente poético criollo. A diferencia de las becas estatales o privadas, para obtener este galardón no es necesario enviar currículos o inventar un proyecto de obra, sino que el propio jurado se encarga de rastrear la trayectoria de los poetas menores de cuarenta años. No son muchos tampoco, no nos hagamos ilusiones. Aunque basta con haber auto editado un par de librillos con afanes poéticos y haber conseguido algún comentario halagüeño en la prensa escrita, quizás hasta con su fotito loca en algún suplemento cultural, para que los aludidos se sientan con los merecimientos suficientes. Por eso cada año se sacan los ojos unos a otros, pelan de lo lindo, muestran los colmillos. Este año, además, el Centenario garantizaba una notoriedad mayor del poeta ungido y cada candidato y candidata soñaba con ingresar a La Chascona bajo el tronar de las trompetas de la gloria. Por eso da gusto que sea un poeta alejado de la pompa y la impostura el que se lleve los laureles.

Felicidad invertida

Autor de "La comarca de senos caídos", "Doble vida", "Lugares de uso" y "No tocar", Víctor Hugo Díaz representa a una generación literaria -la de los ochenta- que creció bastante a la deriva, huérfana, en la calle. Marcada por la época del toque de queda y de los estados de emergencia, sus integrantes se acostumbraron a transitar por las catacumbas y a intercambiar fotocopias con los versos de poetas de los que habían escuchado hablar de oídas, un poco en sordina, por referencias que siempre tenían algo de subversivo. Formados en un tiempo en que no era sensato siquiera soñar con becas o premios de cualquier especie, es evidente que esa precariedad sirvió para fortalecer el temple de algunos y apurar la deserción de muchos. Selección natural que le llaman. Y toda esa pertinacia suicida, esa fragmentación social y política, esa soledad de los suburbios, está expresada de manera vital e intensa en los textos de Víctor Hugo Díaz. Su obra es una especie de constante deambular por la ciudad, un poco perdido, sin destino definido, pero siempre con el ojo y el oído atentos para captar los pequeños detalles de una vida que se arma como un castillo de naipes: en cualquier momento se viene abajo. "Escribo caminando y me siento a corregir", así comienza el poemario "No tocar", como una advertencia y una consigna que habla del entrecruce necesario de vida y poesía, experiencia y oficio literario. Tal como los lugares que recorre, plazas, cantinas, fábricas, cines, centros comerciales, apropiándose soberanamente de ellos, sus textos invitan al lector a una utilización semejante, descarada y activa, como un pedazo de ciudad que queda atrapado en la palabra, rescatado de las miradas y discursos de maqueta. Víctor Hugo Díaz es un poeta de uso.

Hoy le llueven entrevistas, los comentarios críticos, los reconocimientos sinceros e interesados y uno no puede evitar preguntarse si el poeta será capaz de salir airoso de semejante arremetida, un palmoteo institucional que busca, sin duda, domesticarlo. Por eso se siente la urgencia de repetirle alguno de sus propios versos, esos que aparecen en "La felicidad invertida", por ejemplo: "Lo menos importante es lo que está pasando/ el resto, lo denso, es lo que no pasará/ Porque después se acaba la cuerda, viene la resaca/ y nadie piensa en la guerra".

 

 

La muerte muerde

Los felinos del bajo mundo están de juerga
esta noche
cantando a la luna en cuarto menguante
(forma de cimitarra, penacho de mezquita o daga)

Los últimos pasos se deshidratan bajo el sol
que bosteza

Las huellas seguirán ahí, sólidas
cuando se inaugure el paseo peatonal

Cede la palabra y deja el escenario al vacío vulgar de los felinos

Uña retráctil desafinada que abuchea
devolviendo la fruta podrida

Pasos lentos, músculos, pelaje:
saborea y lame sus secretos
no hay más ladridos.

Víctor Hugo Díaz

 

 


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