Contradictorio año del Centenario de 
            nuestro Premio Nobel. Por un lado se faranduliza el mito del vate 
            y se le convierte en moneda de cambio y, por otro, se premia a Víctor 
            Hugo Díaz, poeta de choque, quien no parece avenirse con las 
            instituciones. 
           Trazo una rayita en la pared de mi dormitorio al final 
            de cada día, uno menos para que concluya el llamado año 
            del Centenario y se lleve para siempre tanta batucada nerudiana, baile 
            de máscaras,  fiesta 
            de disfraces. Quedará sobre el territorio patrio una gran resaca 
            de nada, papel picado, plaga de borrachos de chovinismo durmiendo 
            en la acera. ¿Algún nuevo lector de la obra de Neruda? 
            Difícil. ¿Algún imitador trasnochado de su postura 
            de vate iluminado? Muchos. Uno levanta una piedra y salen varios muchachones 
            arrogantes, convencidos de que se puede aspirar a la gloria por el 
            solo hecho de tomar cerveza y repetirse el plato de cada lectura poética 
            en que los invitados son ellos mismos. ¿Para qué leer 
            a Vallejo? ¿Para qué leer a Catulo, a Horacio, a Trakl, 
            a Pessoa, a Kavafis, a Barquero? No hay tiempo. Tenemos que llegar 
            rápido a estampar nuestros versillos en alguna antología 
            de autoconsumo, mamá se pondrá orgullosa.
fiesta 
            de disfraces. Quedará sobre el territorio patrio una gran resaca 
            de nada, papel picado, plaga de borrachos de chovinismo durmiendo 
            en la acera. ¿Algún nuevo lector de la obra de Neruda? 
            Difícil. ¿Algún imitador trasnochado de su postura 
            de vate iluminado? Muchos. Uno levanta una piedra y salen varios muchachones 
            arrogantes, convencidos de que se puede aspirar a la gloria por el 
            solo hecho de tomar cerveza y repetirse el plato de cada lectura poética 
            en que los invitados son ellos mismos. ¿Para qué leer 
            a Vallejo? ¿Para qué leer a Catulo, a Horacio, a Trakl, 
            a Pessoa, a Kavafis, a Barquero? No hay tiempo. Tenemos que llegar 
            rápido a estampar nuestros versillos en alguna antología 
            de autoconsumo, mamá se pondrá orgullosa. 
          Pero quizás no todo haya sido en vano. El Centenario 
            de Neruda pondrá sobre el tapete y tornará un poco más 
            audible una voz poética que durante largos años ha venido 
            machacando fuera de los márgenes de la oficialidad literaria, 
            la del díscolo y urbano Víctor Hugo Díaz 
            (Santiago, 1965). El Premio que anualmente entrega la Fundación 
            Pablo Neruda se ha convertido, sin duda, en el reconocimiento más 
            importante dentro del ambiente poético criollo. A diferencia 
            de las becas estatales o privadas, para obtener este galardón 
            no es necesario enviar currículos o inventar un proyecto de 
            obra, sino que el propio jurado se encarga de rastrear la trayectoria 
            de los poetas menores de cuarenta años. No son muchos tampoco, 
            no nos hagamos ilusiones. Aunque basta con haber auto editado un par 
            de librillos con afanes poéticos y haber conseguido algún 
            comentario halagüeño en la prensa escrita, quizás 
            hasta con su fotito loca en algún suplemento cultural, para 
            que los aludidos se sientan con los merecimientos suficientes. Por 
            eso cada año se sacan los ojos unos a otros, pelan de lo lindo, 
            muestran los colmillos. Este año, además, el Centenario 
            garantizaba una notoriedad mayor del poeta ungido y cada candidato 
            y candidata soñaba con ingresar a La Chascona bajo el tronar 
            de las trompetas de la gloria. Por eso da gusto que sea un poeta alejado 
            de la pompa y la impostura el que se lleve los laureles. 
            
          
          Felicidad invertida
           Autor de "La comarca de senos caídos", 
            "Doble vida", "Lugares de uso" y "No tocar", 
            Víctor Hugo Díaz representa a una generación 
            literaria -la de los ochenta- que creció bastante a la deriva, 
            huérfana, en la calle. Marcada por la época del toque 
            de queda y de los estados de emergencia, sus integrantes se acostumbraron 
            a transitar por las catacumbas y a intercambiar fotocopias con los 
            versos de poetas de los que habían escuchado hablar de oídas, 
            un poco en sordina, por referencias que siempre tenían algo 
            de subversivo. Formados en un tiempo en que no era sensato siquiera 
            soñar con becas o premios de cualquier especie, es evidente 
            que esa precariedad sirvió para fortalecer el temple de algunos 
            y apurar la deserción de muchos. Selección natural que 
            le llaman. Y toda esa pertinacia suicida, esa fragmentación 
            social y política, esa soledad de los suburbios, está 
            expresada de manera vital e intensa en los textos de Víctor 
            Hugo Díaz. Su obra es una especie de constante deambular por 
            la ciudad, un poco perdido, sin destino definido, pero siempre con 
            el ojo y el oído atentos para captar los pequeños detalles 
            de una vida que se arma como un castillo de naipes: en cualquier momento 
            se viene abajo. "Escribo caminando y me siento a corregir", 
            así comienza el poemario "No tocar", como una advertencia 
            y una consigna que habla del entrecruce necesario de vida y poesía, 
            experiencia y oficio literario. Tal como los lugares que recorre, 
            plazas, cantinas, fábricas, cines, centros comerciales, apropiándose 
            soberanamente de ellos, sus textos invitan al lector a una utilización 
            semejante, descarada y activa, como un pedazo de ciudad que queda 
            atrapado en la palabra, rescatado de las miradas y discursos de maqueta. 
            Víctor Hugo Díaz es un poeta de uso. 
          Hoy le llueven entrevistas, los comentarios críticos, 
            los reconocimientos sinceros e interesados y uno no puede evitar preguntarse 
            si el poeta será capaz de salir airoso de semejante arremetida, 
            un palmoteo institucional que busca, sin duda, domesticarlo. Por eso 
            se siente la urgencia de repetirle alguno de sus propios versos, esos 
            que aparecen en "La felicidad invertida", por ejemplo: "Lo 
            menos importante es lo que está pasando/ el resto, lo denso, 
            es lo que no pasará/ Porque después se acaba la cuerda, 
            viene la resaca/ y nadie piensa en la guerra".
           
           
          La muerte muerde
           
             
              
                 Los felinos del bajo mundo están de juerga 
                  esta noche
                  cantando a la luna en cuarto menguante
                  (forma de cimitarra, penacho de mezquita o daga)
                 Los últimos pasos se deshidratan bajo el sol
                  que bosteza 
                Las huellas seguirán ahí, sólidas
                  cuando se inaugure el paseo peatonal 
                Cede la palabra y deja el escenario al vacío vulgar 
                  de los felinos
                Uña retráctil desafinada que abuchea 
                  devolviendo la fruta podrida
                 Pasos lentos, músculos, pelaje:
                  saborea y lame sus secretos
                  no hay más ladridos.
                Víctor Hugo Díaz