Luego de haber proclamado a todos los vientos su obsesión 
            urbana y, llamémosla así, marginal, con sus dos primeros 
            libros (La comarca de los senos caídos, 1987, y Doble 
            vida, 1989), Víctor Hugo Díaz da a la luz 
            pública el tercer tomo de su desconcierto, exacerbado en esta 
            ocasión por los  síntomas 
            de un envejecimiento difícil de clasificar como prematuro, 
            pero que de cualquier manera lo deja fuera del circuito que, habitualmente, 
            solía ser el suyo. Si en sus dos primeros libros la urbe enfebrecida 
            era el recorrido obligado para conocer los extramuros de la verdadera 
            ciudad -al menos esa ciudad donde el evento político era un 
            rezago apenas audible o rastreable a través de los desechos 
            citadinos (graffitis, basura en los paraderos de las micros, 
            restos de lo que pudo haber sido una épica en otro minuto significativa 
            pero bajo las actuales circunstancias ya no lo es)-, hoy el traslado 
            se realiza por las líneas establecidas por el Metro, en un 
            deambular vertiginoso donde la mirada aún mantiene sus fijaciones 
            por todo aquello que abunda entre la fragilidad y el registro evidentemente 
            político de una transición que fue de la violencia más 
            descarada a una violencia por sutil no menor ni menos eficiente: "Construyeron 
            un complejo deportivo/sobre nuestro territorio apache". De 
            ese modo, y tal como aparece en la portada de este libro, el sujeto 
            de estos poemas parecería buscar la llave que le permita dar 
            con el secreto que (esa realidad de la que él y su desconcierto 
            forman parte) le han negado. Y cuando hablamos de secreto nos referimos 
            al secreto que implican las nuevas costumbres a las que el hablante 
            de Lugares de uso no logra acceder. O si lo hace, lo hace sin 
            percatarse de la lógica y los códigos implícitos 
            que ellas exigen como una especie de contraseña o insignia 
            distintiva de los iniciados que comparten cierta clase de conocimientos 
            particulares (jergas nuevas y exclusivas, indumentarias que hasta 
            ayer pertenecieron a un círculo cerrado y que hoy en día 
            pasan a ser de uso público y degradado gracias a su nuevo valor 
            comercial, etc.). La observación crítica pero neutra, 
            ajena de todo énfasis, que se hace del entorno pasa por una 
            modulación que es la clave del conjunto: el apego a referirse 
            por imágenes fragmentarias, sacadas del expendio de un voyeur 
            cuya trasegar (léase cuyo caminar) nos invita a la conclusión 
            de que lo único por desentrañar es el aquí y 
            el ahora del epígrafe que abre el libro: "El mañana 
            es fácil, pero el hoy está inexplorado", de 
            John Ashberry. Un Ashberry que, en cualquier caso, marca su presencia 
            más por los Galeones de Abril y su Hotel Lautreamont 
            antes que por el discurso descentrado de Diagrama de flujo 
            o Autorretrato en un espejo convexo, aun cuando la cita que 
            abre el texto de Díaz pertenezca a este último libro.
síntomas 
            de un envejecimiento difícil de clasificar como prematuro, 
            pero que de cualquier manera lo deja fuera del circuito que, habitualmente, 
            solía ser el suyo. Si en sus dos primeros libros la urbe enfebrecida 
            era el recorrido obligado para conocer los extramuros de la verdadera 
            ciudad -al menos esa ciudad donde el evento político era un 
            rezago apenas audible o rastreable a través de los desechos 
            citadinos (graffitis, basura en los paraderos de las micros, 
            restos de lo que pudo haber sido una épica en otro minuto significativa 
            pero bajo las actuales circunstancias ya no lo es)-, hoy el traslado 
            se realiza por las líneas establecidas por el Metro, en un 
            deambular vertiginoso donde la mirada aún mantiene sus fijaciones 
            por todo aquello que abunda entre la fragilidad y el registro evidentemente 
            político de una transición que fue de la violencia más 
            descarada a una violencia por sutil no menor ni menos eficiente: "Construyeron 
            un complejo deportivo/sobre nuestro territorio apache". De 
            ese modo, y tal como aparece en la portada de este libro, el sujeto 
            de estos poemas parecería buscar la llave que le permita dar 
            con el secreto que (esa realidad de la que él y su desconcierto 
            forman parte) le han negado. Y cuando hablamos de secreto nos referimos 
            al secreto que implican las nuevas costumbres a las que el hablante 
            de Lugares de uso no logra acceder. O si lo hace, lo hace sin 
            percatarse de la lógica y los códigos implícitos 
            que ellas exigen como una especie de contraseña o insignia 
            distintiva de los iniciados que comparten cierta clase de conocimientos 
            particulares (jergas nuevas y exclusivas, indumentarias que hasta 
            ayer pertenecieron a un círculo cerrado y que hoy en día 
            pasan a ser de uso público y degradado gracias a su nuevo valor 
            comercial, etc.). La observación crítica pero neutra, 
            ajena de todo énfasis, que se hace del entorno pasa por una 
            modulación que es la clave del conjunto: el apego a referirse 
            por imágenes fragmentarias, sacadas del expendio de un voyeur 
            cuya trasegar (léase cuyo caminar) nos invita a la conclusión 
            de que lo único por desentrañar es el aquí y 
            el ahora del epígrafe que abre el libro: "El mañana 
            es fácil, pero el hoy está inexplorado", de 
            John Ashberry. Un Ashberry que, en cualquier caso, marca su presencia 
            más por los Galeones de Abril y su Hotel Lautreamont 
            antes que por el discurso descentrado de Diagrama de flujo 
            o Autorretrato en un espejo convexo, aun cuando la cita que 
            abre el texto de Díaz pertenezca a este último libro.
            
            No han pasado en vano los once años desde la última 
            publicación de este autor: dentro de toda la poesía 
            urbana que se ha escrito en la última década en Chile 
            (para hacer un corte diacrónico y referirnos a un grupo etáreo 
            y cultural al que podría ser asimilado Díaz), este libro 
            no es sólo un archivo de espacios públicos y su deterioro: 
            es, más bien, la constatación apenas dolorida de haber 
            estado y haber gozado de esos lugares exactamente por las mismas razones 
            por las cuales después fueron abandonados: sin saber por qué 
            (1). Quisiera insistir majaderamente en ello: creo que este libro 
            sin los diez años del pequeño infierno concertacionista 
            no se hubiera escrito. Una y otra vez el sujeto errático de 
            estos poemas insiste oblicuamente en ello: el recurso a la paradoja, 
            Gonzalo Millán explicita el uso de la herramienta, en su prólogo 
            al libro, da cuenta de ello. Asi, por ejemplo, en la página 
            cincuenta los fragmentos de la infancia y los recuerdos de la esquina 
            más bella del barrio no le pertenecen ya a este emisor en permanente 
            busca de un lugar (de uso, tal vez) en donde poder asentarse. Este 
            anhelo de ciertas seguridades se ratifica en ese verso que convierte 
            a Rosamel del Valle en uno de sus secuaces: cuando el autor de este 
            libro nacía, Moisés Gutiérrez, más conocido 
            como Rosamel del Valle, dejaba este mundo y abierta la última 
            página de sus libros. Tradición y memoria, más 
            que como un estanco de provisiones al cual recurrir, participan en 
            este libro de la paulatina corrosión que por ahora no es la 
            promesa de ninguna nueva utopía. Sin posibilidades de ensoñación 
            o futuro, Víctor Hugo Díaz nos conmina a subirnos al 
            carro de la incerteza y, también, al de la negatividad urbana 
            (2), seguro de que ese es el único territorio posible luego 
            de las aventuras de la metapoesía de principios de los setenta 
            y del descalabro de las propuestas panfletarias arropadas en los tiempos 
            de la dictadura. Pero, ya sin el “amparo” del pinochetismo (nunca 
            fuimos tan libres como bajo la ocupación nazi, alguna vez 
            dijo Sartre), Díaz se acoge ahora y siempre lo ha hecho, al 
            segment0 de los poetas mirones, esos callejeros que dan cuenta del 
            entorno urbano que los acosa o acoge: asi como el Lihn de Paseo 
            Ahumada se quita de encima el traje de súper hombre que 
            el hablante poético venía cargando no solo desde el 
            Canto General, sino también desde sus clones ochenteros 
            e igualmente proféticos: Raúl Zurita, en un muy bien 
            ganado primer lugar, el poeta de estos lugares accede a una nueva 
            épica que solo se puede llamar así a falta de una manera 
            más adecuada de calificarla, puesto que de heroísmos 
            y voluntades inquebrantables ya tuvimos suficiente durante los últimos 
            treinta o cincuenta años, parece insistirnos este hablante, 
            debido en gran medida a las bestias fascistas de todas las tiendas 
            políticas avecindadas con o sin acreditación oficial 
            en nuestro país (probablemente desde este olvido de las grandes 
            aventuras que siempre estuvieron dirigidas por otros, el poeta deja 
            recaer su mirada en estos detalles, ápices y renucias que reemplazan 
            el paisaje anterior, cambiando la visión panorámica 
            del gran angular por el fisgoneo miniaturista de la lupa -“el escupo 
            en el suelo, se amolda/a las ranuras de la baldosa”, p. 52- y ahora, 
            además temas antes inéditos como la inmigracidn ilegal 
            desde paises vecinos puede ser parte central de un texto como “Días 
            paralelos”). Y sin duda que es necesario insistir en este aspect0 
            de la realidad actual del Chile de hoy. Solo en un país con 
            los niveles de esquizofrenia colectiva que tiene uno como el nuestro 
            -véase, para mayores antecedentes, El Fantasma de la Sinrazón 
            (3), de Armando Uribe A.- pueden entenderse a cabalidad libros como 
            el de Víctor Hugo Díaz u otros poetas (4).
            
            Si es correcta la tesis de Uribe (véase la nota no 3), podríamos 
            leer entre las líneas de estos lugares de uso, la crónica 
            de una violencia ejercida desde distintas esferas, per0 con el denominador 
            común del sometimiento del otro que siempre representa un escalón 
            inferior de la jerarquia. De este modo, los atributos del hablante 
            que Millán enumera (siempre alerta por necesidad, agilidad 
            en sus desplazamientos linguísticos y corporales, vivacidad 
            del ojo y el paso eficaz de una situación a otra), más 
            que recursos estéticos utilizados con destreza por Díaz, 
            son, en este libro, necesidades vitales que conciernen a la constitución 
            misma del sujeto. No obstante, del consiguiente desamparo que todo 
            lo anterior podría concitar, este sujeto no se mueve hacia 
            una solución contingente (denuncia, referencialidad), sino 
            que, por el contrario, opta por una visión irónica donde 
            el sentido de la experiencia es una y otra vez aplazado por la carencia, 
            como se dijo más arriba, de esa llave que aparece en la portada 
            y que nos podría facilitar el acceso a ¿ese lugar? ¿ese 
            tiempo? donde “( ...) Agitar un brazo, hundirse en los ojos/ hasta 
            que el rostro y el nombre coincidan”. Quizás sea en esa grieta, 
            la de la identidad, por donde se cuelen y se escapen los énfasis 
            más coyunturales de las generaciones precedentes, dando paso 
            a un discurso que no por privado y personal cuenta con menos arraigo 
            en una actualidad que el lector puede asimilar a la suya.
            
            El libro termina con una imagen que quiere ser la solución 
            de todos los probables e improbables sentidos de este conjunto: la 
            caida o el suicidio, o ambos a la vez, de una mujer y un pesado manojo 
            de llaves, bajo las ruedas del ferrocarril orgulloso y urban0 que 
            cruza una ciudad que podria ser Santiago o cualquier otra que conviva 
            y sobreviva a regañadientes no con la modernidad en si misma, 
            sino con el tip0 de modernidad que se les ha impuesto. Y en ese suicidio, 
            en el desmembramiento de ese cuerpo, lo más obvio sería 
            ver la consiguiente descomposición del cuerpo social, territorio 
            cuyo acceso queda vedado desde el momento en que también las 
            llaves que
            permitirían alcanzarlo caen bajo el peso del ferrocarril. Decíamos 
            que eso sería lo más obvio. La filigrana consistiría 
            en imaginar que esa imagen del suicidio también es la imagen 
            del poeta en medio de esa modemidad que todavía no termina 
            de acomodarle, postmodernidad incluida: salto mortal al que se vería 
            empujado el poeta ya sea que abrazase fervoroso la teoría del 
            progreso o, si en su defecto, la considerase en su esencia como una 
            amenaza para la poesía y la vida poética. Dos actitudes, 
            pero un solo y mismo resultado.
            
            La violencia es silencio, decia Bataille y citaba Tomás Harris, 
            en una sentencia que no tiene poco que ver con los últimos 
            años de la poesía chilena o con toda la poesía 
            chilena.
           
          Notas:
          (1) Pero el libro es, en la misma medida, la creación 
            de un imaginario, la (re)invención simbólica de
            una realidad que no existe antes del poema. Este es un punto que no 
            debe ser reputado como un asunto menor, en especial cuando nos referimos 
            a estos libros de la llamada “poesía urbana”. El malentendido 
            provendría de suponer a dos entidades ónticamente separadas 
            y divergentes entre sí -poeta/ciudad- que lograrían 
            romper con su divorcio cuando el poeta o autor reconociese en aquella 
            un nuevo tema, un referente nuevo sobre el cual desarrollar su discurso, 
            o como hubieran dicho antes, sobre el cual “cantar”. El libro de Díaz, 
            en cambio, pone a dialogar a dos discursos que esencialmente no son 
            distintos entre sí: el entramado literario y el entramado urbano, 
            ambos redes discursivas e infinitas y heterogéneas que en su 
            mutua influencia y modificación dan como resultante ese engendro 
            virtuoso en muchas ocasiones de la poesía urbana.
            
            (2) Negatividad urbana podría entenderse como un proceso creativo 
            que refiere más por las posibilidades incumplidas y clausuradas 
            que por los acontecimientos efectivos. En ese sentido, se habla más 
            de lo que no está que de lo que es. No busca, sin embargo, 
            un acomodo en la melancolía o la nostalgia del pasado, sino 
            en la expresión irónica y silenciosamente rabiosa de 
            una queja por las oportunidades desperdiciadas. Y, aún así, 
            esta queja no pareciera abrigar la esperanza de un cambio o una modificación 
            de las condiciones actuales del mundo que la rodea.
          (3) Uribe Arce, Armando. El Fantasma de la Sinrazón 
            & El Secreto de la Poesía. Beuvedráis editor. 
            Santiago, Chile, 2001. Aquí se esgrime una tesis que puede 
            ser profundamente útil, cual es la de la expresión de 
            los mecanismos del inconsciente colectivo a través de la poesía, 
            que sería uno de sus vehículos privilegiados. En el 
            caso de nuestro país, el inconsciente colectivo estaría 
            traspasado por las pulsiones irracionales, expuestas a través 
            de lo que Uribe llama ‘el fantasma Pinochet’, que pretenderían 
            la justificación de una violencia que se pretende a sí 
            misma como legitima. Conclusiones éstas que podrían 
            asemejarse con las tesis de Alfred0 Jocelyn-Holt, quien en El Chile 
            perplejo (Planeta/Ariel, 1998) plantea que el golpe militar no 
            fue sino el descorrer del vel0 (cívico, legalista y supuestamente 
            democrático) sobre la violencia soterrada que era la verdadera 
            forma de relación entre las distintas capas sociales, en las 
            décadas anteriores al golpe.
            
            (4)Andrés Anwandter, Jorge Velásquez, Yuri Pérez, 
            Germán Carrasco, Javier Bello, David Preiss, etc.
           
          LUGARES DE 
            USO 
            Víctor Hugo Díaz.
            Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2000.