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Víctor Hugo Díaz.


LUGARES DE USO


por Cristián Gómez O.
Universidad de Chile





Luego de haber proclamado a todos los vientos su obsesión urbana y, llamémosla así, marginal, con sus dos primeros libros (La comarca de los senos caídos, 1987, y Doble vida, 1989), Víctor Hugo Díaz da a la luz pública el tercer tomo de su desconcierto, exacerbado en esta ocasión por los síntomas de un envejecimiento difícil de clasificar como prematuro, pero que de cualquier manera lo deja fuera del circuito que, habitualmente, solía ser el suyo. Si en sus dos primeros libros la urbe enfebrecida era el recorrido obligado para conocer los extramuros de la verdadera ciudad -al menos esa ciudad donde el evento político era un rezago apenas audible o rastreable a través de los desechos citadinos (graffitis, basura en los paraderos de las micros, restos de lo que pudo haber sido una épica en otro minuto significativa pero bajo las actuales circunstancias ya no lo es)-, hoy el traslado se realiza por las líneas establecidas por el Metro, en un deambular vertiginoso donde la mirada aún mantiene sus fijaciones por todo aquello que abunda entre la fragilidad y el registro evidentemente político de una transición que fue de la violencia más descarada a una violencia por sutil no menor ni menos eficiente: "Construyeron un complejo deportivo/sobre nuestro territorio apache". De ese modo, y tal como aparece en la portada de este libro, el sujeto de estos poemas parecería buscar la llave que le permita dar con el secreto que (esa realidad de la que él y su desconcierto forman parte) le han negado. Y cuando hablamos de secreto nos referimos al secreto que implican las nuevas costumbres a las que el hablante de Lugares de uso no logra acceder. O si lo hace, lo hace sin percatarse de la lógica y los códigos implícitos que ellas exigen como una especie de contraseña o insignia distintiva de los iniciados que comparten cierta clase de conocimientos particulares (jergas nuevas y exclusivas, indumentarias que hasta ayer pertenecieron a un círculo cerrado y que hoy en día pasan a ser de uso público y degradado gracias a su nuevo valor comercial, etc.). La observación crítica pero neutra, ajena de todo énfasis, que se hace del entorno pasa por una modulación que es la clave del conjunto: el apego a referirse por imágenes fragmentarias, sacadas del expendio de un voyeur cuya trasegar (léase cuyo caminar) nos invita a la conclusión de que lo único por desentrañar es el aquí y el ahora del epígrafe que abre el libro: "El mañana es fácil, pero el hoy está inexplorado", de John Ashberry. Un Ashberry que, en cualquier caso, marca su presencia más por los Galeones de Abril y su Hotel Lautreamont antes que por el discurso descentrado de Diagrama de flujo o Autorretrato en un espejo convexo, aun cuando la cita que abre el texto de Díaz pertenezca a este último libro.

No han pasado en vano los once años desde la última publicación de este autor: dentro de toda la poesía urbana que se ha escrito en la última década en Chile (para hacer un corte diacrónico y referirnos a un grupo etáreo y cultural al que podría ser asimilado Díaz), este libro no es sólo un archivo de espacios públicos y su deterioro: es, más bien, la constatación apenas dolorida de haber estado y haber gozado de esos lugares exactamente por las mismas razones por las cuales después fueron abandonados: sin saber por qué (1). Quisiera insistir majaderamente en ello: creo que este libro sin los diez años del pequeño infierno concertacionista no se hubiera escrito. Una y otra vez el sujeto errático de estos poemas insiste oblicuamente en ello: el recurso a la paradoja, Gonzalo Millán explicita el uso de la herramienta, en su prólogo al libro, da cuenta de ello. Asi, por ejemplo, en la página cincuenta los fragmentos de la infancia y los recuerdos de la esquina más bella del barrio no le pertenecen ya a este emisor en permanente busca de un lugar (de uso, tal vez) en donde poder asentarse. Este anhelo de ciertas seguridades se ratifica en ese verso que convierte a Rosamel del Valle en uno de sus secuaces: cuando el autor de este libro nacía, Moisés Gutiérrez, más conocido como Rosamel del Valle, dejaba este mundo y abierta la última página de sus libros. Tradición y memoria, más que como un estanco de provisiones al cual recurrir, participan en este libro de la paulatina corrosión que por ahora no es la promesa de ninguna nueva utopía. Sin posibilidades de ensoñación o futuro, Víctor Hugo Díaz nos conmina a subirnos al carro de la incerteza y, también, al de la negatividad urbana (2), seguro de que ese es el único territorio posible luego de las aventuras de la metapoesía de principios de los setenta y del descalabro de las propuestas panfletarias arropadas en los tiempos de la dictadura. Pero, ya sin el “amparo” del pinochetismo (nunca fuimos tan libres como bajo la ocupación nazi, alguna vez dijo Sartre), Díaz se acoge ahora y siempre lo ha hecho, al segment0 de los poetas mirones, esos callejeros que dan cuenta del entorno urbano que los acosa o acoge: asi como el Lihn de Paseo Ahumada se quita de encima el traje de súper hombre que el hablante poético venía cargando no solo desde el Canto General, sino también desde sus clones ochenteros e igualmente proféticos: Raúl Zurita, en un muy bien ganado primer lugar, el poeta de estos lugares accede a una nueva épica que solo se puede llamar así a falta de una manera más adecuada de calificarla, puesto que de heroísmos y voluntades inquebrantables ya tuvimos suficiente durante los últimos treinta o cincuenta años, parece insistirnos este hablante, debido en gran medida a las bestias fascistas de todas las tiendas políticas avecindadas con o sin acreditación oficial en nuestro país (probablemente desde este olvido de las grandes aventuras que siempre estuvieron dirigidas por otros, el poeta deja recaer su mirada en estos detalles, ápices y renucias que reemplazan el paisaje anterior, cambiando la visión panorámica del gran angular por el fisgoneo miniaturista de la lupa -“el escupo en el suelo, se amolda/a las ranuras de la baldosa”, p. 52- y ahora, además temas antes inéditos como la inmigracidn ilegal desde paises vecinos puede ser parte central de un texto como “Días paralelos”). Y sin duda que es necesario insistir en este aspect0 de la realidad actual del Chile de hoy. Solo en un país con los niveles de esquizofrenia colectiva que tiene uno como el nuestro -véase, para mayores antecedentes, El Fantasma de la Sinrazón (3), de Armando Uribe A.- pueden entenderse a cabalidad libros como el de Víctor Hugo Díaz u otros poetas (4).

Si es correcta la tesis de Uribe (véase la nota no 3), podríamos leer entre las líneas de estos lugares de uso, la crónica de una violencia ejercida desde distintas esferas, per0 con el denominador común del sometimiento del otro que siempre representa un escalón inferior de la jerarquia. De este modo, los atributos del hablante que Millán enumera (siempre alerta por necesidad, agilidad en sus desplazamientos linguísticos y corporales, vivacidad del ojo y el paso eficaz de una situación a otra), más que recursos estéticos utilizados con destreza por Díaz, son, en este libro, necesidades vitales que conciernen a la constitución misma del sujeto. No obstante, del consiguiente desamparo que todo lo anterior podría concitar, este sujeto no se mueve hacia una solución contingente (denuncia, referencialidad), sino que, por el contrario, opta por una visión irónica donde el sentido de la experiencia es una y otra vez aplazado por la carencia, como se dijo más arriba, de esa llave que aparece en la portada y que nos podría facilitar el acceso a ¿ese lugar? ¿ese tiempo? donde “( ...) Agitar un brazo, hundirse en los ojos/ hasta que el rostro y el nombre coincidan”. Quizás sea en esa grieta, la de la identidad, por donde se cuelen y se escapen los énfasis más coyunturales de las generaciones precedentes, dando paso a un discurso que no por privado y personal cuenta con menos arraigo en una actualidad que el lector puede asimilar a la suya.

El libro termina con una imagen que quiere ser la solución de todos los probables e improbables sentidos de este conjunto: la caida o el suicidio, o ambos a la vez, de una mujer y un pesado manojo de llaves, bajo las ruedas del ferrocarril orgulloso y urban0 que cruza una ciudad que podria ser Santiago o cualquier otra que conviva y sobreviva a regañadientes no con la modernidad en si misma, sino con el tip0 de modernidad que se les ha impuesto. Y en ese suicidio, en el desmembramiento de ese cuerpo, lo más obvio sería ver la consiguiente descomposición del cuerpo social, territorio cuyo acceso queda vedado desde el momento en que también las llaves que
permitirían alcanzarlo caen bajo el peso del ferrocarril. Decíamos que eso sería lo más obvio. La filigrana consistiría en imaginar que esa imagen del suicidio también es la imagen del poeta en medio de esa modemidad que todavía no termina de acomodarle, postmodernidad incluida: salto mortal al que se vería empujado el poeta ya sea que abrazase fervoroso la teoría del progreso o, si en su defecto, la considerase en su esencia como una amenaza para la poesía y la vida poética. Dos actitudes, pero un solo y mismo resultado.

La violencia es silencio, decia Bataille y citaba Tomás Harris, en una sentencia que no tiene poco que ver con los últimos años de la poesía chilena o con toda la poesía chilena.

 

Notas:

(1) Pero el libro es, en la misma medida, la creación de un imaginario, la (re)invención simbólica de una realidad que no existe antes del poema. Este es un punto que no debe ser reputado como un asunto menor, en especial cuando nos referimos a estos libros de la llamada “poesía urbana”. El malentendido provendría de suponer a dos entidades ónticamente separadas y divergentes entre sí -poeta/ciudad- que lograrían romper con su divorcio cuando el poeta o autor reconociese en aquella un nuevo tema, un referente nuevo sobre el cual desarrollar su discurso, o como hubieran dicho antes, sobre el cual “cantar”. El libro de Díaz, en cambio, pone a dialogar a dos discursos que esencialmente no son distintos entre sí: el entramado literario y el entramado urbano, ambos redes discursivas e infinitas y heterogéneas que en su mutua influencia y modificación dan como resultante ese engendro virtuoso en muchas ocasiones de la poesía urbana.

(2) Negatividad urbana podría entenderse como un proceso creativo que refiere más por las posibilidades incumplidas y clausuradas que por los acontecimientos efectivos. En ese sentido, se habla más de lo que no está que de lo que es. No busca, sin embargo, un acomodo en la melancolía o la nostalgia del pasado, sino en la expresión irónica y silenciosamente rabiosa de una queja por las oportunidades desperdiciadas. Y, aún así, esta queja no pareciera abrigar la esperanza de un cambio o una modificación de las condiciones actuales del mundo que la rodea.

(3) Uribe Arce, Armando. El Fantasma de la Sinrazón & El Secreto de la Poesía. Beuvedráis editor. Santiago, Chile, 2001. Aquí se esgrime una tesis que puede ser profundamente útil, cual es la de la expresión de los mecanismos del inconsciente colectivo a través de la poesía, que sería uno de sus vehículos privilegiados. En el caso de nuestro país, el inconsciente colectivo estaría traspasado por las pulsiones irracionales, expuestas a través de lo que Uribe llama ‘el fantasma Pinochet’, que pretenderían la justificación de una violencia que se pretende a sí misma como legitima. Conclusiones éstas que podrían asemejarse con las tesis de Alfred0 Jocelyn-Holt, quien en El Chile perplejo (Planeta/Ariel, 1998) plantea que el golpe militar no fue sino el descorrer del vel0 (cívico, legalista y supuestamente democrático) sobre la violencia soterrada que era la verdadera forma de relación entre las distintas capas sociales, en las décadas anteriores al golpe.

(4)Andrés Anwandter, Jorge Velásquez, Yuri Pérez, Germán Carrasco, Javier Bello, David Preiss, etc.

 

LUGARES DE USO
Víctor Hugo Díaz.
Editorial Cuarto Propio, Santiago, 2000.

 
 

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Víctor Hugo Díaz: Lugares de uso,
por Cristián Gómez O.
Universidad de Chile.
Fuente: Revista Chilena de Literatura Nº59,
2001.