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Mi Amigo Volodia

Por José Miguel Varas

Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 3 de Febrero de 2008

El escritor, periodista y correligionario que conoció a Teitelboim en 1948 y se mantuvo cercano a él hasta sus últimos días,
ofrece un conmovedor testimonio en el que aparecen desde Claudio, todavía guagua, hasta las cumbias de la
Sonora Palacios que bailaban los chilenos en la Unión Soviética para combatir el desaliento del exilio.


Sentado ante la pantalla luminosa, el cronista cavila y siente impulsos de arrepentimiento y huida, mientras el tiempo pasa y la página sigue en blanco. ¿En qué estaría cuando aceptó escribir sobre Volodia en la víspera de su sepelio y en medio de la avalancha de imágenes de la televisión, opiniones, recuerdos, notas de prensa, fotografías, banderas, el féretro en el Salón de Honor y tantos hombres, mujeres y muchos jóvenes desfilando para despedirse de él con una última mirada? ¡Pero qué! Escribir como salga, con plazo perentorio y fatal, día y hora de entrega, es la tarea del periodista y hay que asumirla. Es lo que él diría.

En estos días muchos intentan definir en términos políticos y sociales la significación de este improbable personaje: un chileno hijo de inmigrantes judíos ucranianos y moldavos nacido en Chillán, militante comunista de toda la vida, parlamentario y publicista, que viene a ser reconocido al final de su vida por tirios y troyanos como una figura nacional, cuya obra literaria y cuya presencia espiritual expresan profundas esencias nacionales.

El cronista cree que se impone el relato testimonial. No podría hacer algo diferente. Narrar algo sobre las circunstancias de una amistad de 60 años, nunca interrumpida. "Una larga conversación", como definió González Vera un matrimonio exitoso. Lo mismo vale para la amistad. Creo.

Lo conocí en 1948. Era el peor año de la represión anticomunista de González Videla. Había dos mil comunistas relegados en Pisagua. Era miembro de la Comisión Política y, naturalmente, estaba fondeado. Tuve con él un contacto breve, quizás para qué sería, en una casa igual a muchas otras en un barrio santiaguino. Nada muy dramático. Él mismo abrió la puerta y me invitó a entrar a un cuarto de clase media pobretona, donde había un escritorio, un estante con libros y dos o tres sillas. Había estado sentado, escribiendo varias horas, desde muy temprano. Se quejó de tener las piernas acalambradas por la forzada inmovilidad. Me sometió a un interrogatorio: qué hacía yo, dónde había nacido, dónde había estudiado, de qué familia venía. Me ofreció una taza de té y al final me dio un recado que yo debía transmitir. Su cara redonda era aproximadamente la misma que se conoce: la nariz perentoria, la alta frente, tan alta que se convertía en calva total. Alguna vez dijo que cuando muchacho tenía una cabellera roja, frondosa. Ella lo abandonó para siempre en plena juventud. Una diferencia: usaba un bigotillo ralo y oscuro tal vez al estilo de los huasos de su provincia natal.

El mismo año, o tal vez el siguiente, estuve en el departamento donde vivía con su esposa de entonces, la bella Raquel Weitzman. En el pequeño comedor, mientras almorzábamos, en una pequeña cuna (o era un cajón, ¿será posible?) colocada en el suelo había una guagua plácida, durmiente, que no participó nunca en ninguna forma en la reunión. Era un niño llamado Claudio y todavía no cumplía su primer año de vida.

Después, a lo largo de los años y en variadas circunstancias, nuestros encuentros se multiplicaron. Nos unían la religión política compartida y la devoción por la literatura. Y el sentido del humor. Es la persona más celebradora de las ocurrencias ajenas que yo haya conocido. Además, sabía de todo como diablo. Su memoria era portentosa. Pero no imponía su saber ni su autoridad política como verdad revelada. Por el contrario, siempre estaba preguntando la opinión de los otros. Y las escuchaba. Era de una especial calidez con los niños y los jóvenes, que se sentían atraídos por él. Y qué impresionante culto de la familia. Cuando pasado algún tiempo, se encontraba con un amigo o amiga o conocido, le formulaba toda clase de preguntas personales con interés auténtico. Quería saber de la salud, el trabajo y, además, de los estudios y las andanzas de cualquier tipo de los hijos, las hijas, los sobrinos y las sobrinas, los nietos y las nietas, cuyos nombres retenía prodigiosamente con absoluta precisión, así como las edades respectivas.

Como periodista, y en un tiempo director del diario "El Siglo", me tocó entrevistarlo en varias ocasiones por asuntos de la coyuntura. La primera vez advirtió que yo no tomaba apuntes. Se detuvo y me dijo con el ceño fruncido y ojos llameantes: "Hay dos clases de periodistas, los que toman apuntes y los que no toman apuntes. Estos últimos no sirven para nada". No existían las grabadoras de cinta magnética en aquel tiempo, pero aún hoy me queda la sospecha de que tenía razón.

Conocí a personas de su familia, sus hermanos Miguel y Sergio, su hermana Ana. Su hermano Miguel, el único moreno de los Teitelboim, murió en 1965 en un accidente automovilístico. Entre sus amigos, ocupaban un lugar muy especial varios dirigentes obreros, con quienes compartió responsabilidades en el Partido. Admiraba el ingenio popular de Oscar Astudillo, "el Cara de Poncho", y la oratoria de Juan Vargas Puebla; la sabiduría popular y profunda de Galo González, José González y Américo Zorrilla, por nombrar algunos. En su relación con ellos no había ni la sombra de una actitud de superioridad intelectual. Se trataba con ellos de tú, de igual a igual, y afirmaba que de ellos siempre aprendía. En muy pocos intelectuales, comunistas o no, he visto una identificación tan honda, sincera y auténtica con la clase obrera y con el pueblo chileno en general.

Volodia fue quien me habló por primera vez de la matanza de la escuela Santa María de Iquique, cuyo centenario se recordó el año pasado. Me contó de sus largas conversaciones con Elías Lafertte, Don Elías, testigo presencial y sobreviviente de la masacre. En 1950 lanzó su novela Hijo del salitre, basada en aquellos testimonios. En mi opinión, sigue siendo el mayor documento literario de ese horrible episodio. Me pidió que participara como anunciador en el estreno en sociedad del libro. Se iba a lanzar públicamente en la Feria del Libro de la Alameda, en un sitio eriazo entre Bandera y Ahumada, que había quedado luego de la demolición del viejo Ministerio de Educación. Al parecer, no tenían los gobiernos de aquellos años especial urgencia por atender la "preocupación preferente del Estado", porque el sitio permaneció así hasta los años 60, si no me equivoco. En aquel lugar funcionaba una feria del libro permanente, stands de construcción precaria con techos destartalados de fonolitas, amplios mesones con libros montados sobre caballetes. Polvo abundante en el verano, barro en los días de lluvia y tertulia cotidiana de literatos y transeúntes de variadas ocupaciones. Allí, sobre un estrado tembloroso (tal vez el temblor no provenía del estrado, sino del anunciador), me tocó presentar al orador estentóreo y elocuente Manuel Eduardo Hübner, quien habló del trasfondo político e histórico del libro y de la situación presente, con el Partido Comunista fuera de la ley y muchos de sus militantes presos y relegados. Después habló Volodia, a quien yo no veía mientras lo anunciaba. Se materializó en el momento oportuno, trepó al estrado y habló brevemente. Mentiría si dijera que recuerdo sus palabras. Pero sí puedo jurar que poco antes de terminar dijo desafiante: "Soy un agitador profesional". Era la forma como se expresaban de él las autoridades del régimen y su prensa. Es de suponer que entre el público, que había comenzado ralo y aumentaba todo el tiempo, se encontraban algunos de los famosos "guatones de la PP" (Policía Política) de González Videla. Al terminar, mientras aún resonaban los aplausos y algunos gritos aislados de "Viva el Partido Comunista" y "Abajo la Ley Maldita", el autor se hizo humo, como era prudente.

A Volodia el golpe militar lo pilló en Roma, gracias a Dios. De inmediato, al conocer la noticia, después de algunas consultas, se trasladó a Moscú. En Santiago, el 15 de septiembre de 1973, recorriendo la onda corta en una radio enorme, en busca de noticias sobre Chile, encontré la señal, clara y firme, de Radio Moscú y escuché, con una emoción difícil de describir, a Volodia Teitelboim, enjuiciando el golpe militar, calificándolo de fascista y llamando a la unidad de todos los demócratas para recuperar la democracia chilena. Durante semanas, habló a diario desde la emisora soviética. Sus comentarios, cargados de indignación, relataban los hechos que se iban conociendo de la represión desatada por la Junta Militar, hablaban del ejemplo de Allende, llamaban a la resistencia.

En enero de 1974, desde Frankfurt, adonde me había llevado el azar del asilo político, viajé a Moscú y compartí durante los quince años siguientes con Volodia y un grupo de periodistas y locutores chilenos, la larga tarea del programa "Escucha Chile". El tiempo del exilio pasa sin sentirlo, cuando se está empeñado en una tarea como ésta. Vivíamos las 24 horas del día preocupados de lo que ocurría en el país, reuniendo las noticias que en Chile se ocultaban, analizando la situación y, sobre todo, escribiendo y grabando aquellos programas que llevarían, así lo creíamos, información y esperanza a quienes nos escuchaban en la Patria lejana.

Volodia continuó con sus comentarios, ahora dos veces por semana, hasta que pudo regresar a Chile en 1988. Por las tareas de la solidaridad le tocaba viajar con frecuencia para participar en países tan distantes y diversos como Grecia, España, Australia, las dos Alemanias y Estados Unidos, donde miles de sus nacionales y los exiliados chilenos desplegaban las más diversas iniciativas para denunciar a la dictadura en un movimiento de solidaridad internacional sólo comparable con los suscitados por la guerra civil de España y la guerra de Vietnam.

Era muy aplicado. Nunca dejaba de hacer sus comentarios y llegaba puntualmente para grabarlos. Cuando debía ausentarse por sus tareas internacionales, los dejaba listos. La convivencia del exilio con él y el puñado de chilenos residentes en Moscú fue cálida e intensa. Se combatía resueltamente el "caldo de cabeza", que suele aquejar a los presos y a los exiliados. Sufríamos por Chile, pero sabíamos disfrutar de los momentos gratos en torno de cumpleaños y otras efemérides. Solíamos practicar la cumbiaterapia, es decir, combatíamos las tendencias pesimistas con el enérgico cultivo de ese ritmo tropical, originario de la costa colombiana del Pacífico, la cumbia, cuyos compases seguíamos en las versiones de la sin par Sonora Palacios. Nadie se exceptuaba de este ejercicio, Volodia tampoco, cuya coreografía personal, inflando el pecho y agitando ambos puños, además de las piernas, era considerada "achorada".

¿Y qué más? Se podría continuar largo tiempo. Hablar, por ejemplo, de su novela La guerra interna, que pocos han leído en Chile y que contiene, entre otras cosas notables, largos monólogos interiores de Pinochet. Tantas cosas. Pero eso excedería los límites de un testimonio personal que era lo que el cronista se había propuesto.

 

 

 

 

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