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Sedimento de las cuerpas y el lenguaje
Sedimentos (El hueso de la memoria–Vagido) Verónica Zondek. Madrid, Amargord, 2015


Por María Ángeles Pérez López
Publicado en revista Nayagua, N°23, febrero de 2016



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En uno de los poemas de Alegrial (1997) escribe Eduardo Milán: “El compromiso del poeta es escribir un vaso / real, algo sublime que sirva para más / que vivir. Vivir no alcanzó nunca. / Pedir esencia, pedir médula, pedir hueso: / pedir endurecimiento de la arena, si la arena / ya es frágil, leve de pie, velo de pie, / es pedir roca caliza, sedimento. Para la sed / de ti desnuda como bajar al Precámbrico”.

Es justamente sedimento lo que pide y ofrece la poeta chilena Verónica Zondek (Santiago, 1953) en el libro titulado Sedimentos, recientemente publicado por la colección Trasatlántica de Amargord y en el que se recogen dos de sus obras más destacadas: El hueso de la memoria y Vagido. La primera fue publicada en Buenos Aires en 1988 y 1995 por Último Reino, y más recientemente reeditada en Santiago en 2011 por Editorial Cuneta. Vagido ha recorrido tres países, Colombia, Argentina y Chile, antes de esta publicación española (Museo Rayo, Roldanillo, Ediciones Embajale, 1990; Buenos Aires, Último Reino, 1991; y Santiago, Alquimia, 2014).

¿Será esencia, médula, hueso lo que pide El hueso de la memoria? Dividido en cuatro partes, transita los dolorosos meandros de la historia reciente a través de un lenguaje que aspira a re(anudar) su condición medular. Escrito a partir de 1984, en que Zondek regresa a Chile, es en sus propias palabras “mi manera de enfrentar lo que sentía en relación a cómo se manejaba el poder en esa época. Fue mi manera de entender la forma en que la Dictadura lo ejercía”.

La primera parte, titulada “La miseria del ojo”, establece una característica central del libro en su conjunto: la importancia que adquieren los aspectos visuales, en particular el empleo de las mayúsculas en versos concretos para resaltar y construir un relato paralelo, a la vez que El hueso de la memoria se organiza como un conjunto de fragmentos, de pedacitos verbales, de partes irregulares y ariscas que se van sucediendo sin más transición que el espaciado en blanco. Semejante disposición tipográfica da cuenta de partículas pulverizadas, molidas hasta su hueso, de las que queda un regato de palabras diseminadas, gotas casi resecas que sin embargo, en su precariedad, permiten recuperar la plena noción del sentido:

El color aúlla.
LAS CALLES AÚLLAN.

El río bermejo aúlla.
El sin borde color
LOS PIES DESAPARECIDOS.

Así los versos, a veces de una sola palabra, son contundentes en su estrechez, su despojada o tajada condición: “CON FUERZA ME CLAVO / y de la tierra no // NO / ME / MUEVES”.

“En carne viva”, la segunda parte del libro, otorga palabras para lo que se escamotea, lo que no hace presente, la figura que va mostrándose a través de procesos metonímicos y que finalmente es nombrada en su dolor mayúsculo: PRISIONERA. Se hacen audibles aquellos términos que en su estereotipación violentan los cuerpos, especialmente el cuerpo de la mujer, controlado social y culturalmente y situado en términos heterotópicos: su vientre como cárcel, como signo que es condena, que es atributo desgastado por la historia

JUEGO Y ME ENROLO AL EJÉRCITO DE VÍRGENES
JUEGO Y SOY UN EJÉRCITO DE PUTAS


En ese sentido, Zondek revisa aquellas zonas de sentido en las que la historia cultural ha situado a las mujeres —vientre, hilo, efigie— para explicitar de modo contundente la posibilidad de decir y ser dicha desde otros lenguajes.

El yo poético es trago de roca, trago de polvo, novia inocente… Encarnadura de roles y de máscaras que da pie a la tercera parte, “El placer de la máscara”, en la que van desenvolviéndose variaciones sobre un mínimo de elementos que se concatenan y de modo rugoso, a veces bronco, apelan a nuevos elementos. Hueso, catedral, máscara o gusano componen una frase rota, reconfigurada una y otra vez hasta el límite o frontera que es la extenuación de su sentido, y en la que se abre la fisura que permite construir un sentido otro: “Olvido mi yo mujer”, “Salvaje soy sin la máscara”, “Puedo restituir el inicio”.

Esquirlas entonces de una indagación que se cierra con la cuarta parte del libro, “La vigilia de la carne”, en la que la condición materna del yo poético (la yo poética) inicia su decir: en el escenario golpeado de la reciente historia europea y chilena, los hijos nacen para la historia y contra ella, son determinaciones genéticas que pugnan por ser:


Tanto esfuerzo Adolf, Augusto, seguidores.
Vean
observen:

los retoños están punzantes de genética en el tobillo


También la mater mariana (a un tiempo gloriosa y dolorosa) se resignifica porque frente a Hitler y Pinochet, son los hijos los que engendran a la madre. En el magnífico comienzo de esta parte: “Mi vida persigue la hebra. // De hijos me engendro madre”, el libro se abre hacia los otros, los que encarnan la trabazón entre lo humano y lo animal que a todos concierne (“Nos maman el terruño. / Nosotros mamamos el cielo”).

Cuando el cuerpo fértil de la mujer y la naturaleza que la rodea se hacen uno (una), la hablante anuncia, en un lenguaje profundamente personal en el que sin embargo parecen percibirse las huellas de Zurita:


Voy entonces y en venganza y por amor

PREÑO ESTOS VIENTOS MARINOS
A PARIR MIL CARNES QUE DEAMBULEN EL VALLE.


La apertura del cuerpo es también la del lenguaje que (des)ordena el mundo: en El hueso de la memoria, al modo gelmaniano en algunos casos, ese desorden se acopla en neologismos (“lutoficción”) y aliteraciones (“la ola agrede ebria de sí”), en el empleo del hipérbaton —“Quiero lo efímero / el antifaz del ahí concherío a la intemperie / eludir”— y la activación de las posibilidades morfosintácticas de nuestra lengua (la conversión de sustantivos en verbos como “trampar” o las rupturas sintácticas en versos como “tu húmeda de cicatriz no olvido”). Todo ello da cuenta de un libro arriesgado que conoce la quebradura porque se (re)conoce en la depredación, en la violencia que acompaña todo ejercicio del poder, de la que exuda también la posibilidad crítica de lanzarse al futuro.

Vagido, el segundo libro aquí publicado, ofrece la quebradura como apertura a los hijos, y algunos de los procedimientos ya señalados llegan a su clímax, conformando una de las propuestas más originales y audaces sobre la maternidad. Aunque algunas autoras (Gabriela Mistral, Rosario Castellanos, María Auxiliadora Álvarez, Márgara Russotto, Rosabetty Muñoz) han explorado con intensidad el tema, alcanza una de sus cimas en el libro de Zondek. Dividido en dos partes, “Partos” y “Post Parto”, se arroja sin cortapisas a alumbrar un lenguaje nuevo para una de las más sobrecogedoras perspectivas de lo humano: la de la parturienta que es parida por sus hijos, la mujer que al dar a luz abre también una implacable indagación sobre las identidades movilizadas y en construcción. Así, el brutal comienzo de Vagido: “Subterránea ícona / alumbrada amenaza / costra parida // guagua”.

La fuerza creadora que nombra al hijo “mi verbo entero // desgajado de mí”, se dice en una lengua hondamente creadora que estalla en un haz de posibilidades: el neologismo “cuerpa” (“la cuerpa mía”, “lo yo cuerpa”), en torno al que giran otros que feminizan igualmente el lenguaje (“nida”, “bastona”, “sena”, “alarida”), los numerosos hipérbatos, anáforas, aliteraciones, rimas y en particular, un notabilísimo trabajo con los pronombres en tanto que marcadores del discurso que apelan a identidades en juego. Vagido reconfigura tanto su función como su sentido, al desgajarlos y dislocarlos: “robando / me / adentrando / me”, “crujes me la coraza”. Como cáscaras vacías que se completan en cada situación, los pronombres se desarticulan y rearticulan en redes proliferantes de significado: “tú / mi joyita / mi mí”. Proliferan también los significantes (paronomasias como “me pare parada”) y en esa constelación prodigiosa, Vagido se inserta en la rica tradición del neobarroco latinoamericano al tiempo que propone, de modo profundamente personal, morfologías contraculturales que, en tanto tajan y estrujan la lengua, deshacen el entramado esclerotizado de la relación materno-filial.

En ella continúa la segunda parte del libro, titulada “Post Parto”, aquí añadida por la autora. A modo de epílogo, se trata de un solo poema en torno a la letra T, inicial del nombre propio Tamara, del dispositivo intrauterino T de cobre y del pronombre “tú”, lo que resalta su fisicidad, su condición corpórea:


aunque tú
no
aunque tuérzase el fierro T
aunque T tengas
y T
pienses
que T
que siempre
T la puedes


A partir de la letra, conscientes de su presencia, las palabras se reconstruyen, incompletas pero deseadas: “T nme / que me quiero / T nme / que me querrás / T nme / para el abrazo”. Embarazo no planificado que plantea una poética y una política de las cuerpas, porque todo decir(se) de la mujer lo es en una sociedad y una cultura patriarcales. Por eso, desde su mismo título, Vagido logra hacer resonar otros versos, los de María Auxiliadora Álvarez en Cuerpo (1985): “como vagina que soy / como herida inteligente”. Vagido/vagina anclados en una misma raíz (física, lingüística) desde la que puja un lenguaje nuevo de áspera prosodia, como ha advertido Enrique Winter, autor del prólogo a la reciente edición chilena del libro.

En su conjunto, El hueso de la memoria y Vagido están unidos por un mismo cordón umbilical que nutre en ámbitos íntimos y por tanto, invisibles socialmente, aquello que las cuerpas pueden decir: la necesidad de nombrarse y nombrar de otros modos, a través de destrucciones y reconstrucciones de los imaginarios que permitan morfologías contraculturales, altamente políticas y altamente creativas, capaces de dar sentido a la voluntad con la que la autora cierra la nota inal al libro: “generar aperturas, quiebres, hendiduras, por donde los lectores (del Sur y del Norte) acceden, conocen y palpan a otros distintos de sí mismos. Así, el canon, aparentemente inofensivo que intentan imponernos, se fractura y deja luir los sentidos y el pensamiento en ambas direcciones. Ese es el ejercicio que queremos estimular. Ese es el gesto político compartido que quería destacar”. Como ha advertido Jordi Doce en el prólogo a Sedimentos, ambos libros se articulan como goznes de una misma línea, por más que esta sea oblicua y, en más de un sentido, discontinua.

El conjunto de la obra de Verónica Zondek aborda con valentía el rostro de su tiempo y pone en el centro de la enunciación el cuerpo como espacio vertebrador de la experiencia y el lenguaje, pues es superficie en la que se inscriben la memoria, el dolor y la muerte, como ocurre con otras autoras de la generación del 80 en Chile, en la que se la sitúa. Andarina y fuera de foco —según se nombra a sí misma—, estudia en la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde se licencia en Historia del Arte, y vivirá algún tiempo en Inglaterra y Alemania. Ello le permite situarse en la extranjería y ajenidad de la lengua, y de ese vacío punzante brotan los caminos que recorre la andarina: el que se plantea como viaje a través de la memoria, de modo que no hay un hoy sin un ayer (herencias, genealogías, lecturas —Vallejo, Kafka, Celan, Lispector, Sexton, Lihn—); el que denuncia el tiempo de las pérdidas al hacer visibles a los detenidos/desaparecidos; el que confía en que el camino será la propia lengua pero halla en la traducción la posibilidad real de fecundos trasvases; el que señala el itinerario que sigue el cuerpo como camino. Cuando ese cuerpo es cuerpa, cuando se feminiza e impugna formas cristalizadas y hegemónicas, instala el lenguaje de lo distinto en el territorio de lo indistinto, lo fricciona. Frente a la normalización de los cuerpos y la fetichización de los imaginarios, una autora del sur —radicada en Valdivia, el sur de Chile, el sur del mundo— entrega sedimento, aquello que se va posando en el fondo de la lengua, dada su mayor gravedad (la mujer gestante se conoce como grávida), lo que resiste el paso del tiempo porque es hueso y médula indispensables, como lo es este libro.


 

 

 



 

 

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