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IDIOMA. A PROPÓSITO DE PUERTO RICO:
Hablemos en espanglish


Por Mauricio Wacquez
Publicado en
El Mercurio, Noviembre 2001


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Las diferentes maneras de defender una lengua tienen matices que muchas veces ocultan inconfesados propósitos políticos que el espectador debe saber advertir. Tal es el caso del galardón —el premio Príncipe de Asturias— que se otorgó hace dos años al pueblo de Puerto Rico por haber defenestrado al inglés como lengua oficial del país. Líbreme Dios de censurar a los portorriqueños porque hayan realizado un gesto legítimo y soberano, como también líbreme Dios de coquetear con el neocolonialismo. Nosotros, los hispanoamericanos, conocemos perfectamente el valor del expolio —hispano, inglés y norteamericano— que se hizo y hace de nuestros países como para que la leche de nuestras madres no contenga una preceptiva vacuna anticolonial. Sin embargo, con el tiempo nos fuimos acostumbrando a una condición poscolonial en la cual nos limitamos a reemplazar —tras la independencia de España— a los antiguos colonizadores. Es decir, no volvimos a ser los indígenas que habíamos sido ni tampoco adquirimos las características de nuestros amos de la metrópolis. Nos convertimos en seres espurios, con costumbres espurias —llenas de injertos de todo tipo— y una lengua que, se nos dijo, era la nuestra y teníamos que defender. Hay que aclarar, no obstante, que no era nuestra lengua y que lo menos que se podía decir de nosotros era que, puesto que nada era legítimo en nuestro origen, teníamos la libertad de elegir cualquier posibilidad que se nos ofreciera.

Personalmente, yo nunca me he sentido guapo del castellano. Más allá de ser un instrumento de comunicación y poesía, como todas las grandes lenguas modernas, no tengo ningún sentimiento de propiedad por esa lengua y sí muchos rencores: inhabilidades gramaticales, francas desventajas que hacen polvo a cualquier estilista. La dura lucha de los aprendices literarios con las academias es más ímproba de lo que se piensa. Felizmente, el castellano ha seguido evolucionando y convirtiéndose en otra cosa, pese a la presión policial de las academias y de muchos escritores.

La libertad alcanzada con la independencia nos ofreció también la eventualidad de sentirnos libres de los orgullos que jalonaban las mentes de los que habían sido nuestros amos: orgullos históricos y lingüísticos. Esto quiere decir que la independencia nos liberó de todo sentimiento nacionalista. Éramos Pérez pero sin la tierra ni los blasones de los Pérez, y hablamos castellano, un habla cómoda que nos permitía ir tirando apenas dentro del carro de la civilización. Pero nada más. Bien pudimos volver a la desprotección del neolítico y a pulir el aimara. Pero no lo hicimos. Es público y notorio. Preferimos no vindicar nada que fuera nuestro debido a que no sabíamos bien qué era lo nuestro. Todo era prestado: la lengua, la tierra, las creencias. Sólo una ventaja nos abría el mundo entero: puesto que nada era nuestro, todo era nuestro. Podíamos elegir desde una inocencia tan legítima como confortable. En este aspecto es mencionable el descaro lingüístico de los argentinos y las rabietas de Américo Castro, tan célebres como lo que le prodigó Jorge Luis Borges defendiendo tanto para él como para sus conciudadanos el derecho de hablar y de escribir como les diera la gana.

Pero resulta que las rabietas doctorales no terminaron ahí y que los que tiemblan por el futuro del castellano protagonizaron una nueva pataleta lingüística, un acto que premiaba las actitudes cerradas y avasalladoras de los que quisieran ver el castellano en el vértice de la historia de la cultura contemporánea - monolítico y señorial- y no el internacionalismo abierto de los multilingüismos. Las lenguas se defienden solas, basta con no perseguirlas ni prohibirlas. La actitud del jurado de comisarios del premio Príncipe de Asturias de aquel año legitimó cualquier exclusión parecida que se pudiera llevar a cabo en detrimento de la cooficialidad del castellano con otras lenguas.

Pero ese inefable jurado del Príncipe de Asturias tuvo bien merecido el que un año después el Parlamento portorriqueño volviera a admitir en el parnaso al repudiado inglés como idioma oficial del país.

En 1903, Puerto Rico declaró la cooficialidad —por derechos de guerra— del castellano y del inglés. El destino de dicha cooficialidad ha sido curioso: hizo aparecer una lingua franca, el espanglish, que poco tiene que ver con ambas lenguas —hecho que a mí no me quita el sueño— y que representa un avatar más al que se expone toda lengua viva. Si Petrarca y sus amigos no hubieran corrompido el latín y se hubieran premiado los actos de ortodoxia lingüística, todavía estaríamos escribiendo como Catulo.

Lo que el premio Príncipe de Asturias premió no fue el hecho de que se haya oficializado el castellano en el país, sino el acto limitativo y nacionalista de eliminar el inglés de las posibilidades culturales de los portorriqueños. Si ello no supone una provocación, le falta un tris para serlo.

—Insisto en que esta provocación no radica en el hecho o en la medida que adoptaron en su día los portorriqueños —que bien pudieron oficializar el espanglish si eso les cantaba— , sino en la soberbia mayestática de un jurado que permitió posturas culturales ultramontanas, posturas que cierran y limitan la imaginación en nombre de un idioma cuyo destino ineluctable es cambiar y desaparecer.

 

 

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Hablemos en espanglish.
Por Mauricio Wacquez.
Publicado en El Mercurio, Noviembre 2001