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Algunos novelistas aprenden de otros, o no


Por Wilfrido H. Corral


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«Ideas diversas» de César Aira y «La ligereza» de Juan Cárdenas fueron dos títulos incluidos en no pocas listas de los mejores libros publicados en 2024. Un crítico ecuatoriano se aleja de la legitimidad de los rankings con el fin de separar el grano de la paja y auscultar virtudes y defectos comparando ambas publicaciones. Afila el lápiz, sobre todo, para señalar pontificaciones ideológicas y contradicciones dentro de los ensayos de Cárdenas versus las reflexiones de Aira, despojadas del puño cerrado.


En momentos de crisis vale pensar en cómo los novelistas hispanoamericanos expanden sus ideas. Varios de diferentes proles y enfoques de su contemporaneidad optan por divulgarlas en no ficciones. Esa escritura acotada (“ensayística” es inexacto) pulula en Ideas diversas de César Aira y La ligereza de Juan Cárdenas, ambos de 2024, o en la póstuma Estados alterados (2021) de [Rodolfo Enrique] Fogwill. También presentan breviarios francos sobre la correlación autor/editor, como Fallar otra vez (2022) de Alan Pauls, con el perceptivo prólogo “El rastro de nuestros síntomas” de Julián Herbert, o el genial Un cuento de Navidad (2024) de Alejandro Zambra y Andrés Braithwaite. Los dos primeros revelan conflictos generacionales subyacentes. Otros escriben ensayos extensos, nada convencionales o puristas.

Ideas diversas patentiza que supeditar ficciones “teóricas” consiente procedimientos distintos, provocando entendimientos o expectativas disímiles sobre qué es racionalismo crítico. La ligereza procede como arenga de aspirante, con cavilaciones inteligentes pero etéreas en su conceptualización, o por sus contradicciones, frases desechables, hipérboles y pontificaciones. Pensar el análisis como gusto personal o autoayuda, e ignorar el de otros, es un reduccionismo impráctico en el actual “capitalismo de vigilancia” que quebranta ese tipo de examen, aunque la inconsistencia personal sea frecuentemente irrelevante al mérito de un argumento. En 2016 le preguntaron a Aira: “¿Lee a contemporáneos, a los jóvenes?”. Respondió: “Leo muchas dos primeras páginas”. El argentino tiene epígonos, pero sin su autenticidad, satisfacción o lucidez. 

La reflexión en Ideas diversas produce desafíos productivos y lecciones magistrales, con equilibrio racional, gracia y honestidad. Junto a sus novelas, en un siglo ficticio la no ficción de Aira es una voluble autobiografía que muestra sin desdén o burla cómo las ideas no se desconectan de los que las producen. Ideas diversas armoniza sentimientos y pensamientos al alcance de la mano, más otros envueltos en hipótesis que no se homologan. Dialogando sucintamente con ideas de “artistas blancos muertos” (Pessoa, Borges, Lezama Lima, Hockney, Klee, sus dioses Duchamp y Roussel) y un canon clásico —ausente en La ligereza— (en la que popularidad quiere decir grandeza), Aira piensa la tirantez entre el presente digital y el pasado analógico, refrendando: “Tengo la teoría de que el objeto va a volver, con toda su realidad, su dignidad, su belleza, su apelación a los cinco sentidos. No creo que la humanidad se resigne al mundo espectral de las pantallas, teniendo a su alcance los objetos”. 

 

César Aira

En el último tercio de Ideas diversas recurre a Heinrich von Kleist al explicar la necesidad e importancia de una idea para escribir, porque la literatura la necesita “para hacerse legible”. Si asevera: “Me son indiferentes por igual el fútbol y la política”, diez páginas después alega:

Uno de los grandes males que le provocó el marxismo a la cultura del siglo XX fue el inmenso trabajo intelectual que promovía en nombre de lo que terminó revelándose una ilusión sin fundamentos [...] Sin embargo, en algunos casos concretos el daño se hace patente. Por ejemplo, en Walter Benjamin, sufriendo, y obedeciendo, las correcciones que le hacían desde el dogma. Aunque quizás sin esas trabas no habría escrito nada. Quién sabe [...] Hay otra biblioteca obsoleta, de bastante amplitud también, la antimarxista.

Es como si Aira aprendiera e instruyera, a veces con la inflexión de lecciones (hacia el final del libro discute la “verdad”, consciente de que se puede mentir con datos verdaderos). Una de las más extensas es sobre Borges, y apela a enseñanzas de Sarraute, Almodóvar, Gombrowicz, Dante, Garcilaso y Blanchot para explicar el plagio. Así procede Aira en la mayoría de sus entradas, incluida una meditada definición de la autoficción como trabajo que “se vuelve inútil y obsoleto”.

Como en su precursor Continuación de ideas diversas (2014), los aforismos y fragmentos son las formas más aptas, con varios dedicados a la novela. Si se rastrea cómo Aira la viene pensando desde los años setenta, no sorprende su irónica conclusión: “Yo no podría ser un escritor realista, porque para serlo hay que saber muchas cosas sobre la realidad, cosas que no me interesan y me sería un trabajo ingrato ir a averiguarlas [...] para ser realista tendría que escribir sobre mí”. Es su manera de lidiar con la capacidad de representación de la novela y la aparente necesidad de nuevas estrategias y formas. La autocrítica y conocimientos críticos, disgregados en Cárdenas, son comprensión emocional en el argentino, expresada con la autoridad del tasador riguroso con sus propias capacidades, consciente de que sus experiencias requieren un yo, no el nosotros al que acude el colombiano para discurrir sobre “el bien” contra “el mal”. 

Varios reseñadores de La ligereza en El País de España muestran una complacencia penosa, de tintes acríticos que su entusiasmo no elimina. Solícito, Emiliano Monge alaba el tercer ensayo, “Alrededor de una crisis de fe”, con una redundante lectura triunfalista, concluyendo de manera incorpórea que lo que sucede tras leer ese opúsculo “es, entonces, lo mismo que el texto propone”. Marta Sanz, decorosa pero vacua, escribe: “Esa percepción especial de la lengua [sic] es un signo de identidad”; sin reconocer que al profesar Cárdenas “la imposibilidad de la fundación y el viaje errático que define la narrativa de Faulkner y la literatura latinoamericana” machaca lo archiconocido e ignora tradiciones y novelistas contemporáneos de mayor valor. Esos “signos de identidad”, presunta esencia del momento cultural actual, escudriñan marcadores simbólicos de la tribu para sancionar el incumplimiento de imposiciones triviales. Por su parte, un reseñista que firma como “P.L.” solo percibe impugnación en La ligereza, confiando más en la nota de contraportada que en el texto.

 

Juan Cárdenas

Cárdenas acierta al decir que “exponer una doctrina de moda bajo las fórmulas muertas de la modernidad no es hacer política”, pero sus creyentes periodísticos no discuten que se equivoca olímpicamente sobre la “neoliberal Ivy League”, aquella repleta de profeteóricos (término de Guillermo Sheridan), cuyas jergas conservadoras ante el Otro les producen ganancias que provienen de las estructuras económicas que quieren volcar, no de una estética o ética liberal. Ideas diversas muestra las costuras cuando quiere, mientras que desde su inicio La ligereza da saltos sin ilación, presumiendo que se conoce sus referentes (verbigracia, la cultura popular colombiana, telenovelas incluidas, o la brasileña). Cárdenas despacha una “literatura expandida” según Iván de la Nuez en Iconografías. Un diccionario del siglo XXI (2024), un exhibicionismo hipercrítico que se propone “sublimar la condición espectacular de la literatura y su faceta gregaria”, para enfatizar vínculos populares, y “reúne, entonces, malestar y renuncia”.

El interés de Aira en el arte establecido y desafiante es evidente en su narrativa y no ficción, mientras en Cárdenas no hay conexión con sus sentencias literarias, sino con predicadores artísticos sin púlpito. Aira posee una sprezzatura que el segundo no exterioriza al alabar la ligereza, creyendo poder combatir el virtuosismo de otros con el suyo, o con reflexiones categóricas que minan intentos de entrelazar argumentos. La contratapa reza que La ligereza es un “recorrido original”, “una manera de esclarecer los mecanismos de su propia escritura”; promoción desajustada de un libro que parece compuesto por el enemigo de un escritor que desdeña afanosamente los pronunciamientos vagos y el descuido. En los márgenes de sus páginas anoté: “Aprenda de Sor Juana, Aira, Bolaño, Vargas Llosa, Leonardo Valencia, Juan Gabriel Vásquez”, escritores necesarios, seguros de sí mismos. 

La codificación editorial de La ligereza implica 1) (re)leer otras obras suyas, 2) ceder al narcisismo textual, 3) creer que el saber necesita más Face y menos book, 4) especular más de lo ineludible sobre “el autor”, 5) privilegiar cierto conocimiento folclórico y 6) ignorar la excelente crítica de numerosos novelistas contemporáneos. Esa categorización no pertenece a la diversidad, equidad, inclusión y ética de la vulnerabilidad, obsesiones primermundistas que Cárdenas proclama, sino al misterio de las relaciones públicas globales que no distingue entre autores circunspectos y segundones, o redunda crónicas de peluquería para públicos pospandémicos.

Para Parménides, la ligereza es positiva y deseable (el alma); la pesadez (el cuerpo), negativa. Hay que ser el Kundera de La insoportable levedad del ser o el Parménides de Aira para ensayar ideas con perspicuidad. Nunca anacrónico en su narrativa, Aira declara: “Situar una novela en épocas remotas y tierras lejanas (Roma o Grecia Antigua, como hice yo) me obliga a desnudar a los personajes de toda la chatarra material y psicológica con la que me muevo en mi realidad [...], un despojamiento saludable para la ficción, la aliviana de automatismos, del ruido de mis opiniones y reacciones”. Se trata, como arguye Pola Oloixarac en una nota necrológica sobre Beatriz Sarlo, de enlazar la vida indómita de las ideas con el gran público. La no ficción diagnostica problemas, no los resuelve.

Autor de una apreciable “reescritura” de La vorágine, Cárdenas admira a García Márquez. Pero en su país le hacen sombra la escrupulosidad de Vásquez, de Héctor Abad Faciolince en los luminosos ensayos de Las formas de la pereza (2011), la de algunos de la “generación mutante” colombiana, y la de Carolina Sanín (que critica vanamente a los mayores por procedimientos similares a los de ella misma) o Margarita García Robayo; aunque él haya manifestado que esa literatura “es predominantemente aburrida, predecible, pobre en recursos, excesivamente determinada por la agenda y el lenguaje del periodismo, más interesada en aclimatar modelos representacionales legitimados en la metrópoli [sic]”, y aunque su fascículo critique con poca ironía y anglicismos la abundancia de estos al actualizar el memento mori de la moda y la muerte, según Leopardi. 

Se aprende de José Balza, Héctor Libertella u Horacio Castellanos Moya; y la elegancia crítica de David Toscana, Eduardo Lalo, Leonardo Valencia, Alejandro Zambra o Patricio Pron instruye. La hibridez y desobediencia genérica de Cárdenas son en verdad desplazamientos occidentales seculares, afinados por Borges y Monterroso. Y qué más superado durante crisis estéticas como argumentar que la escritura es experimentación, rebelión, ficción vs. realidad, reciclaje de traumas o mística aburguesada. De cerca, una estética individual mezcla conceptos y convicciones, selecciona fuentes variadas y pega anécdotas y habladurías. Pero con erudición y citas reveladoras, los novelistas mencionados efectúan lo que Malraux llamaba “coloquio involuntario”, remitiendo a una multiplicidad y yuxtaposición de puntos de vista. Si esas fusiones enriquecen la prosa, ampliando su alcance e impacto, vale distinguir entre quien las innova bien y quien se apega a modas, fingiendo rechazarlas. 

En el segundo artículo de La ligereza, “Dos jergas de la autenticidad”, Cárdenas defiende entidades que no necesitan amparo: García Márquez y el barroco, sin diferenciar lo abigarrado de la heterogeneidad, aunque corrige bien que lo recargado “no es lo multicultural ni la papilla mental de la diversidad que nos embuten”. No le ayuda el tono ofensivo contra Pasolini, o que el barroquismo no ha desaparecido entre los privilegiados del capitalismo tardío —y su terapia de revistas de decoración—, contra el que despotrica. Aira prefiere la complejidad nada barroca del “menos es más”, minimalismo de innumerables maestros hispanoamericanos de las “formas simples” que moldean la literatura.

La ligereza también defiende a su autor ante ciertas modas, sin conceder las que lo definen. “Creo que hay mucho ego de por medio en renegar del ego en la escritura”, dice Ben Lerner, y otra coetánea anglófona, Rachel Cusk, matiza: “Lo que apena es que la idea de examinar el yo es egoísta”. Si en los años sesenta cambiar al mundo colectivamente ya comenzó a parecer vergonzoso, las generaciones recientes construyen barreras digitales, o se convierten en nepobabies (arguye Martín Caparrós) para hacer carreras, y después se preguntan por qué se sienten solas. Es útil generar polémicas y recordar que no todo literato depende de la red. Empero, al aseverar: “La novela entonces tiene por fuerza que romper con los procedimientos y con el pacto de lectura que ofrece el código realista si quiere seguir postulando una fe, una utopía...”, respecto al Arguedas de “No soy un aculturado”, Cárdenas coincide con ideas que Aira sigue matizando sin su yo.

El último e iterativo “Parábola del no retorno”, en que Cárdenas documenta: “Soy sudaca y soy madrileño, soy mediterráneo, soy africano, soy moro y soy judío”, resume una medrosa fuga de “la Gran Condena Cósmica” de la literatura latinoamericana con un virtuoso “yo puntual”, que para el filósofo Charles Taylor prioriza la razón de un redil y el derecho individual sobre sentidos comunitarios en que coexisten la inclinación tribal y el cosmopolitismo. Cárdenas evangeliza tanto como excomulga, sin notar que vive en un mundo que el futuro creerá inaceptable, en maneras difíciles de anticipar. Además apunta al resentimiento, exponiendo su sociabilidad con confrontación, incontinencia ante el éxito/premios de otros, con insultos digitales y pugnas públicas que no refrendan la buena salud de la literatura. 

Esa crisis existencial no surge de problemas trascendentes, sino de pretender ganar contiendas que no le importan al mundo extraliterario, y no hay realismo mágico que la salve. Aira aprecia virtudes clásicas que el colombiano podría considerar para alcanzar alguna felicidad y serenidad. No obstante, interpretar a Aira puede resultar en una relación ambivalente, que hace preguntarse si criticarlo podría convertirse en algo negativo. Pero el argentino continuamente interrumpe sus efectos, sin dejar que se arraigue una idea; y ese es el punto de su carrera y su arte. Si estos sudamericanos escriben sobre temas que le dan sentido al caos que los rodea, no siempre recuerdan que sus experiencias no son las de otros, o que algunos libros que consultan han perdido su aura de biblioterapia.

Cuando los sistemas globales comprueban, arguyen, investigan, colaboran y compiten para producir mejores ideas, la crítica canceladora de varones no sabe qué hacer con la no ficción ecuánime de Ariana Harwicz, Mariana Enríquez, Karina Sainz Borgo u Oloixarac (Cárdenas menciona a la socióloga subalterna Rivera Cusicanqui y a la novelista Fernanda Melchor; Aira a la canónica Pizarnik), centradas en la inmediatez geopolítica, no en calcos de autoras menores subidas en lo que la crítica mexicana Malva Flores llama “la ola provechosa de la denuncia”, angustiadas razonablemente por el género sexual, pero como coordinadoras de intimidad, parodiando fenómenos geopolíticos más complejos, exhibiendo arrogancia o confusión, desde una militancia oportuna.

Ideas diversas y La ligereza son maneras tropezadas de leer o proponer cómo ser leído. Cárdenas quiere salvar al mundo, empezando por el suyo. Pero es difícil expresar una decepción profunda en un folleto, porque su vapor se condensa y hunde en su recipiente. Aira sabe que un letraherido no saca nada con la amargura y quejas, y que la claridad tiene precio, incluido el de matices sobre villanos y víctimas convenientes. Pero cierta prensa descubre la pólvora, coreando que Aira desafía “las leyes de las verosimilitud” o demuestra “su pensamiento literario sofisticado con este trampantojo”, según una reseña española de su novela El pensamiento (2024), circunscrita por errores fácticos y teóricos sobre el contrato mimético que usa el argentino. Ideas diversas descarta obsesiones actuales con ideas efímeras, innecesarias para formas artísticas que explotan en un mundo que estalla, idea de Edwin Frank en Stranger than Fiction. Lives of the Twentieth Century Novel (2024). 

Aira piensa más allá de donde existe (su ficción), Cárdenas se enmaraña en su terruño no ficticio. Si Ideas diversas evita rendiciones, La ligereza es una cruzada, debajo de cuyo aire de superioridad y desacuerdo merodea el temor de ya ser parte del “Orden” que no tolera. Ambos novelistas expresan ansiedad sobre la autenticidad del estatus artístico de la literatura, y es obvia la exención de moralidad al condenar a los que no piensan como ellos, y lo que exigen a cambio. Esperanzado como Byung-Chul Han o Steven Pinker ante tanto negativismo en Occidente, para Aira la marquesina crítica no es clave para condenar, descifrar, redimir o sentenciar. Para Cárdenas sería menos embrollo descolonizarse del colectivismo populista y dialogar con novelistas mayores (sensu lato) y establecidos que leen y aprenden de otros, permitiéndole disposiciones psicológicas que engendran cooperación comunitaria.

 

 

 

 


Wilfrido H. Corral (Guayaquil). Es autor de libros sobre Augusto Monterroso, Roberto Bolaño y Mario Vargas Llosa, crítica y teoría literaria, y varios sobre la novela, entre ellos Nueva cartografía occidental de la novela hispanoamericana (Ediciones Universidad Diego Portales, 2025). Desde 1985 es reseñador habitual de World Literature Today. Escribe para Letras libres y Cuadernos Hispanoamericanos. 

 

 


 

 

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(A proposito de «Ideas diversas» de César Aira y «La ligereza» de Juan Cárdenas).
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