Querías que escribiera palabras que pudieran
hacer lo que hace la música:
andar sobre el silencio sin dañarlo
Claudia Masin
Si tuviera que elegir una escucha, escoger estrictamente una de las múltiples posibilidades de la audición, entre aquello que solo podríamos oír y sería imposible a través de otro sentido, no lo dudaría un segundo, elegiría el silencio.
No hablo de sordera, tampoco de la ausencia del sonido. Hablo de oír el silencio. Escucharlo, captar con los oídos el aire dispuesto sin ondas, asistir a esa quietud como una caricia lenta que deshace el tiempo, que nos hace respirar acaso por primera vez y en ese acto, sin embargo, se rompe, porque el silencio consiste en eso, una gasa apenas tejida, en cuyos agujeros, con obsesión y método, puedo posarme, entre sus hilos de araña, por un instante escaso, justo antes de desplomarnos con ella.

Yair Gómez Szmulewicz
Habría que cuidar al silencio, habría que buscar una forma de andar sobre él sin dañarlo. Afortunadamente, esa forma del sonido tiene un nombre muy preciso: música.
El sonido es «sordo a otra historia que no sea la suya» (54). Un refugio hecho de deseos, «un comentario a las acciones del mundo» (9). El sonido es un material con el que podemos construir un templo y al que «nada le gusta tanto como las preguntas» (9). El sonido curva el aire, tuerce el medio invisible en el que desenvolvemos la vida, donde acontece lo captado por los ojos, lo que llama al tacto, al gusto y al olfato, donde encontramos los objetos de nuestra «ingesta maravillosa» (9).
Descubrimos al mundo durante la infancia. Nos abrimos un lugar en el mundo y, a la vez, abrimos un mundo adentro del mundo. El universo es una gran potencia de lo posible. Pienso en un poema de Claudia Masin que nos enfrenta, justamente, a esta apertura: «¿Nunca / se te ocurrió cómo sería si en lugar de manos tuvieras garras / o raíces o aletas, cómo sería / si la única manera de vivir fuera en silencio o aullando / de placer o de dolor o de miedo, si no hubiera palabras / y el alma de cada cosa viva se midiera / por la intensidad de la que es capaz una vez / que queda suelta?» (8-9). Con una inquietud parecida, en las primeras páginas de El montaje de la ópera, leemos a un niño preguntarse cómo hacer para sentirse entre los ojos, o cuáles son las habitaciones de tiniebla absoluta que existen entre los árboles y el agua.
Un niño aguza el oído con la apertura y la radicalidad necesarias para que las cosas pierdan su contorno y percibe cómo todo se alegra en secreto cuando así ocurre. A través del sonido, interroga al mundo con suficiencia, sabiendo que «lo que un oído soporta / no lo harán los ojos» (20).
No está solo en esta tarea. Sostiene conversaciones intemporales con compositores que ama, quienes le aconsejan con una mezcla de dulzura y enigma. Con sabiduría, en todo caso, pero como es sabio un oráculo y su habla incognoscible.
¿Acaso no sentimos a menudo al oír música, al sentirnos tocadas y tocados por el sonido en una hondura recóndita de nuestros cuerpos, al sentir que algo de nosotras y nosotros despierta y que era desconocido hasta entonces, ese entonces donde la audición nos arroba y el mundo parece desaparecer ante esa emoción tan maciza, esa contundencia sin comparación, no sentimos allí, digo, al oír la música, que alguien, una amistad, un vaticinio, incluso un dios, se nos acerca, con un consejo o una señal para seguir? A través de la música hablamos con fantasmas, con muertos, con alter egos, con figuras inestables ante el verbo ser, pero que, en la audición, llegan a ser. Después de todo, el río de Heráclito también suena: «y a nadie parece importarle // el sonido en el canal del agua / a través de los tiempos / y los escombros pulsativos // para quien tiene sed / el sonido es el agua» (15).
El joven melómano de estas páginas bebe de la música y la palabra de Hildegard, también compositora y escritora, quien desde mil años de distancia, desde otro continente, desde el presente de la escucha, atiende sus preguntas: «hildegard, ¿qué suena detrás del sonido?»
(36). Hildegard responde: «—una forma de saber que has oído la raíz, joven / es el momento oculto de un sonido escuchar golpes en la puerta / ir abrir y que no haya nadie» (37).
Las conversaciones insisten en un más allá o un más acá, pero en todo caso, buscan una profundidad: «—¿entiendes el evangelio? // —cuando veo el árbol en cada letra escrita» (16). Aprender a leer, palabras o corcheas, es interrogar lo que crece lentamente, lo que cae muerto y da vida; es interrogar las raíces, contemplarlas en su longeva tentativa de tocar el cielo e intentar imitar esa extensión lenta, subterránea y aérea, de movimientos angulares y elásticos, aun sabiéndola imposible para sí, como es imposible una ficción que aceptamos y nos afecta, nos toca y modifica; leer es tomar un fruto al alcance.
El amor a esas preguntas pronto desborda y se vuelve oficio, la vocación llama a dedicar la vida a la creación sonora, a traducir el confuso agujero del deseo en música, «mirar el mundo con ojos de vasija» (40). Como un alfarero da forma a su jarrón, quien compone también materializa su obra alrededor de una materia obscura, de un celoso vacío. La partitura es la arcilla que logramos en torno al deseo musical.
Decidido a volverse compositor y, desde luego, con su proyecto de ópera, el joven se despide de Hildegard con un bello y enigmático diálogo, que concluye reafirmando su vocación: «con fuego en la mente, la música» (40).
Pero junto al oficio, al esfuerzo laborioso y sistemático, aparece, también, la dificultad: «las bellas artes mueren —¿dónde?... // —en el oficio / ahí siempre aparece otra cosa / en la nieve mezclada con barro, en la niebla del diletante» (24). Viene el conservatorio, «ese bosque / donde nadie nos espera» (47), donde aparece la disciplina y el estudio, un estudio que es tanto, que peligra volverse una forma de la vanidad. Lo que era descubrimiento en la infancia, en la temprana adultez, se ha vuelto cavilación sobre el oficio. Las preguntas anhelantes que hiciera a Hildegard, son ahora conversaciones entre colegas, igual de metafísicas y oraculares, con Mozart o Mahler. Al parecer, le preocupa, sobre todo, no perder lo que trajo para decir en la música: «guárdalos en tu mente: los oídos / una polifonía propia / indiferente a la partitura» (55).
Llega, por último, el montaje de la ópera. Una sección del libro que oscila entre el guion teatral, el diario de composición, la bitácora del montaje y el poema propiamente tal. Encontramos aquí otra versificación, con más cortes horizontales, una superposición de registros y la intersección de diálogos, donde hasta el brillo de la aguja o un contorno de madera tienen voz. Incluso la voz —un emisor nombrado así— y hasta la sin voz, la tienen: «sin voz: quién» (72). Como en el mismo libro, también ingresará en la ópera —de manera subrepticia— la historia familiar, cuyos fragmentos, algunos, se esparcen entre las primeras páginas.
Leo El montaje de la ópera, de Yair Gómez Szmulewicz, como un libro de iniciación. La historia del descubrimiento del sonido, el oficio, el conservatorio y, finalmente, el montaje de su ópera. Digo historia en el sentido de una promesa, en el sentido de una historia imposible, porque la escritura de este libro es oscura, ciega, incluso sorda —como el sonido— a otra historia que no sea la suya. Está escrito desde una poética más bien atonal, como la polifonía espontánea y aterradora que resulta de un cumpleaños infantil, con su ruido de cornetas, risas y gritos destemplados, su armonía primitiva y cotidiana: «los niños (…) han venido / una y otra vez, colapsando sus madrigueras disonantes» (28). Yair escribió su propio templo en el oír, hecho de preguntas y deseos, acaso más preocupado por las texturas que los significados. Sin embargo, y con todo, subyace, eso creo leer, una historia, o restos de una historia, pistas apenas, como también en la música contemporánea, por disonante que resulte a veces, encontramos motivos que la estructuran y la ofrecen, con todo su hermetismo, como un fruto. Este libro se nos abre como una promesa, y cito, una vez más, a Claudia Masin: «la promesa / que sabemos imposible de cumplir / y sin embargo voy a hacerte» (19).

Selección de poemas de “El montaje de la ópera”
***
un sitio eriazo deja crecer cardos y enredaderas en las paredes, el silencio se agolpa frente a las competidoras. Yo soy un perro húmedo, soy una costra y un sueño con botellas en el bolso; ignoro la ingesta maravillosa, soy un pelícano en los basurales o atmósferas, retablos de familia; solo queda unir al niño agradable con el obeso de la esquina, un loco desmembrado que quiere volver con nosotros; ¿y es que quién no tiene derecho a conversar? Nada le gusta tanto como las preguntas: ¿la tumba de la tierra estaba entre ustedes?, ¿o el brazo ignorado trastocaba el curso de los ríos? Y la migración del agua ¿viaja en el cobre sobre la figura del sonido?, ¿o es un comentario a las acciones del mundo? Una seña, seña tras seña de silbidos que avisan a las niñas en los extremos: comienzan a tirar de la cuerda, el cisma de las fibras rotas abre la unión de las montañas, los techos, los guijarros y el polvo, materiales de la tierra firme que volverán a separarse; y las manos están quemadas y los dientes toman sol con la sonrisa: las imágenes significativas vuelven, no te preocupes por lo que pierdes aquí
***
–la luz eléctrica no alcanza a sumergir las hojas en naves de cobre
su tintinear de cueva recala en la cóclea
sombra media entre la rama iluminada
y el lodo, las violas no cantan
sino para sostener la razón del violín
tu padre corrige su invierno constantemente
debajo del musgo, en las primeras horas del rocío
sueñas conocerlo y ver cómo trabaja
–¿y los días de la educación libre? ¿qué era eso?
–era una casa grande y abandonada, un silencio rodeaba el canto
llano de los pastizales
los niños soplaban las enredaderas vacías en las paredes
ahora suenan como cornetas de cumpleaños
pero viajan con el entusiasmo y son oboes
los niños saborean lo agradable del tiempo, han venido
una y otra vez, colapsando sus madrigueras disonantes
***
–¿los hombres vinieron a educarme? ¿muertos en los libros?
–sí
cuando trabajan en la madera del portón
amanecen conversando
alcanzan a distinguir una pisada en el oído
y sus rostros regresan a la humedad, sí
el pasto grita
adivinan una luz transitoria en la puerta
la pisada guarda mesura, se detiene
y ante la permanencia del sonido
distinguen a tu padre
en el mundo tangible
es cierto
debajo de la opulencia
olvidamos la humanidad
***
Mediodía
hora de la sombra corta, se incendia la imagen
hora de los eremitas aconsejándonos
ir a lo bajo de la tundra
y olvidar refugios
¿quieres animar brazos. . . . y piernas?
piensa en esos príncipes
en esa tundra, donde no volveremos
piensa
¡hicimos chozas en un palacio!
hora de la sombra corta en el reino de la intuición
ha sido un largo día
no hay ánimo para la lluvia de piedras
danos una canción en vez
música no percibida sino como leve límite
oculta detrás de los cinco sentidos
el fin del mirar, el fin del oír, el final de la coincidencia
fin de la vibración –sonido en este mundo–
en el mediodía
el pavimento desalojado, el momento para el montaje
la idea quizá
devele a los consejeros como son, en el silencio
de objetos transitorios
mientras intentamos no idolatrar
y cada coincidencia nos atrae con su olor a mundo
mediodía
se demora el viento en el patio
viene la posesión del cerebro, fijado con agujas:
yo hablo bien de mi padre, la lengua se me atora
¿no desapareces en el caudal del río?
busca tu asiento, suicida escombro
una ópera no te alegra, sol ardiente
mediodía ceniza urgencia despojo
***
entonces un canon podría partir con un dios en el cielo, a la manera en que una pelea sostenida por mis padres, manejando muertos de calor, alcanza el bienestar de nosotros, dulces que se esconden del deseo. Un canon podría partir un dios en el cielo podría ser un comienzo, duplicando una de las voces: la quinta, por ejemplo, o las campanas de los templos, o el tedio del clamor repetido. ¿Quién dejó los celulares en la basura, abrazados por la escoria y la luz? El canon alcanza el oído de los abuelos, que no están, alcanza al ausente en el trabajo y en la casa, al estudio sostenido de mi familia, alcanza cualquier materia, mientras roce la dulce cábala: estudiar estudiar estudiar
***
tomé un telescopio en el arrecife humano
apenas la impermanencia y la jornada
decidieron tu rostro . . . . persona sola
¿algo sabías de nuestro paraíso?
quizá no ¿cuál era tu nombre?
eso tampoco importa
los vientos se conmueven
y las peleas que son dignas de dar
casi nunca se presentan