[ A ARCHIVO PADILLA]................. El Alejo Carpentier que conocí - por Heberto Padilla

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   .........En uno de sus viajes a La Habana, ya mortalmente enfermo, lo encontré en la librería de la calle 27, muy cerca del viejo Havana Hilton, y estuve a punto de evitarlo; el escándalo internacional de mi caso había contribuido a que su vida se hiciese más difícil en París y yo lo sabía; pero él me descubrió y avanzó hacia mí con decisión, con una sonrisa fatigada, fatigado todo él, sudando, él, que apenas sudaba en el trópico. Me pidió que lo siguiera y entramos en uno de los bares abiertos del hotel, nos sentamos y dijo: “Lo que yo quiero es una cerveza, porque me estoy ahogando, ¿tú qué vas a tomar?” Pedimos dos cervezas.
-Todo lo que ha ocurrido pudo ser peor -me dijo-. Por lo menos estás vivo y libre. ¿Tú qué piensas?
 ¿Qué importancia tenía lo que pensaba?
 
             En última instancia, su rapto afable en plena calle sólo servia para agravar su situación. En tales circunstancias, lo mejor es callar.
-¿Vienes para quedarte? -le pregunté.
-Mira, chico. Yo ni siquiera sé cómo he podido llegar. En estos casos uno no sabe nada del futuro. En París me tratan los mejores especialistas. Esto da siempre una vaga esperanza. Tengo que regresar, no me queda más remedio.
            En estas expresiones se prolongaba como un lamento.
No queda más remedio que estar en la izquierda. No queda más remedio que admitir que la literatura revolucionaria cubana aún no ha surgido. No queda más remedio que volver.
            En Madrid, siete años antes, lo había acompañado hasta la escalerilla del avión de Iberia, conjuntamente con dos funcionarios y amigos cubanos, Vicente Baez y Adrián García Hernández-Montoro. Antes habíamos almorzado los tres en el restaurante del hotel. Recuerdo los suculentos espárragos que pidió, gruesos y frescos, que iba  hundiendo en la mayonesa con sus dedos largos, finos, ya viejos, por un momento ausente de la conversación, como si rumiara una intensa preocupación.
-Estoy pensando en lo que pasará mañana por la noche con Lilia. Ya debe saberlo todo.
           Era inevitable que lo supiera. Le habían comunicado de manera oficial el temor de que algo pudiera haberle ocurrido durante su estancia en Europa. Se pensaba en un secuestro. Todos los funcionarios de la embajada de Cuba en París y los organizadores de conferencias que debía dictar en la Sorbona, habían quedado esperándolo. El poeta Nicolás Guillén, de paso por la ciudad, lo había esperado y hasta buscado en su hotel inútilmente.
           La habitación continuaba alquilada, pero no había señales de Alejo. Después se supo todo: el propio Alejo había llamado desde el pueblo de Suecia donde se encontraba fornicando con una jovencita norteamericana, con quien mantenía relaciones desde Cuba y a la que invitó secretamente a París para correr una aventura en los países nórdicos, adonde ellos aportarían “el color y calor antillano”, como nos contó ese mediodía.
           Guillén fue el encargado, por orden expresa del embajador, de redactar el informe “donde actuando irresponsablemente como un viejo verde... (Alejo pudo leer años después el informe), el señor Carpentier desatendio sus obligaciones para ir a fornicar a Suecia con una adolescente becada en Cuba, y, además, familia de un gran dirigente del Partido”.
           Alejo no pudo evitar sincerarse con nosotros. Nos contó la aventura con lujo de detalles, hasta con el número de veces que ambos tuvieron el orgasmo.
-Todo se acabará antes del amanecer, Lilia gritará y me insultará y me clavará las uñas. Coño, yo tengo sesenta años -gritó-. Lo que tiene que hacer es dejarme templar.
            Era un día tibio de primavera; decidio viajar en mangas de camisa. Estaba fatigado, huesudo, aún más grisáceo su rostro meridional, pero avanzó con nosotros hasta la escalerilla y nos abrazó lentamente. El empleado de la compañía aérea que nos condujo y que regresó con nosotros hasta el andén, nos preguntó: “¿ES vuestro padre?”
Le respondimos que era un gran novelista, amigo nuestro.
-Pues el hombre está que no vale un cabo -exclamó.
Pocos días después tuvimos noticia de Alejo. Nos llegó a través de un funcionario de la Unión de Escritores de paso por Madrid.
-Nicolás Guillén está hecho una furia con Fidel.
-¿Por qué? -le preguntamos.
-Le mandó un regalo a Alejo Carpentier y le dijo que se cagara en la noticia. Que había que templar mu-cho.
Imagínate, eso ha desmoralizado a Guillén. Pensó que su informe hundiría a Alejo. Por eso ahora anda
de un lado a otro con su secretaria y le escribió un poema que ha impreso en 13 ejemplares. Se llama “En algún sitio de la primavera”.
-¿Qué tal es?
Nos respondió riendo.
-Romanticismo con cierta habilidad musical.
            Alejo solía llevara sus amantes jovencísimas al apartamento que Adrián Garcia Hernández tenía en el edificio Foxa, del Vedado, un sitio estratégicamente situado de modo que nadie podía ver al que entraba o salía. Ambos eran profesores de la Universidad, y Alejo le tenía gran admiración intelectual a Adrián. Cada vez que estaba en el apartamento con una muchacha, le dejaba una nota, de su puño y letra (no sé si Adrián aún las conserva). En todas ponía siempre una frase ingeniosa y una firma distinta:
“iQué voluntad de representación, hermano. Cinco estrellas. Tuyo, Shopennhauer”. Otras veces, los punzantes comentarios eran firmados por Kant, Hegel, Max, Weber. Un día le preguntamos: “Oye, Alejo, ¿y por qué no Marx o Engels, o Lenin?”
Nos respondió con picardía.
-Qué va, esa gente es de la que tumba el palo.
            Pero el que estaba frente a mí aquel mediodía, en el Hilton, fue un Carpentier que nunca pude imaginar.  Normalmente era de una naturaleza a la defensiva, sobre todo cuando estaba entre jóvenes; exponía sus ideas y uno sentía que su articulación precisa estaba cubriendo a un tímido genuino. Como todo escritor que alcanza el éxito en la madurez, Alejo era experto en las ambiciones y angustias, pero las baladronas y jactancias del joven las consideraba como un derecho de la edad. Solía decirme una y otra vez, en cada ocasión en que me excedía en mis juicios brutales contra cualquier escritor y al final
deponía mis anatemas: “Los jóvenes terribles no lo son realmente. Sus blasfemias son cándidas”.
-Tú tienes la culpa de todo lo que ha pasado. Te lo dije más de una vez, pero, claro, los jóvenes se cagan en todas las advertencias de los mayores. Mira, chico, no podemos pelearnos con la izquierda.
No hice ningún comentario; él se apresuró a continuar:
-No podemos pelearnos con la izquierda aunque sea coja, tuerta y fea. ¿Dónde está la derecha? ¿Qué nos ofrece? A mí, por lo menos, no me dio nunca nada. Eran los que decían que el pobre es pobre porque Dios así lo quiso. ¿A ti qué te han dado? A ver, ¿a ti qué te han dado?
Lo preguntó con tal vehemencia que le respondí que no me habían dado absolutamente nada y que nada esperaba de ellos. Entonces vi en su cara el único rapto de energía de aquella conversación.
-Bueno, pues te han dado el peor prestigio que puede tener un escritor de nuestro tiempo. El prestigio que
esa gente confiere lo único que hace es cagarnos.
-Yo no tengo ningún prestigio, Alejo -le grité.
Se echó a reir; dijo en voz baja:
-Eres el niño lindo del OPUS DEI en España, y de toda la recalcitrante derecha europea.
-¿Por qué? -volví a gritar.
-iAh, vaya usted a saber! Tal vez lo sepas tú.
-¿Qué mierda quieres decirme?
Estaba a punto de romperle una botella en la cabeza. Mis nervios estaban destrozados, no podía continuar soportando los reproches típicos de todos los que hubieran preferido verme en una cárcel pagando un crimen que no había cometido, que resultaba preferible a la confusa libertad que disfrutaba.
Por primera vez en mi vida lo vi adoptar el tono del verdadero cómplice, experto en el análisis y en la mafia.
-¿No te das cuentas de que no han podido meterte de cabeza en la cárcel como han hecho con muchos otros, a quienes no les han dejado opción alguna, simplemente porque no les respetan, porque no les temen?
Me eché a reir. Para mí un presidiario político era un adversario que había demostrado serlo con la acción.
-No -dijo él-..En política, a los adversarios se les elige. Un agente de la CIA no es un adversario, ni tampoco lo es un terrorista, un activista elemental de cualquier organización contrarrevolucionaria
con sede en Miami. A esos se les agarra y se les mete en la cárcel (están condenados por la historia); pero un joven surgido en el proceso revolucionario, que se ha manifestado partidario de sus propósitos, que, como tú, ha estado presente en situaciones críticas, no es lo mismo. Te han dejado libre porque
no era necesario meterte en prisión. Tienes que detenerte en la  deferencia y estudiarla.
Por un instante, mientras hablaba con nerviosismo, y bebía la cerveza, pensé en la deferencia, pero no sentí ánimos de estudiarla. Para mí se trataba de una autodegradación provocada, típica del mundo comunista, que Alejo conocía perfectamente bien, mejor que yo. Era un hombre de mucho más edad.
¿Por qué me hablaba de ese modo? Y, además, convencido de que toda conversación era espiada, de que este encuentro a la luz del día sería conocido inmediatamente por la policía?
Pienso ahora que fue uno de sus últimos actos de independencia. Había sido nombrado miembro de la Asamblea Nacional, mediante el simple expediente de colocar su nombre en la boleta oficial, y única, había actuado con la férrea disciplina de un miembro del partido cuando fue necesario romper con los amigos izquierdistas, pero no miembros de los partidos  comunistas, con motivo de las cartas en protesta por mi detención. Y estaba sobre todo enfermo, que en el mundo comunista es el único salvoconducto de valor.
        Es difícil, aunque no imposible, conservar un diálogo como aquel en la memoria. Alejo hablaba como escribía, pero no me es difícil memorizar los textos redondeados y precisos como los suyos. Todavía me parece tener frente a mí a este Alejo Carpentier que, más que hablarme, parecía razonar consigo mismo, su propia actitud moral.
 
 
 

Letras libres  Septiembre de 1985