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WITECHAPEL DE CAMILO BRODSKY: UNA LECTURA POÉTICA/POLÍTICA.
LA SOBERANÍA DEL MAL

Tomás Harris


 

Creo leer, en la página 12 de Whitechapel, de Camilo Brodsky, un doble sesgo enunciativo: la pregunta Where are they —título de un poema y de un nódulo textual en el que basaré mi lectura—, algo así como “Dónde están ellos?”, tiene una significante doble lectura: elegíaco y policial: policial en el sentido de “dónde diablos se han metido, dónde los encontraremos”. “Ellos”, son, creo, en un primer aproximamiento al pronombre plural en tercera persona, los que están fuera del Yo, del Self,  o para ser más exactos en el número, fuera del ‘nosotros’, los inubicables al fin, en una distanciación de aparente otredad ubicua, que no comparece con ‘ellos’ al necesario contrato social.

La lectura elegíaca se me aparece, en un primer vistazo al texto que antecede este título inquietante y ambivalente: cito: “se ven tristes las calles de Whitechapel con el/ fin de los suplicios/ como si la euforia ya esfumada de los crímenes/ se hubiera llevado la vida de este barrio/ de obreros, putas y parteras.” Pues bien, el locus Whitechapel, como todo lector informado sobre crónicas policíacas o seguidor de las Vidas Ejemplares de los santos asesinos, sabe bien que es el locus siniestro —un Unheimlich freudiano situado en las calles londineneses— donde Jack The Ripper sacrificó a su antojo y ganas —Deseo— una docena de prostitutas y el enigma quedó sin solución. Pero, ¿cómo podría instituirse, en el texto, una elegía del crimen? Creo que la cosa va por el status urbano. Sin Jack The Ripper, Whitechapel no tendría imaginario, sería un pobre, miserable y olvidado barrio de una urbe industrial sin mayor pedegree. Con el fin de la matanza —de los asesinatos— el barrio vuelve a su anonimia, la “tristeza” de las calles vuelve a esa miseria sin el regusto de lo sublime, sin el pathos del horror, sin —lo que es peor— ser parte de las primeras planas de los pasquines ingleses. Sin suplicio no hay euforia, nos dice el texto, cuando se ha esfumado la huella de los crímenes —la muerte sobre la vida, impunemente— también, y paradójicamente, la vida se esfuma, se hace humo del barrio malhadado y mísero —de obreros, putas y parteras— que regresan —sin pena ni gloria— al olvido de la explotación y el anonimato de la Gran Bretaña en su era postindustrial. La sangre le dio brillo a estas calles, un brillo cruel, sádico, deplorable, pero sublime, romántico, a fin de cuentas, y las adentró desde la crónica roja a la ficción y, desde la ficción al mito moderno… es decir, por unos meses, la atención se fijó en la escoria del Reino: putas, parteras, obreros. Entonces, ¿por qué no apelar a una suerte de ubi sunt criminal y cruel, al qué se fizieron sangriento, que nos extrajo a ‘nosotros’, innominada ralea —en el sentido zolaniano— del anonimato y el olvido?

Pero el ‘They’, al dar un paso más sobre estas adoquinadas y hemoglobínicas calles de los dominios de la reina Victoria, nos enfrenta al otro sentido del ‘ellos’: y aquí cabe esa pregunta de carácter tanto policial como sociológico: el dónde están ‘ellos’ nos sitúa ante varios enigmas: el primero: ¿Jack The Ripper fue solo uno, o unos, un hombre que acometió con los luctuosos crímenes de las rameras victorianas o varios —en un sentido más metafórico que textual, más metonímico que denotativo—, unos innumerables ‘ellos’ que dieron y vieron un momento y un lugar para ejecutar el deseo oculto, la fiebre de sus compulsiones burguesas o aristocráticas, los resabios de unos Gilles de Rais urbanos, pero con la nostalgia de la ‘soberanía’ como concepto y práctica, creada por la imaginación de Sade, comprobada por la Historia, y ejecutada por el Yo obliterado en Ello, según Bataille?

Ellos. El enigma da otro paso más: ¿dónde se ocultan? Puede ser que una esquina umbría y saturada de contaminación, esa bruma tóxica del Londres del siglo XIX, o bien, en el más inexcrutable de los escondrijos: lo difuso de un poder sin locus establecido —situado—, pero que opera, sin pacto social, o asocial en este caso, como una suerte de imponderable Sociedad de Amigos del Crimen sadeana, que, a la primera víctima, sigilosamente, se despliega con la bruma para dar, por fin, dentro de tanta parsimonia, al afán atávico. Si es así, ‘ellos’ quedan fuera de toda pesquisa, y ni un Dupin ni un Holmes podría dar con ‘ellos’, ya que ‘ellos’ —según el poemario de Brodsky—  no es un exterior, es un interior, no son unas manos blandiendo el escalpelo, sino un corazón tenebroso, el corazón de las tinieblas conradiano, pero sin el despliegue de lo exótico, sino en las calles, hasta el día anterior del primer asesinato, aunque paupérrimas y tristes, para sus habitantes habituales, familiares, heimlich, de la civilizada Inglaterra.

Creo, y al decir creo, planteo más bien una “suposición lectora” que una tesis: que lo que nos enuncia y propone el sujeto lírico de Whitechapel es esta insólita y original acepción del poeta o la voz del poeta “moderno” y, a la vez, postmoderno: una suerte de detective aristocrático y decimonónico, dado al ocio de la escritura y la indagación, como el Dupin de Poe, tal como lo plantea Ricardo Piglia en El último lector: “la lucidez del detective depende de su lugar social: es marginal, es extravagante (…). Porque es libre y está excluido, el detective puede ver la perturbación social, detectar el mal y lanzarse a actuar. Cierta extravagancia, cierta indiferencia, insiste siempre en la definición de estos sujetos extraordinarios que se asocian con el caso de Dupin, con la figura del hombre de letras, del artista raro y bohemio”. Pero sin olvidarnos que Dupin es un “gran lector”.     

¿Tal el poeta, hoy por hoy, para Brodsky?

Sí y no. Sí porque en el sujeto lírico de Whitechapel pervive esa actitud decimonónica del poeta como detective un tanto dandy, pero que hace uno y otro giro a esta trama: “transformando el mundo de espectros y terrores nocturnos en un mundo de amenazas y crímenes (…) pone en dimensión interpretativa y racional la serie de hechos extraordinarios y asombrosos que son material del gótico”.

Y el otro giro: Brodsky hace del poema un filme, con banda sonora (el jazz, Coltrane, entre otros), locaciones, actores, afectos especiales, guión, conciencia de la representación, datos empíricos y guiños a una serie representativa, que más que con un Chandler lo relaciona intertextualmente con un Tobe Hooper (Chain saw) o un Wes Craven (The Last House on The Left). Pero sin olvidar el origen de estos giros en la economía tanto criminal como punitiva: como expone Michel Foucault en Los anormales y muy aplicable a la “galería de asesinos” de Brodsky: “Esto, estas figuras, fueron los puntos de organización de toda la medicina legal: figuras, por lo tanto, de la monstruosidad, de la monstruosidad sexual y antropófaga (…)”. Su monstruo humano (el de Whitechapel): “Es Vacher en Francia, es el Vampiro de Dusseldorff en Alemania; es sobre todo, Jack el Destripador en Inglaterra, que presentaba la ventaja, no sólo de destripar prostitutas, sino de estar probablemente vinculado por un parentesco muy directo con la reina Victoria: por eso, la monstruosidad del pueblo y la monstruosidad del rey se reunían en su turbia figura”.

Podemos, ahora, cambiar los nombres, las investiduras y la sanción social y ver que la propuesta de Brodsky tiene muy mucho de lo planteado por Foucault: a fin de cuentas, acaso, ¿el monstruo humano no es un individuo a quien el dinero o la reflexión o el poder político brindan la posibilidad de volverse contra la naturaleza? De modo que el monstruo de Sade, por ese exceso de poder, la naturaleza vuelve contra sí misma y termina por anular su racionalidad natural, para no ser más que una especie de furor monstruoso que se encarniza no sólo contra los otros, sino contra sí mismo.

Ya sea en la Francia del antiguo régimen, en la Inglaterra victoriana, en Putamérica pre y post dictaduras de fines del siglo pasado, en las urbes y pueblos perdidos de los EEUU, y, claro, hoy por hoy, en el Whitechapel de Chile.

Uno de los mejores y más lúcidos libros de poesía del último año, Whitechapel merece ser celebrado y reconocido por sus alcances, factura, lucidez, belleza estética y valentía política. Si no se reconoce en él el talento desplegado por Camilo Brodsky a la hora de quién está siendo quién en la chilena poesía, es que también los nuestros —¿críticos?—  han perdido la capacidad de hacer una lectura bien hecha e imparcial.


 

 

 

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