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UNA BELLA NOCHE PARA BAILAR ROCK
(Cristian Cruz, Ediciones de Barro, 2021)


Por Cristián Gómez O.


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La poesía de Cristian Cruz ha venido demostrando, especialmente a partir de sus últimas publicaciones, una creciente conciencia de sí misma y del lugar que ocupa en la poesía de Chile.

Si l@s lector@s han tenido la oportunidad de seguir la trayectoria de este poeta, habrán podido notar que sus libros han recorrido una travesía que va desde una cercanía inicial con el larismo, a la expansión de los mundos posibles explorados por el poeta. Por sobre todo, la poética de Cruz ahondará, especialmente en sus publicaciones más recientes, en dos cursos que coinciden orgánicamente: primero, el desarrollo de un paulatino desencanto con el mundo representado, una ironía amarga que poco a poco comienza a permear la tesitura de estos textos. Y, sin que se contradiga con lo ya dicho, sino otorgándole nuevas modulaciones, el abrazo de una picaresca que ante los callejones sin salida que le ofrece la realidad tratada, el hablante asume como una de las pocas salidas que le quedan para enfrentar tales situaciones.

En el caso de Una bella noche para bailar rock, selección de los hasta ahora dos últimos libros publicados por Cruz (Dónde iremos esta noche y No era yo esa persona, más algunos textos previamente inéditos), se ratifica lo dicho más arriba, en la medida en que el autor establece un mundo propio sustentado fundamentalmente en tres pilares, a saber: un tono a ratos coloquial, fuertemente narrativo, que no hace (o no parece hacer) uso de mecanismos retóricos que llamen la atención sobre sí mismos, poemas generalmente breves (ninguno pasa de las dos páginas, salvo “Parafraseando a Dickens /en la navidad moderna”), una sintaxis sin grandes sobresaltos, un corte de los versos que a veces parece determinado engañosamente por el ancho de la página, pero que –especulo aquí sólo a partir de la lectura de los poemas– el autor tiende en realidad a utilizar decididamente como ritmo de lectura, como pausa al escanciar, como una representación, tal vez, del cansancio que trasuntan los distintos hablantes de estos poemas.

De especial interés resulta el proceso que delatan estos poemas. Como decíamos algunos párrafos más arriba, no siempre la poesía de Cruz fue como la que leemos aquí. Haciendo gala en sus primeros libros de un ruralismo que era parte de un proyecto mayor (bastaría, para dar más pruebas al calce, revisar el catálogo de la editorial donde se publica esta antología, Casa de barro, título elocuente por sí mismo, para tener una idea algo más acabada de lo que involucra el mentado proyecto), hoy por hoy Cruz nos muestra un giro, un matiz, dentro de ese mismo universo.

Esta diferencia, este “giro”, viene dado por una fuerte carga reflexiva en torno a los orígenes y la razón de ser del poema y de la actividad poética; el poeta no ha abandonado la provincia, todavía hay un sentimiento evidente de escribir desde el “territorio”, como al mismo Cruz le gusta decir, pero sin lugar a dudas que ahora estamos ante una mediación, una meditada distancia con la forma de representar el mentado territorio.

Véase, por ejemplo, un poema como “La trama”, donde todo el texto es despliegue de una pregunta y su hipotética respuesta, qué es el poema. En él se comprende la poesía (o se la percibe, más bien) como una mezcla fluida de identidades, en este caso el de una avioneta que pasa por encima de la casa del hablante, una avioneta, esto es, un aparato creado por el ser humano, cuyo sonido es percibido por los habitantes de la casa, pero que, como vemos hacia el final del texto, es también el sonido del cielo, como si se tratara de una metonimia o un símil extendido y/o continuo, i.e., donde avioneta-sonido-cielo-poema terminan siendo una y la misma entidad.

Lo interesante de este texto no es sólo la combinación de niveles (sueño/vigilia, interior/exterior, casa/afuera, abajo/arriba), sino la simpleza con que se pasa de uno a otro, transiciones que no sólo pasan desapercibidas, aun más: constituyen ese tránsito, como el de la misma avioneta, como el de varios objetos y/o seres y/o elementos de la naturaleza que también ven que su esencia fluye o transcurre en la medida que el poema/la avioneta pasa por encima del hogar desde el cual es percibida. Así, por ejemplo, hay dos elementos que sintetizan a la perfección lo recién dicho. Una son las “dos o tres pozas de agua, que son dos o tres espejos si están quietas” (32). La otra es “sobre el techo de la casa/la sombra de la avioneta o bien la sombra del poema/era una mujer con los brazos abiertos”. En ambas instancias, algo que es, es o puede ser también algo más.

Los que duermen en esa casa interpretan el sonido del cielo, que es el sonido del poema. En un principio, la avioneta simplemente “dejaba entrar su ruido por la ventana”. El paso del ruido al sonido tal vez no sea menor, así como tampoco su interpretación durante el sueño. Del ruido uno tiende a alejarse, y salvo contadas ocasiones, el ruido, por lo menos en principio, no es significativo. Todo lo contrario pasa con el sonido[1]. Consignamos aquí este ir del uno al otro, en tanto nos parece indicativo de los cambios que la poesía de Cruz ha experimentado en los últimos veinte años, desde Pequeño país, hasta la antología que ahora nos preocupa. No pretendo identificar Pequeño país, y la poesía inicial de Cruz, con el ruido. Al contrario. Lo que sí quiero decir es que tal vez ese tránsito represente el proceso que ha vivido la escritura de Cruz, el paulatino aumento de una conciencia escritural que ha modificado, creo fundamentalmente, la poesía de este autor. Nuestra tesis, que la hemos expresado en recensiones anteriores sobre los libros más recientes de este poeta, plantea que un repertorio mayor de estrategias de representación, marcarán una diferencia evidente en el transcurso de esta poesía. Pero, si hubiera que elegir dentro de ese repertorio, sería la distancia con lo representado, la desfamiliarización con los mundos que habitan los hablantes de estos poemas, lo que más frutos ha traído para Cruz. Y, tal vez, no sería tan descaminado que el examen detenido de una obra como la de Enrique Lihn tenga algo que ver con esto: la desconfianza en las posibilidades del discurso lírico es un legado que primero Lihn, después Juan Luis Martínez, y probablemente otros autores también como Gonzalo Millán, han dejado como herencia indeleble en la poesía de este país.

No obstante, tal vez en la obra de Cruz haya tenido un efecto incluso mayor, sin desmerecer lo dicho hasta ahora, el mero transcurso de los años, los desengaños propios de una vida en nuestra sociedad contemporánea. Soy de los que cree que la poesía no se puede explicar por, ni reducir a, la biografía de sus autores. Pero tampoco creo que su estudio se pueda desentender por completo de esta. Si bien los detalles específicos de la vida de Cruz se nos escapan y sean, tal vez, irrelevantes para entender estos textos, no es menos cierto que Una bella noche para bailar rock abunda en indicadores de lectura, en señales que nos hacen suponer un discurso biográfico que es al cual debemos atenernos.

En ese sentido, son copiosos los ejemplos que se cuentan en esta antología, de textos que señalan una derrota o un fracaso vital, itinerarios fallidos que no son necesariamente individuales, sino que reparten estos sentimientos de pérdida entre el colectivo que podemos identificar como chileno. No deja de ser interesante contrastar estos resultados con las conclusiones a las que llega Sergio Mansilla, en un ensayo sobre un libro anterior de Cruz, La aldea de Kiang[2]. En su texto, Mansilla estudia prolijamente las relaciones que el poema de Cruz establece con el poema homónimo de Tu Fu (714-774 d.c), poeta chino que vivió en la época de la dinastía Tang. Y de ellas concluye que, si en el texto del poeta chino, el retorno a la aldea del pater familias después de las turbulencias políticas que lo afectan a él y a todo su entorno es el centro del aliento narrativo del poema, en el caso de la paráfrasis que hace Cruz, el retorno es posible porque la poesía se constituye como esa fuente de “un poder vivificante (…) ante la desolación producida por la guerra, el tiempo, la muerte” (88). Más adelante, agrega: “El poema de Cruz es en sí mismo un conjuro para superar la ruina y la devastación”. (90).

Estos poderes con que se inviste la poesía denotan una confianza en la capacidad de la misma para contrarrestar y/o compensar los efectos nocivos de la vida contemporánea. Aunque no podemos aquí entrar a detallar los matices con que Mansilla asocia estas virtudes poéticas, ni tampoco los requisitos para que estas sean efectivas, sin duda alguna que el contraste entre La aldea de Kiang, las conclusiones a las que arriba Mansilla en su análisis y el aire más bien ominoso de textos como Dónde iremos esta noche y No era yo esa persona (que constituyen el grueso de los poemas seleccionados en Una bella noche para bailar rock), es sumamente elocuente y deja ver el tránsito de una obra desde un post-larismo marcadamente asumido, hasta una poesía que ha hecho del desaliento el motor de su discurso, pero hay –también– en esta antología, una reivindicación del espíritu personal como defensa contra ese desaliento. Junto a la reiteración de los espacios y las relaciones familiares, hay un persistir en las opciones tomadas como curso de acción que pese a todo es necesario mantener, menos por porfía que por convicción en lo hecho (“el estilo es la resistencia” (58), se lee en uno de los poemas).

Termino: queda pendiente una resolución en torno a la tensión que existe entre estos momentos de la poesía de Cruz, esa confianza de algunos de sus libros en los derroteros por los que la poesía puede “victoriosamente” conducirlo y el sabor amargo que la realidad representada en sus últimos libros deja entrever. ¿Es sólo ese mundo representado el que decepciona a quien nos lo muestra?, ¿o son acaso también los mecanismos de representación, la poesía en este caso, los que ya no ofrecen la misma posibilidad de contrarrestar los efectos y las consecuencias de tal realidad? En una entrevista relativamente reciente, Ricardo Herrera Alarcón le preguntaba a Cruz lo siguiente:

"Desde tu primer libro Pequeño país (2000) se instala la idea de construir un territorio, un espacio propio donde se reclama un cierto orden del universo. Ese mundo cifrado del hogar, en tu primer libro, es luego el territorio y la lógica de los bandoleros y sus leyes propias, en La fábula y el tedio, o la aldea y los ritmos de la naturaleza, en La aldea de Kiang, por ejemplo. ¿Sientes que has tenido que ir destruyendo ese mundo
para seguir existiendo poéticamente? ¿Es posible una poesía del arraigo hoy en día?" (el subrayado es nuestro).[3]

La respuesta que da Cruz es extremadamente sintomática y significativa. Dice el autor de Una bella noche para bailar rock

Lo que pasa con la poesía, es que no es cualquier historia la que se cuenta. Es, digámoslo así, un arte de la verdad. La autenticidad de lo que escribes va cimentando tu propia poesía. Ser falso en ese plano es peligroso, y por lo general se derrumba irremediablemente. Por eso no doy por descontado esa primera etapa. Es la fundación de algo serio, y eso te forja. (Las cursivas son nuestras).

La disputa por lo auténtico se encuentra casi explícitamente señalada aquí. La búsqueda de lo verdadero, de lo impoluto, afán que ha caracterizado desde sus comienzos a toda esa poesía que Ricardo Herrera lúcidamente califica como “del arraigo”, esconde una búsqueda del origen, además de la continua lucha por la preservación del mismo.

Este es un tema que excede con creces el espacio de una reseña como esta, pero es difícil pasar por alto un tema que resulta de tal manera central para la poesía de Cristian Cruz en particular, y la poesía chilena en general. Creo incluso que este tema trasciende las luchas por un lugar al interior del sistema literario (i.e., por ocupar un puesto en él, consciente o inconscientemente, aunque tendemos a pensar que se trata más de lo primero que de lo segundo), para involucrar asimismo temas existenciales y políticos, ya que tienen que ver no sólo con una forma de escribir poesía, sino con un modo de habitar el mundo. Y eso tiene connotaciones políticas imposibles de ignorar.

 

 

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Notas


[1] No pretendemos aquí dar por sentado ningún tipo de conocimiento acabado en torno a las connotaciones musicales y el análisis profundo del sonido, en todas sus dimensiones. Sí los mencionamos en tanto sean atingentes a la poesía de Cristian Cruz, sin pretender ir más allá de este ámbito.

[2] Mansilla, Sergio. “Lectura, reescritura y poesía: una aproximación a La aldea de Kiang después de la muerte, de Cristian Cruz”, en Anales de Literatura Chilena. Año 23,junio 2022, número 37, 85-102 (rep. en http://www.letras.mysite.com/ccru090722.html)

 

 


 



 

 

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