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LA LUZ QUE VA DANDO NOMBRE.
1965-1985 VEINTE AÑOS DE LA POESÍA ÚLTIMA EN MÉXICO

(Gobierno del Estado de Puebla, Puebla, 2007, 208pp).

Por Vicente Francisco Torres

 

 

La luz que va dando nombre (Gobierno del Estado de Puebla, 2007), muestra de los novísimos poetas mexicanos, sólo podía ser un proyecto abanderado por la osadía de uno de sus más destacados protagonistas, Alí Calderón (Ciudad de México, 1982) quien, además, tuvo la generosidad y la prudencia de invitar a tres escritores para que el corpus de lecturas fuese mejor ponderado: José Antonio Escobar, Jorge Mendoza y Álvaro Solís. Esta antología de poetas nacidos entre 1965 y 1985, antes que bordar sobre la tradicional teoría de las generaciones cuyos únicos estandartes eran sus fechas de nacimiento y sus tendencias, opta por compilar poemas y no poetas, a partir de las cualidades intrínsecas de los textos.

Bajo esta premisa, La luz que va dando nombre se pregunta cuáles serán los creadores cuya obra permanecerá gracias a las relaciones públicas y cuáles perdurarán bajo la luz que propone esta bien cuidada antología: la idea de un lenguaje literario solvente acompañada de una visión incluyente como anhelo para la historia de la poesía de nuestro país.

Si bien esta muestra no pretende ser una compilación exhaustiva, pone mucho interés en la construcción de un lenguaje poético basado en rubros cuya sola mención denota la línea dominante de los poemas incluidos: imágenes de la naturaleza, neobarroco, música, humor/ironía, automatismo y slang citadino. El entrecruzamiento de ellos da lugar a lo que en el prólogo identificamos como una polifonía lírica, acompañada de una vision plural de la poesía, con sus distintas visiones y propuestas lingüísticas que colocan a los nuevos poetas, a los más jóvenes practicantes, bajo una nueva luz.

 

 

 

LA LUZ QUE VA DANDO NOMBRE:
Apostillas a una muestra crítica y estimulante

Por Rafael Toriz

México, visto está, es un país de antología(s). En nuestra federada república la poesía es una pasión comunitaria, un interés permanente y una jurada vocación. En México ser poeta es un orgullo, una responsabilidad y también un arrebato. Escribir poesía, en cualquier territorio conocido del planeta, implica riesgos, batallas e inexcusables compromisos: la historia última de México es la historia de su poesía, actividad constante sólo equiparable a las derrotas deportivas, los descalabros económicos o los crímenes políticos. En tierras aztecas aquella famosa pregunta que atormentó a Hölderlin (“¿para qué poetas en tiempos de miseria?”) más que una inquietud metafísica se revela como una tautología: nuestros tiempos históricos, por decir lo menos, han pasado del cínico desengaño a la infamia imperdonable en un mismo sexenio. Nuestros tiempos, bemoles más bemoles menos, han oscilado entre las discretas alegrías, los furores inocentes y las proféticas desgracias.

Para nosotros la poesía, entre otras cosas,  ha sido resistencia y celebración, talento y trabajo, pandillerismo y corruptelas: de cualquier manera siempre una desmesura. Herederos de una república convulsa, nuestras prácticas culturales son el reflejo –en sus aciertos y defectos– de nuestras prácticas políticas.

Bajo dicho estado de cosas es lógico que contemos con una cantidad ingente de poetas y por lo tanto contemos también con numerosas compilaciones de su producción literaria. Incluyentes unas y sesgadas otras, es inobjetable que toda antología es valiosa e incluso necesaria. Así, baste recordar al vuelo algunas de las más destacadas como la Antología de la Poesía Mexicana Moderna (1928) firmada por Jorge Cuesta y representativa de Contemporáneos; la de Maples Arce, homónima (1940); la titulada Poesía mexicana 1950-1960 (1960) de Max Aub; Poesía en movimiento (1966) de Octavio Paz, Homero Aridjis, Alí Chumacero y José Emilio Pacheco; la Antología de la Poesía Mexicana del siglo XX (1966) de Carlos Monsiváis; Ómnibus de poesía mexicana (1971) y Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) de Gabriel Zaid; Dos décadas de poesía en México de Sandro Cohen (1981); Poetas de una generación 1940-1949 (1981) de Jorge Fernández de León; Poetas de una generación 1950-1959 (1988) de Evodio Escalante; Ávidas mareas (1988) de Alejandro Sandoval; la Antología de poesía mexicana (1996) de Víctor Manuel Mendiola; La rosa escrita (1996) de Francisco Hernández; y más recientemente El manantial latente (2002) de Ernesto Lumbreras y Hernán Bravo; La región menos transparente del aire (2003) de Héctor Carreto; Árbol de variada luz (2003) de Rogelio Gueda; Más vale sollozar afilando la navaja (2004); y Un orbe más ancho (2005) de Carmina Estrada.

Después de este brevísimo muestrario (no cite siquiera el 30% de las antologías de poesía publicadas en México durante el siglo XX), queda claro que el país podrá quedarse sin petróleo o soberanía pero nunca sin antologías. Sólo viendo tal cantidad de publicaciones es posible sopesar frases como la siguiente, de Ibargüengoitia: “En nuestro medio, no firmar un manifiesto es casi tan grave como quedar fuera de una antología”. Y cómo no, si lo curioso ante tantas posibilidades de publicar en colectivo sería no figurar en antología alguna. Paradójicamente la poesía, por mucho el género más practicado en la nación, es también el menos leído, situación que nos mueve a pensar con urgencia el lugar de la poesía en la sociedad y el hecho de que, para bien, para mal o para peor, probablemente existan más poetas que lectores.

La luz que va dando nombre: un proyecto riguroso

Sentado lo anterior al respecto de la publicación más bien discrecional de antologías (ha sido Alí Calderón quien en otras páginas ha escrito que “una antología es, en realidad, un capricho”) considero que la muestra que ahora nos entrega el escritor poblano en coordinación con los poetas Jorge Mendoza, Álvaro Solís y Antonio Escobar es un ejercicio serio, interesante y crítico por tres aspectos remarcables:

a) Serio en la medida en el presente libro “no se propone dar la última palabra sino abrir el diálogo sobre un modo distinto de organizar nuestra tradición poética”; es decir, la intención de los antologadores no es la de pontificar o ningunear sino la de abrir un diálogo necesario entre discursos paralelos dentro de un misma tradición. El hecho de pretender conversar con distintas poéticas, en mi opinión, vigoriza su muestra e invita tanto al asentimiento crítico como a la fundamentada disensión.

b) La característica que encuentro más estimulante de la antología es el criterio formal para enunciar y asimilar el discurso poético. Los compiladores sostienen que “una crítica de poesía honesta debe basarse en la idea de lenguaje literario”(1), intención que sólo podrán satisfacer en la medida en que se atengan a su concisa y pragmática definición de poesía: “La poesía es, ante todo y de la manera más fría, un artificio del lenguaje que produce un cierto efecto estético”. De esta manera, poniendo sus cartas sobre la mesa, es posible analizar con nitidez las directrices de la antología porque previamente nos han facilitado las herramientas para entrar en su “estancias lingüísticas”, clasificadas en ocho categorías precisas: connotación de sentimientos, trabajo del significante, neobarroco, imágenes de la naturaleza, música, humor/ironía, automatismo y slang citadino.

c)  “La poesía, como cualquier otro campo de la cultura, es también un campo de poder…Siempre han existido grupos de poetas en pugna, buscando su legitimación”. Esta frase, en su aparente sencillez, devela en su brevedad un estado de cosas que, por pusilanimidad política, mezquindad rastrera o franca alienación no se denuncia y mucho menos se debate: el carácter social y político de la praxis literaria en México. Sin embargo la novedad de una aseveración como la citada no es su pertenencia crítica ni su afán de denuncia sino la asunción, como antologadores, de que todo acto público –en este caso el que añade al quehacer poético– nunca es neutral sino abiertamente político, circunstancia que, al estar planteada en el prólogo del libro, reconocen como necesario para la discusión franca y de frente.(2) Este hecho me parece de una honradez intelectual remarcable. Si vamos a hacer política no la hagamos más a trasmano ni en la tenebra. Es necesario que asimilemos, por salud mental, que Octavio Paz no habrá de mandarnos a Siberia y que el PRI, al menos en prudente teoría, ya no tiene el poder de antes sobre nosotros. 

Por estos factores, además de la muestra poética que exigiría otra reseña aún más extensa y precisa, La luz que va dando nombre es un sobresaliente y estimulante ejercicio que permitirá, entre otras cosas, una crítica sostenida y necesaria de nuestra literatura reciente.

 

NOTAS

(1) Conviene referir su definición de lenguaje literario: “Un lenguaje literario es una manera determinada de trabajar el lenguaje, de manipular el signo lingüístico, una disposición particular de las palabras en el poema”, lo que origina, según su concepción, una visión clara y distinta de la poesía.

(2) Es por estas mismas razones que no puedo estar de acuerdo con los prologuistas cuando sostienen que estamos ante “una antología de poemas, no de poetas”, como si fuera posible separar, en el contexto que nos atañe, unos de otros

 



 

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