“La imagen del cuerpo no se inventa: 
            brota, se desprende
            como un fruto o un hijo del cuerpo del Mundo”.
            Octavio Paz: Conjunciones y disyunciones.
          La encarnación 
            en imágenes del cuerpo es un producto: emerge, nace o se desgarra 
            de los cuerpos sociales, históricos y culturales de su tiempo 
            y su espacio. Puede ser encarnación o desgarradura, pero lo 
            constituyen el reflejo, la analogía y la mimesis. Pero en el 
            caso del cuerpo se impone una suerte de dualidad ontológica: 
            es, como afirma Roland Barthes sobre la Bruja en su prefacio a La 
            Sorcière de Jules Michelet (1959), a un tiempo, un producto 
            y un objeto: “captada en el doble  movimiento 
            de una causalidad y una creación”. Y ambos producto-objetos 
            históricos y estéticos que encarnan en imágenes, 
            el cuerpo y la bruja, no han estado lejos en la espiral de la Historia: 
            es más, a veces se han fundido en épocas oscuras donde 
            son castigados como una sola entidad maligna o diabólica, enemiga 
            del Espíritu y la Razón.
movimiento 
            de una causalidad y una creación”. Y ambos producto-objetos 
            históricos y estéticos que encarnan en imágenes, 
            el cuerpo y la bruja, no han estado lejos en la espiral de la Historia: 
            es más, a veces se han fundido en épocas oscuras donde 
            son castigados como una sola entidad maligna o diabólica, enemiga 
            del Espíritu y la Razón.
          De esta manera, 
            el cuerpo en el arte contemporáneo ha transitado desde la máquina 
            erótica de Marcel Duchamp y las muñecas de perversión 
            polimorfa de Hans Bellmer, en las vanguardias de posguerra, al cuerpo 
            sudamericano, lacerado y reprimido, durante la dictadura militar de 
            los 70-80 en Chile, en las performances de Carlos Leppe, entre 
            vendas, travestismo e instrumentos de tortura; o, ya entrados los 
            90, en experimentaciones como la llamada “Casa de vidrio” o “Proyecto 
            Nautilus” (pobre Julio Verne revolviéndose en su tumba) consistente 
            en una suerte de instalación en la que dentro de una casa de 
            paredes transparentes, ubicada en un terreno baldío en el centro 
            de Santiago, se paseaba, fingiendo una rutina cotidiana, una joven 
            actriz, con más desnudos cotidianos que los que en la cotidianidad 
            se practican; el espectáculo –dado que de eso se trataba, al 
            final de cuentas, la “propuesta”–, más que el de la privacidad 
            expuesta fue el del desenfreno voyerista y lúbrico de una horda 
            de perros humanos hambrientos de mirar. La creatividad de la 
            opresión: del martirologio a la compulsión voyerista. 
            Finalmente, ya entrados en el año 2000, Spencer Tunick llega 
            a Santiago de Chile con sus sesiones fotográficas de desnudos 
            masivos, realizados en la madrugada, y programados para una serie 
            de tomas fotográficas, donde el “destape” chileno mostró, 
            más que una catarsis liberadora, una nueva compulsión 
            de mostrar desesperadamente, como si esa madrugada fuera la víspera 
            del Apocalipsis, unos cuerpos violáceos, casi a 0° grados 
            centígrados, y donde estos cuerpos evidenciaban la falta de 
            salud y los malos hábitos alimenticios de la población 
            chilena, en la celulitis, los vientres desbaratados y las carnes flácidas 
            de jóvenes y viejos, productos de las grasas saturadas y el 
            exceso de comida “chatarra” de las cadenas McDonald’s.
          Pero no sólo hay mimesis 
            del cuerpo histórico y social en la imagen del cuerpo producida 
            por el arte o por las representaciones culturales en un sentido más 
            amplio, sino, además, resistencias en la imagen artística 
            del cuerpo hacia el cuerpo de su Mundo, desgarradura del cuerpo del 
            hombre con su entorno o contexto, y expresión multiforme de 
            esta desgarradura; el arte –y la cultura toda– codifica una totalidad 
            difusa e inabarcable para la percepción y la devuelve en forma 
            asible en el tejido del sentido a nuestra conciencia.
          Pero particularmente en el arte, 
            como en el erotismo, aparece siempre una “alteración”, al decir 
            de Bataille, una fisura, el rudimento de una forma de resistencia: 
            es el espacio polivalente de la angustia, la angustia que constituye 
            el sentido de aquella desgarradura en la superficie rugosa y alienada 
            del contexto.
          Esta relación 
            de mimesis y resistencias, creo, se reproduce en el interior del poemario 
            La Tirana de Diego Maquieira (1983), texto que relaciona estrechamente 
            la imagen del cuerpo y la concepción del erotismo como práctica 
            de intercambio erótico en la ciudad contemporánea, como 
            práctica social sancionada por una cultura y praxis urbanas, 
            cuyo núcleo semántico, en el texto, estaría condensado, 
            o abrigaría su mayor condensación semántica en 
            el enunciado: “puta religiosa”.
           
             
               
                En mi solitaria casa estoy borracha
                  y hospedada de nuevo
                  Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
                  ya no me puedo sola, yo la puta religiosa
                  la paño de lágrimas de Santiago de Chile
                  la tontona mojada de acá
                  Me abren de piernas con la ayuda de impedidos
                  y me ven tirar en la sala de la hospedería
                  
                   La Tirana XI
                  (Agarrándome al cielo de Dios)
              
            
          
          Antes de desarrollar este aspecto 
            mencionaré algunos elementos articuladores del poema, necesarios 
            para comprender de qué manera el enunciado citado va desplegándose 
            metafóricamente en los diversos estratos del poemario.
          – La Tirana como texto donde 
            se reúnen principios y términos considerados tradicionalmente 
            como contradictorios, en un intento de fusión dialéctica, 
            de anulación de antípodas, de claras reminiscencias 
            del surrealismo bretoniano de 1924.
            
            – El texto como intersticio de resistencia del cuerpo en tanto entidad 
            biológica reprimida.
            
            – El espacio urbano como escenario o locus donde transcurre 
            el poema, en tanto es una serie fragmentada de secuencias narrativas 
            interruptas.
            
            – Una conducta 
            poética o textual imprevisible y barroca, como 
            la define Enrique Lihn en la revista Cauce del 5 al 11 de mayo 
            de 1986, refiriéndose a Los Sea Harrier en el firmamento 
            de eclipses (Poemas de anticipo), el siguiente libro publicado 
            por Maquieira, en el otoño de 1986, después de La 
            Tirana: “El título del primer poema, en inglés, 
            escribe Lihn, “Baroque Behavior” comportamiento barroco) es 
            la expresión que se utiliza en Inglaterra para designar las 
            nuevas tribus británicas (Punks, Teddy Boys, Mods, Bikers, 
            etc.). La conducta lingüística de Maquieira es también 
            imprevisible y barroca: una mimesis de la peligrosidad de esos grupos 
            marginales. Y la marginalidad es su tema.”
          – Y, siguiendo 
            a Lihn en el texto citado: la marginalidad como eje articulador del 
            poemario: “la marginalidad central del explosivo mundo moderno 
            o el descentramiento de este mundo por el poder marginal”: el demonio 
            de quien “se anuncia una próxima revuelta hacia el porvenir, 
            para recuperar la antigua y olvidada belleza”. Donde desembocamos 
            en un subtópico, el de la “belleza convulsiva” de la que hablaba 
            André Breton o, un poco antes en el tiempo, en los gestos luciferinos 
            de Baudelaire. No sé si estará de más aclarar, 
            siguiendo todavía a Enrique Lihn, que todo esto ocurre al nivel 
            del relato que tanto los poemas de los Sea Harrier como los 
            de La Tirana proponen como una virtualidad.
            
            El poemario –un conjunto orgánico de textos que se entrecruzan, 
            mixturan y relacionan, divididos en dos series (“Primera docena” y 
            “Segunda docena”), con un “Gallinero” intercalado–, se programa 
            en el poema que abre la “Primera docena” de la serie:
           
             
               
                Yo, 
                  La Tirana, rica y famosa
                  la Greta Garbo del cine chileno
                  pero muy culta y calentona, que comienzo
                  a decaer, que se me va la cabeza
                  cada vez que me pongo a hablar
                  y a hacer recuerdos de mis polvos con Velázquez.
                  Ya no lo hago tan bien como lo hacía antes
                  Antes, todas las noches y a todo trapo
                  Ahora no
                  Ahora suelo a veces entrar a una Iglesia
                  cuando no hay nadie
                  porque me gusta la luz que dan ciertas velas
                  la luz que le dan a mis pechugas
                  cuando estoy rezando.
                  Y es verdad, mi vida es terrible
                  Mi vida es una inmoralidad
                  Y si bien vengo de una familia muy conocida
                  Y si es cierto que me sacaron por la cara
                  y que los que están afuera me destrozarán
                  Aún soy la vieja que se los tiró a todos
                  Aún soy de una ordinariez feroz
                  
                  La Tirana I
                  (Me sacaron por la cara)
              
            
          
          Hay, en esta 
            voz que comienza a hablar de sopetón, entrando en el texto 
            con la afirmación más apremiante que puede hacer quien 
            habla, el Yo, la primera persona del singular que individualiza y 
            desmarca, que asume al sujeto en toda su potencialidad: un yo que 
            es femenino en sus atributos, que se presenta un tanto clownescamente, 
            como en los discursos de algunos personajes de Beckett, en los que 
            rara vez podemos distinguir desde dónde se nos habla y dónde 
            se ubican la dramatis personae o las voces; en el caso de Maquieira, 
            una “Yo” muy ambigua y difusa que se compara con Greta Garbo, pero 
            que a la vez decae, tanto sexual como socialmente (en un país 
            como Chile, que en algunos segmentos sociales aún se vive en 
            un substrato colonial, evidenciados más aún en el contexto 
            represivo y estratificado de la dictadura militar), y que se refugia 
            en las “Iglesias” –¿por qué esas ‘Iglesias’ plurales 
            con mayúscula?– y se erotiza con la luz de “ciertas velas” 
            que le iluminan los pechos (“pechugas”) cuando comienza a rezar en 
            la semipenumbra del templo, como una suerte de sustituto del recuerdo 
            de “mis polvos (coitos) con Velázquez” (que más adelante 
            identificaremos como el autor de “Las Meninas”); es decir, como una 
            sublimación religiosa del sexo que antes hacía “a todo 
            trapo”, y “todas las noches”, “pero ahora no”. Lo más extraño, 
            en un comienzo de la lectura de La Tirana, es que esta “Greta 
            Garbo del cine chileno” se solaza en su caída, en su “comienzo 
            a decaer”, en su desmoronarse como un montón de piedras como 
            Pedro Páramo al final de la novela de Rulfo, y, de ese desmoronamiento, 
            de ese decaer, saca la violenta afirmación de su vigencia, 
            de su supervivencia, de su, en suma, proferir:
           
             
               
                Aún 
                  soy la vieja que se los tiró a todos
                  Aún soy de una ordinariez feroz.
              
            
          
          En “La segunda 
            docena” ocurre algo similar, nuevamente la voz de la Tirana, comienza 
            hablar desde una suerte de indeterminación barroca que se va 
            sumiendo en un mundo carnavalesco y violento, fragmentado y demoníaco, 
            risible hasta la herida y de una ambigua imaginería de devocionario:
           
             
               
                En 
                  el pabellón de los santos, yo La Tirana
                  a fuego cruzado por las entradas
                  me pego la media volada de mi misma vida
                  Está la cama, está el retrato de Olivares
                  sólo dos sábanas transparentadas
                  al contacto de mi cuerpo:
                  llena de puntos 50 en cada esquina de salida
                  de mí misma la fachada el desnudo de Dios
                  Me caí, estoy empantanada en la belleza
                  me abro hoyos para que salga mi cuerpo
                  y me salgan hostias por los hoyos
                  Me ven soplada por vientos que suben
                  Ya nadie sabe lo que yo hablo
                  Blanca como papel apenas me ven la vida
                  pues me han sacado de mi más de allá
                  
                  La Tirana XIII
                  (Nadie sabe lo que yo hablo)
              
            
          
          Es así 
            como, “sacada de su ámbito de su más de allá” 
            –que podemos suponer sea el de la fiesta religiosa que se realiza 
            en el norte de Chile, donde la virgen y el demonio bailan de la mano, 
            y la que remite el ambivalente título del poemario; o la muerte, 
            que en una de sus tantas denominaciones de la tradición oral 
            se puede homologar con el enunciado citado: “se fue al más 
            allá”, u otro espacio que se despliegue de las múltiples 
            aristas del barroco al que el texto se adscribe, en tanto escritura 
            y referencias: el personaje –o la persona, la voz que habla 
            en todo el poemario– que ha sido traído –no sabemos por quién– 
            al texto desde un espacio que no es ni sincrónico ni espacialmente 
            el mismo; es decir, esa extraña voz que nos habla en 
            el siempre ahora del poema ha sido traspuesta desde otro espacio 
            a uno, el del texto, que no le pertenece y en el que su discurso se 
            percibe como casi ininteligible: “NADIE SABE LO QUE YO HABLO”.
          Ahora bien, 
            el ámbito donde transcurre y discurre el poema de Diego Maquieira 
            es la ciudad, ámbito de trasposición, como habíamos 
            dicho al comienzo, donde esa voz que habla en el texto y que identificamos 
            como un algo que se nombra a sí misma como “La Tirana”. Esta 
            ciudad es Santiago de Chile, en concreto, una ciudad latinoamericana 
            contemporánea, donde –se nos va evidenciando en el poema– las 
            prácticas, ritos, encuentros, sucesos, etcétera, difieren 
            del locus indeterminado de donde fue arrancada la voz. 
          La ciudad 
            es el espacio de la “baja prostitución”, en términos 
            de Georges Bataille, la prostitución moderna, donde la transgresión 
            sagrada es sustituida por el desmoronamiento, signo bajo el cual la 
            prostituta ostenta la vergüenza en la que se sume, en 
            las áreas urbanas que se le han asignado por el movimiento 
            mismo de la ciudad.
           
            “Al prostituirse, la 
              mujer era consagrada a la transgresión. En ella, el aspecto 
              sagrado, el aspecto prohibido de la actividad sexual, aparecía 
              constantemente; su vida entera estaba dedicada a violar la prohibición. 
              Debemos encontrar la coherencia de los hechos y las palabras que 
              designan una vocación así; debemos percibir desde 
              este punto de vista la institución arcaica de la prostitución 
              sagrada. Pero no deja de ser cierto que en un mundo anterior –o 
              exterior– al cristianismo, la religión, lejos de ser contraria 
              a la prostitución, podía regular sus modalidades, 
              tal como lo hacía con otras formas de transgresión. 
              Las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado, residían 
              en lugares también consagrados; y ellas mismas tenían 
              un carácter análogo al sacerdotal”. (Georges Bataille, 
              El erotismo, 1ª ed. en Col. Ensayos Tusquest, 1997).
          
          Se produce 
            de esta manera una segunda trasposición de sentidos propios 
            de lo arcaico a la esfera de lo contemporáneo en el texto: 
            la práctica de la prostitución, en la dualidad paradójica 
            que funda el enunciado “puta religiosa”, recobra, en el ámbito 
            discursivo, el sentido arcaico y por lo tanto sagrado de esta práctica, 
            en la que existía un pacto de consagración de la prostituta 
            a la transgresión, donde el espacio sagrado y vedado del “comercio 
            sexual” no cesaba de aparecer; las prostitutas estaban en contacto 
            con lo sagrado y en lugares consagrados, cumpliendo un papel análogo 
            al de las sacerdotisas:
           
             
               
                Me 
                  caía a la cama rosada de su madre
                  la cama pegada a la pared del baño
                  Me caí con velos negros en ambos pechos
                  cada uno entrando en su capilla ardiente
                  Yo soy la hija de pene, un madre
                  pintada por Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
                  Mi cuerpo es una sábana sobre otra sábana
                  el largo de mis uñas del largo de mis dedos
                  y mi cara de Dios en la cara de Dios
                  en su hoyo maquillado la cruz de luz
                  (...)
                  
                  La Tirana II
                  (Me volé la Virgen de mis piernas)
              
            
          
          Este sentimiento 
            de recuperar el carácter sagrado-ritual de la prostitución 
            se cumple en el texto, pienso, sólo a un nivel de estado deseante, 
            imaginario del imaginario, una falla fantasmática en la textura 
            del sentido, es decir en el vacío, el hiato que media entre 
            el deseo y el principio de la realidad. A fin de cuentas, la “Tirana” 
            o esta virgen socavada de Maquieira es:
           
             
               
                La marginada 
                  de la taquilla
                  La que se están pisando desde 1492
              
            
          
          Bataille relaciona 
            la aparición de la prostitución moderna aparejada a 
            la aparición en la sociedad de las clases miserables, el lumpen, 
            la extrema miseria que desliga a los hombres de los tabúes 
            o interdictos que fundamentan su ser humano en el contrato social. 
            El desmoronamiento, para Bataille, deja en libertad los “impulsos 
            animales”, lo cual, empero, no significa un retorno a la animalidad, 
            aunque los otros le nieguen a la prostituta su “ser” humano.
           
            “Comparada con la moderna, la prostitución religiosa nos 
              parece extraña a la vergüenza. Pero la diferencia es 
              ambigua. Si la cortesana de un templo escapaba a la degradación 
              que afecta a la prostituta de nuestras calles, ¿no era en 
              la medida en que había conservado, si no los sentimientos, 
              sí el comportamiento propio de la vergüenza? La prostituta 
              moderna se jacta de la vergüenza en la que se ha hundido, se 
              revuelca cínicamente en ella. Es extraña a la angustia 
              sin la cual no se siente vergüenza”. (Bataille: 1997, pág. 
              140).
          
          En La Tirana, la fiesta sincrética, oficiada 
            por la “puta religiosa” como sacerdotisa desmoronada, se desplaza 
            y emplaza en distintos lugares urbanos también ellos signados 
            por la marginalidad, por la degradación de las prácticas 
            non sanctas: el Hotel Valdivia, bares como Les Asassines, 
            restaurantes equívocos donde caen ángeles de la anunciación 
            sobre las mesas, pero también el Salón Rojo del palacio 
            de La Moneda –en la época de publicación y enunciación 
            del poema en manos del Gobierno militar– y también sitios de 
            representación, como el Teatro Municipal o de confinamiento 
            de los locos, como el asilo para dementes El Peral, etcétera. 
            Y en esta fiesta entrecruzada del rito arcaico y la banalidad urbana 
            contemporánea, bailan de la mano personajes tan dispares y 
            disparatados como divas del jet-set de la época: la Andrea 
            Mussolini, nieta del Duce y sobrina de Sofía Loren, pasando 
            por la mafia siciliana norteamericana –Toni la Bianca–, cineastas 
            de la extrema violencia –Stanley Kubrick, Sam Peckinpah–, pintores 
            criollos, hasta llegar a las más sublimes representaciones 
            occidentales:
           
             
               
                Estábamos yo, Peckinpah, Dios, 
                  y el chileno Altamirano
                  Acompañándolo en la volada fina
              
            
          
          La Tirana, como sacerdotisa o virgen –si desplazamos el 
            sentido de la consagración pagana a la cristiana como lo sugiere 
            el poema– desmoronada, “hecha para tirar”, no sólo está 
            ya degradada, sino que se le otorga, siguiendo a Bataille, la posibilidad 
            de conocer, del saber su degradación: la Tirana se sabe 
            humana y tiene conciencia de vivir como los animales. Si bien el rasgo 
            animal no aparece explícito en la relación a la voz 
            que “habla” en el poema y que, en el mismo, padece innumerables formas 
            de goces y agresiones sexuales imbricadas en un contexto bastante 
            sadeano, este está contenido en el núcleo semántico 
            del poema, “puta religiosa”, sobre todo en el sustantivo, que es la 
            asignación baja del lenguaje a quien practica la prostitución. 
            Al respecto, dice Bataille: “Las palabras groseras que designan los 
            órganos, los productos o los actos sexuales, introducen el 
            mismo desmoronamiento (...) esos nombres expresan ese horror con violencia. 
            Son ellos mismos, violentamente rechazados del “mundo honrado”. Del 
            mundo honrado del lenguaje, cabría agregar.
          Es más: Bataille insiste: “Las palabras groseras 
            que designan los órganos, los productos o los actos sexuales, 
            introducen el mismo rebajamiento. Estas palabras están prohibidas; 
            en general está prohibido nombrar esos órganos.
          Nombrarlos desvergonzadamente hace pasar de la transgresión 
            a la indiferencia que pone en un mismo nivel lo profano y lo más 
            sagrado”.
          Esta intuición de Bataille aclara el sentido ambiguo 
            y dual asignado al enunciado “puta religiosa”: el lenguaje, a través 
            del adjetivo otorga la cualidad de “religiosa” al sustantivo “puta” 
            que, a nivel de habla, opera como un estigma social: la puta es la 
            “cerda”, la “marrana”, la caída del altar de la santidad.
          Siguiendo a Bataille, existiría una relación 
            muy estrecha entre la impronta restrictiva asignada a la moral y el 
            desprecio por los animales. Como el hombre fue creado a imagen y semejanza 
            de Dios, el hombre se atribuyó un valor supremo, muy por encima 
            de los animales, y la divinidad –que en la época arcaica podríamos 
            decir copulaba tanto verbal como míticamente con los animales– 
            se sustrajo de la animalidad.
          En la fiesta de La Tirana tanto los animales como 
            los demonios o las invocaciones al demonio tienen una presencia constante, 
            impregnan el texto y sus enunciados, y brillan como emblemas del desmoronamiento 
            al compartir los rasgos bestiales y luciferinos en sus representaciones: 
            cola, cuernos, pelos, etcétera. El demonio, de esta manera, 
            ya no es el ángel de la rebelión, finalmente heroico: 
            según Bataille, la rebelión, la transgresión, 
            es castigada con la degradación al estado animal –negación 
            de la humanidad, del alma– suplantada por la caída, negada 
            por el desmoronamiento que, a su vez, degrada el erotismo en su conjunto 
            arrojándole “la luz del mal”.
           
            “No cabe duda de que la degradación tiene poder para provocar 
              más entera y fácilmente las reacciones de la moral. 
              La degradación es indefinible; la transgresión no 
              lo es en el mismo grado. De todas maneras, en la medida en que el 
              cristianismo empezó a atribuirlo todo a la degradación 
              pudo arrojar sobre el erotismo la luz del Mal. El diablo fue al 
              principio el ángel de la rebelión; pero perdió 
              los brillantes colores que la rebelión le daba. El rebajamiento 
              fue el castigo de su rebelión; y eso quería decir 
              para empezar que se borró la apariencia de la transgresión, 
              que tomó la delantera la presencia de la degradación. 
              La transgresión anunciaba, en la angustia, la superación 
              de la angustia y la alegría; la degradación no tenía 
              otra salida que un rebajamiento más profundo. ¿Qué 
              debía quedar de los seres caídos? Podían revolcarse, 
              como los puercos, en la degradación. 
            Digo bien ‘como los puercos’. Los animales sólo son ya en 
              este mundo cristiano –donde la moral y la decadencia se conjugan– 
              objetos repugnantes. Digo ‘en este mundo cristiano’. El cristianismo 
              es, en efecto, la forma cumplida de la moral, la única en 
              la que se ordenó el equilibrio de las posibilidades”. (Bataille: 
              1979, pág. 141).
          
          La Tirana posee una cualidad propia del licántropo, 
            otro desalmado o caído de la literatura gótica, esta 
            vez: Drácula, el vampiro, uno de los grandes soberanos oscuros, 
            se metamorfosea y domina a los murciélagos, lobos y perros, 
            y se sirve, además, de Randfiel, un “zoófago” según 
            la taxonomía que le asigna al personaje la peculiar psiquiatría 
            victoriana de Bram Stoker: un alucinado devorador de vida animal que 
            come cuantas moscas, arañas y hasta pájaros pueda, e, 
            incluso, pide que le lleven un “gatito” a la celda porque se siente 
            muy solo. Animales y dementes le ayudan al vampiro a intentar cumplir 
            sus designios –o sus deseos soberanos–. El mal siempre aparece 
            aparejado a los animales en sus representaciones: Lope de Aguirre 
            –mencionado en el poema de Maquieira–, el tirano alucinado y alucinante 
            del filme homónimo de Werner Herzog, termina solitario en su 
            demencial épica personal, rodeado de monos que corean con sus 
            chillidos en un pútrido brazo del Orinoco su monólogo 
            final; no deja de haber algo inquietante, perverso incluso, en el 
            San Francisco de Echer, rodeado de tucanes y especies exóticas; 
            las ratas, como en Nosferatu, el vampiro del mismo Herzog, 
            son una señal, la anunciación satánica de la 
            peste, que es otra arista que aparece omnímoda cada vez que 
            el mal campea y los signos del Apocalipsis cobran presencia; en fin, 
            siempre aparece algo de enfermizo en la relación demasiado 
            estrecha entre el hombre y el animal. Piénsese en Ajab y la 
            ballena blanca.
          Por lo tanto, siguiendo esta tradición del imaginario 
            de la degradación, la “puta religiosa” aparece, como caída 
            que es, rodeada de animales, posee una cohorte de animales y bestias 
            que comparten su condición y se someten a sus designios:
           
             
              
                Pero yo estaba rodeada de mis cerdos
                  Mis vacas, mis moscas, mis gallinas
                  
                  ...Voy a volar This Church amigos
                  y conmigo adentro y con todos mis animales...
                  
                  ...ayudada con el griterío de mis monos...
                  
                  ...gozando peludos con el alma manchada...
                  
                  ...voy a sacar mi canguro
                  que con cada salto
                  que pegue para el lado va a haber una radiación hasta 
                  la llama eterna...
                  
                  ...la perra...
              
            
          
          Lo marginal al que aludía Lihn en su nota sobre 
            los Sea Harrier y, por extensión a toda producción 
            poética de Diego Maquieira, asume de esta manera, en La 
            Tirana, la imagen del desmoronamiento, del ángel caído 
            que irrumpe y fluye en todo el texto, ya sea la “puta religiosa”, 
            sus animales, Georgy Boy, uno de los “drugos” que traiciona a su líder, 
            Alex, el protagonista de La naranja mecánica de Stanley 
            Kubrick, uno de los cineastas emblemáticos de la “clásica 
            violencia”, como la denomina el propio Alex, y del mismo Maquieira; 
            Lope de Aguirre o un judío ahorcado en su celda durante la 
            época de la inquisición española; las pin-up 
            del jet set europeo y la mafia siciliana en Norteamérica; la 
            significación del desmoronamiento y la condición de 
            lumpen de la prostituta se rodea de signos, guiños y emblemas 
            que remiten tanto a la condición de la caída, de la 
            pérdida del Paraíso, como al deseo de la recuperación 
            de un estado sagrado arcaico, ausente en el espacio de la urbe contemporánea 
            y su tejido de representaciones, y cuya presencia ritual sólo 
            puede proporcionar –a un nivel fantasmático– este poemario 
            barroco, alucinado y congregante de las más insospechadas y 
            perturbadoras antípodas.