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................................ GABRIELA MISTRAL

 

 

Jóvenes: Ustedes los jóvenes, no abandonen a los viejos que creemos en la libertad, a pesar de todo. Para lavarla, mudarla, rehacerla, pero manteniéndola viva.



De Oficios y menesteres

 Oficio: Andan muchos sintiéndose humillados en su profesión y pensándose superiores a ella. ¿Por qué no la dejan? La recogerán otros que le sean más leales. Cosa tonta vivir con rabia o desabrimiento en el lugar donde alguno puede permanecer con alegría. Renegar del oficio en que se vive el día es ingenuo como renegar de la piel oscura. La mala distribución de los oficios -el que un carpintero esté encendiendo hornos, y un peón nato, brusco, pesado y zurdo dé clases a los niños- viene a ser  una de las causas del malestar colérico que se siente en el mundo. Inténtese cualquier ensayo, cualquier aventura para no continuar en el engaño del falso oficio, que nos dio un padre vanidoso, nada más que por ser el suyo, o que nosotros cogimos aturdidamente y por pereza dejamos sobre nosotros como el hongo muerto.
          Que el oficio no nos sea impuesto: primera condición para ser amado. Que el hombre lo elija como elige a la mujer, y la mujer lo mismo que elige al hombre, porque el oficio es cosa mucho más importante todavía que el compañero. Estos mueren o se separan: el oficio queda con nosotros. Solamente Dios es asunto más trascendente que el oficio.

 Menester: La única cosa importante en este mundo sea, bien mirada, el cumplimiento perfecto de nuestro menester. Porque cuando la profesión se vuelve vicio en nosotros, hasta el punto de que el maestro de escuela acaba por no ver el mundo sino en pedagogía -y sólo en la suya, lo que es peor-, o al político se le vuelve la vida pura malicia baja y jugarreta electoral, la extensión, digamos, la inundación del oficio, para en calamidad.

 Campesinos: El campesino es el hombre primero, en cualquier país agrícola. Primero, por su número, por su salud moral, por la noble calidad de su faena civil, sustentadora de poblaciones, y el primero, principalmente, porque ha domado el suelo, como el curtidor sus pieles, y lo maneja después de cien años, con una dulzura dichosa. En Chile el campesino emigra a las ciudades, cansado de su salario, cansado de las aldeas sin médico, con maestro malo y sin habitación humana. Nuestra barbarie rural es enorme.

 

La unidad de la cultura

Universidad: De este modo, yo creo en la Universidad como en una institución tan ancha y tan profunda, tan soberana de las tres dimensiones, que suelo no aceptar como tales a las universidades empequeñecidas que gobiernan no más de cuatro parcelas de la cultura nacional, cultivando, por ejemplo, las ciencias sin la industria, o éstas sin las artes. La Universidad, para mí, carga a cuestas el negocio espiritual entero de una raza. Ella constituye respecto de un país algo parecido a lo que los egipcios llamaban el doble del cuerpo humano, es decir, un cuerpo etéreo que contiene las facciones y los miembros completos del cuerpo material. La Universidad, para mí, sería el doble moral de un territorio, y tendría una influencia directora sobre la agricultura y las minas hasta sobre la escuela nocturna de adultos, incluyendo en su marco de atribución escuelas de bellas artes y de música.
          Suceso alguno espiritual acontecería en el territorio que no lo asistiera ella con su gran presencia. Obra literaria maestra, invento industrial, sistema económico de investigación histórica alguna aparecería en el país sin que ella se diese cuenta y tomase posesión de esas excelencias. Una sensibilidad de sismógrafo, un ojo sin pestañeo, de búho mitológico, haría de ella la pulsadora más delicada de la entraña nacional y la espectadora más conmovida del acontecimiento intelectual. Madre se llamaría entonces, y con razón, a la Universidad, porque, cual más, cual menos, todos habríamos vivido un tiempo sentados en su matriz de hacer y de cubrir.
          Y las ciencias, promovidas y celadas por la Universidad, ¿no se apelmazarían y se vuelven pesadas a la larga, sin tener el contacto, siquiera tardío, de las artes ágiles y excitadoras? Y las artes, ¿no se banalizarían de brincar siempre y se afiebrarán de no mirar nunca la cara de las ciencias de pestañas fijas que piensan y hacen pensar?
          Unidad fortalecedora, sea la frase de nuestra empresa de cultura que es la Universidad. Nada grave viviendo su grandeza puertas afuera de la Universidad. Ninguna actividad con marcas espirituales echadas de este regazo, labrado por el espíritu. Nada sea nacional viviendo desgajado y hambreado por su caída de tronco que se ha asignado el destino de sostener y alimentar.

Misión: Ni el escritor, ni el artista, ni el sabio, ni el estudiante puede cumplir su misión de ensanchar las fronteras del espíritu si sobre ellos pesa la amenaza de las fuerzas armadas, del estado gendarme que pretende dirigirlos.

Poeta: lo que un poeta hace por su pueblo es lo que el alma hace por el cuerpo.

Escribir: Escribo de mañana o de noche, sobre mis rodillas, y la tarde nunca me ha dado inspiración. La mesa escritorio nunca me sirvió para nada, ni en Chile, ni en París, ni en Lisboa.
          Creo no haber echo jamás un verso en cuarto cerrado, ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa. Siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul, y Europa me da borroneado.
          Escribo sin prisa, generalmente, y otras veces con una rapidez vertical de rodado de piedras en la Cordillera. Me irrita, en todo caso, pararme, y tengo siempre al lado cuatro o seis lápices con punta porque soy bastante perezosa y tengo el hábito regalón de que me den todo hecho, excepto los versos. En el tiempo en que yo me peleaba con la lengua, exigiéndole intensidad, me solía oír, mientras escribía, un crujido de dientes bastante colérico, el rechinar de la lija sobre el filo romo del idioma.
          Ahora ya no me peleo con las palabras. Corrijo bastante más de lo que la gente puede creer, leyendo unos versos que aún así se me quedan bárbaros. Salí de un laberinto de cerros, y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea verso o prosa. Escribir me suele alegrar. Siempre me suaviza el ánimo, y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Es la sensación de haber estado, por unas horas, en mi patria real, en mis costumbres, en mi suelto antojo, en mi libertad total.

Ser: El mundo se divide en patitontos y patilocos. Los patitontos enferman al mundo. Los otros, lo vivifican. Yo soy una patiloca.

Intelectuales: ...el trabajador intelectual no puede permanecer indiferente a la suerte de los pueblos, al derecho que tienen de expresar sus dudas y sus anhelos. América, en su historia, no representa sino la lucha pasada y presente de un mundo que busca en la libertad el triunfo del espíritu. Nuestro siglo no puede rebajarse de la libertad a la servidumbre. Se sirve mejor al campesino, al obrero, a la mujer, al estudiante, enseñándole a ser libres, porque se les respeta su dignidad...


El huerto maravilloso

 

Lectura: Mi festín del Antiguo Testamento tenía lugar, no en el banco escolar, sino a la salida de clases, en un lugar increíble.
          Había una fantástica mata de viejo jazmín a la entrada del huerto. Dentro de ella, una gallina hacía su nidada, y unos lagartos rojos, llamados allá iguanas, procreaban a su antojo. La mata era, además, escondedero de todos los juegos de albricias de las muchachas. Adentro de ella guardaba yo los juguetes sucios que eran de mi gusto: huesos de fruta, piedras de forma para mí sobrenatural, vidrios de colores, y pájaros o culebras muertas. Aquello venía a ser un revuelto basural y a la vez mi emporio de maravillas.
          Una vez cerrada la escuela, yo me metía en esa oscuridad de la mata de jazmín, y sacaba mi Historia Bíblica con un aire furtivo de salvajita que se escapó de una mesa a leer en un matorral. Con el cuerpo doblado en siete dobleces, con la cara encima del libro, yo leía la Historia Santa en mi escondrijo, de cinco a siete de la tarde y parece que no leía más que eso, junto con la Historia de Chile y Geografía del Mundo. Cuentos, no los tuve en libros: ésos me daban la boca jugosamente contadora de mi gente elquina.
          Nada me costaba a mí, en el valle cordillerano de Elqui, ver sentados o ver caminar, oír, comer y hablar a Abraham y a Jacob. Mis patriarcas se acomodaban perfectamente a las fincas del valle. Desde la flora a la luz, lo hebreo se aposentaba fácilmente allí, y se avenía con la índole nuestra, a la vez tierna y violenta, con el vigor de nustro temperamento rural, y, por sobre todo, con la humanidad que respira y traspira la gente del viejo Chile.

Darnos: Nosotros llamamos caridad a poner en la mano extendida una moneda grande, o a pagar una cama de hospital, Francisco de Asís. Tú no. Cuando dabas, eras tú mismo lo que dabas.
          Conociste la lepra, y te quedaste sentadito horas y horas lavando la podre. Parecía que eras tú mismo el agua y el aceite, y también la venda.
          Te dabas en las frutas jugosas que ponías en la boca del calenturiento.
          Y por eso, Francisco, te gastaste como las lunas en su cuarto menguante. Eras ya como una broma de la carne, que hablaba y que ya apenas tenía garganta. Tus manos se adelgazaron hasta ser transparentes como la hoja del otoño. Tu carne era un espejismo de la vieja carne que tuviste. Tu milagro tenía más realidad que tu pobre cuerpo.
          Tú descubriste una verdad escondida: que no tenemos derecho a dar sino a nosotros mismos. Las demás cosas son de la tierra.
          Cuando regalamos cosecha de frutos, es el surco generoso el que da. Y cuando regalamos vestidos, es el hilandero fatigado el que regala. Pero cuando nos damos a nosotros mismos, entonces sí damos de verdad.
          Nosotros, Francisco, entregamos lo que nos sobra. Estamos tan llenos, que nos cansamos un poco con la brazada de ricas mazorcas de la vida. Se nos rompen los sacos de oro del trigo, y entonces cedemos, por no doblarnos a recoger lo caído.
          Tú te diste, te diste, te diste.

Temor: El cristiano posedente puede mantener vistas muy claras sobre sí mismo. ¿Teme por sus bienes o teme realmente por la civilización cristiana?

Religión: La materia está delante de nosotros, extendida en este inmenso panorama que es la naturaleza, con la intención aparente de hacernos olvidar lo invisible, apegándonos a su hermosura. Y nuestro cuerpo está susurrándonos que él es nuestra única realidad. Son los dos tentadores, son los dos insignes engañadores.
          Religiosidad es buscar en esa naturaleza su sentido oculto.
          Nos dividimos, hombres y mujeres, en religiosos y a-religiosos. El hombre a-religioso es el hombre frívolo. Es frívolidad rozar la corteza de las cosas y los seres y no dejar la mirada más largamente en ellos, hasta ver que detrás de esa corteza de materia hay una raíz de espíritu que la está vivificando por siglos y siglos. Es frivolidad pensar que una creación portentosa no tiene otra finalidad que desangrarse en el polvo. Es frivolidad pensar que si nosotros los humanos hacemos el más mezquino objeto con un fin determinado, la naturaleza, ese prodigio, fuera hecha sin otra finalidad que el alimentar plantas, bestias y hombres, para que después la abonaran con su puñado de misero polvo disperso nada más.
          La religiosidad es el recuerdo constante de la presencia del alma, y entre los artistas son religiosos los que, fuera de la capacidad de crear, tienen, al mirar el mundo exterior, la intuición del misterio, y saben que la rosa es algo más que una rosa, y la montaña algo más que una montaña.

Cristos: Pero yo quiero decir el derecho de Jesús a estar también en la escuela laica. En los muros llenos de libertadores, de descubridores y sabios, ¿no habrá ningún sitio para El? El fue un libertador, arrancó a los pueblos antiguos de la bajeza y de la crueldad del culto cruento. El fue un descubridor: sacó a la luz continentes espirituales enteros. Dice el critico ateo que añadió a las mejores filosofías antiguas cosas nobles y desconocidas hasta entonces. El reveló la única ciencia que se vuelve dicha: la del amor, que hace la concordia entre los hombres. El aplastó en el Imperio Romano el lujo insolente y el vicio que empaña las limpias facultades humanas. El aplastó la tiranía imperial que impedía al cristianismo amar a un Dios elevado y que lo forzaba al amor de dioses grotescos e inmundos. Destruyó muchas cosas más, pero éstas bastan. Y hasta dejó, el Muy Perfecto, una literatura nueva en sus parábolas y en el Sermón de la Montaña. Circula por ellos una leche jamás saboreada de hermosura superior, y no es posible encontrar en la literatura romana ni una sola página a la altura de la palabra Suya recogida de su boca por los San Marcos y los San Mateo.
         
La escuela laica honra a los hombres parciales que, o libertaron o descubrieron. No quiere honrar a Este que, con manera divina, hizo todas las faenas humanas.
          Si desde otro planeta viniese un ángel y volviera a hablar a los suyos de la Tierra, no sabría ponderarles lo bastante el absurdo de un mundo donde el nombre del Mejor se calla. Diría tal vez: "Aquellos tuvieron uno al que no han superado, que no vivió para sí una hora, ni vivió una gula, ni un odio, ni un solo poder terreno, y porque no son capaces de realizarlo, han impuesto el silencio sobre El". Los habitantes de ese planeta no comprenderían, no podrían comprender.

Unidad: La iglesia no puede renunciar, ni creo que haya renunciado nunca , a la reconciliación de los pueblos cristianos, y menos hoy, después de esta guerra apocalíptica. Ella ha sido siempre enemiga del caos, y es muy probable que el Caos, patrón del mundo actual, arranque el peor de todos los divorcios vistos en la triste historia humana. Y cuando veo que algún hombre o alguna mujer dan el divorcio de la Cristiandad por acontecimiento sellado y archivado, siento una extrañeza y una repulsa grandes. Porque me espanta la eternidad del mal, que es infierno mismo. Prefiero soportar en mis potencias la idea de este Purgatorio en la Secesión que vivimos. Purgatorio me parece el vivir una comunidad cristiana tajada por una cuchillada tremenda. El escándalo mayúsculo de la Cristiandad es  el de que vivamos, comamos y durmamos encima de la guerrilla religiosa sin sentir vergüenza de ello. El escándalo es el de que no veamos con los anchos ojos del alma. Y con los de la carne también, esta segunda Crucificación de Nuestro Señor, que no es obra ni de centuriones romanos ni de la plebe judía, sino de nosotros mismos, los cristianos.

Biblia:  La Biblia es para mí El Libro. No comprendo cómo alguien puede vivir sin ella, sin que se empobrezca, ni cómo uno pueda ser fuerte sin esa sustancia, ni dulce sin esa miel.
          Cuando yo era muy niña, conservaba viva aún a mi abuela paterna. Era una mujer ancha,  vigorosa, físicamente parecida a mí. Decía mi padre que su madre era capaz de leer el futuro en las estrellas. Yo sólo sé que era una mujer enigmática, muy silenciosa. Se mantenía casi constantemente recluida en su dormitorio, y mi madre me ordenaba en todos los crepúsculos que fuera a hacerle compañía.
          Recuerdo aquellos atardeceres en mi pueblo de Monte Grande, con una nitidez muy tibia. Mi abuela estaba sentada en un sillón rígido, y yo me sentaba en una banqueta de mimbre. Ella me alargaba su Biblia, muy vieja y muy ajada, y me pedía que le leyera. Siempre me la entregaba abierta en el mismo sitio, en los
Salmos de David.
         
Durante años leí y releí aquellos versos maravillosos, aquellos poemas de vigorosa sonoridad y honda profundidad poética. Y desde entonces, como no encuentro en las oraciones corrientes la belleza y armonía de aquellos salmos, rezo con los versos de "Nuestro Padre David", como decía mi abuela. Y también a esto se debe, quizás que mis propios versos tengan cierto sabor bíblico.


Sobre la fe y las obras

Actos: El deber del cristianismo es no lanzar apóstrofes iracundos y desesperados, sino hacer un análisis agudo, como el que se hace después de una derrota, para ver en qué ha consistido la fragilidad de un sentimiento que creíamos eterno. Y yo, que he anclado en el catolicismo, después de años de duda, me he puesto a hacer este buceo, con un corazón dolorido, por lo que mi fe pierde, pero a la vez con una mente lúcida, deseando, más que condenar, comprender el proceso.
          Nuestro cristianismo se divorció de la cuestión social, la ha desdeñado, cuando menos, y ha tenido paralizado o muerto el sentido de la justicia, hasta que ese sentido nació en otros y le ha arrebatado sus gentes.
          Una fe que nació milagrosamente entre la plebe, que solo con lentitud fue conquistando a los poderosos, estaba destinada a no olvidar nunca ese nacimiento. Pero tenía el deber de mirar a ese que yo llamo pueblo maravilloso, que es, por su vastedad, el único suelo que la mantendría inmensa. Y ni por tradición ni por cálculo sagaz nuestro cristianismo ha sabido ser leal con los humildes. La fe de Cristo fue, entre la plebe romana, y sigue siéndolo para el pueblo hoy, una doctrina de igualdad entre los humanos, es decir, una norma de vida colectiva. Tal aspecto de la religión, el que más importaba a las masas, no se hizo verdad entre nuestros países.          Todo el bien que hoy día pueda hacerse al catolicismo y al cristianismo, en general, es un sacrificio de intereses materiales. O se da eso, o se declara lealmente que la doctrina de Cristo la aceptamos sólo como una lectura bella, en el Evangelio, o como una filosofía trascendente que eleva la dignidad humana, pero que no es para nosotros una religión, es decir, una conducta para la vida.
         
Si somos diletantes de la escritura. Recitadores estéticos de una parábola por su sabor griego de belleza pura, es bien confesar nuestro epicureísmo, y nos quedaremos entre los comentadores literarios o filosóficos de la religión.
          Si somos lo otro, los cristianos totales del Evangelio total, iremos hacia el pueblo. Ordenaremos un poco sus confusos anhelos sobre reformas de nuestro sistema económico, y mezclados con ellos, hemos de discutir, primero, y conceder enseguida.
         
A los egoístas más empedernidos será bueno decirles que, con nosotros  o sin nosotros, el pueblo hará sus reformas, y que ha de salir, en el último caso, lo que estamos viendo: la democracia jacobina, horrible como una Euménide y brutal como una horda tártara. Elijamos el camino.

Criollos: ¿Por qué ciertos católicos no confiesan, lisa y llanamente, que ellos en esta lucha se ponen al margen de su fe para correr a salvar sus intereses, sea a pedido de sus hijos, sea por contemplar el empleo tal o cual? ¿Por qué no tienen esa honradez cristiana de poner a Cristo en cuarentena, como a las naves, mientras están con Hitler desde la raíz del alma?

Pastor:  Era el Padre Hurtado una especie de franciscano natural. Su naturaleza era cierto franciscanismo trajinador, y este trajín puede llamarse "un correteo por los niños pobres".
          Del Santo de Asís tenía también el hablar con gracia, la expresión a la vez donosa y llana. Este don de su conversación, más su llaneza le ganaba a todos, y le servía a maravilla para limosnear en bien de sus pobres y de sus niños.
          Cuando en esta casa de Nápoles -que tiene un jardincillo a Dios gracias- yo sigo el ajetreo de dos o tres pájaros que saquean cuando pueden en la floración, no puedo sino acordarme del "género Padre Hurtado", o sea, de los que buscan, no entre plantas floridas, sino en la espesura del egoísmo humano, las sobras de los hartos: ropas, objetos y dineros. Con esta misma gracia del pájaro, él circulaba por Santiago. Con gracia pedía, con la gracia humana, y con la otra.
          Ya ha parado ese callejear por nuestra capital. Ya descansaron sus pies trotadores y su lengua criollísima y culta a la vez en cada charla, broma o giro. Pero tal vez su mano quedó vuelta hacia su obra, como dicen que restan las del albañil y las del carpintero. Porque aquélla, su diligencia ardiente, de cada día y de cada hora, y de cada respiro suyo, todo eso quizás le haya dejado la diestra extendida en el ademán de pedir el pan de los otros.
          Solemos oír a los muertos. En cuanto se hace un silencio en nuestros ajetreos mundanos, se le oye clara y distintamente. Oír al Padre Hurtado será una obligación de responderle. Y la respuesta única que hay es la ayuda de sus obras, porque la Miseria, la bizca y cenicienta Miseria, sigue corriendo por los suburbios, manchando la clara luz de Chile, y rayando, con su uñeteada de carbón infernal, la honra de las ciudades grandes y el decoro de las aldeas.

Maestra:  ¡Señor! Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe: que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la tierra.
          Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes.

Maestro: hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me hieren. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que enseñé.
         
Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es
carne de mis carnes. Dame que alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y dejarte en ella clavada mi más penetrante melodía, para cuando mis labios no canten más.
          Muéstrame posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada día y de cada hora por él.
         Pon en mi escuela democrática el resplandor que se cernía sobre tu corro de niños descalzos.          Hazme fuerte, aun en mi desvalimiento de mujer, y de mujer pobre; hazme despreciadora de todo poder que no sea puro, de toda presión que no sea de tu voluntad ardiente sobre mi vida.
         Dame sencillez y dame profundidad. Líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana.         Dame el levantar los ojos de mi pecho con heridas, al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa de trabajo mis pequeños afanes materiales, mis mezquinos dolores de cada hora.
         Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he corregido amando!
         Haz que haga de mi espíritu mi escuela de ladrillos. Le envuelva la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda. Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más oro que las columnas y el oro de las escuelas ricas.
         Y, por fin, recuérdame, desde la palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la Tierra es llegar al último día con el lanzazo de Longinos en el costado ardiente de amor.

 




 

 

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